Santay queda a unos 20 minutos en lancha saliendo del Malecón Simón Bolívar en Guayaquil. Esta isla es parte del proyecto Guayaquil Ecológico.
“Yo soy el Tintín” dice entre risas, ese personaje del imaginario montubio que embarazaba a las chicas cejonas y velludas. Le queda un solo diente pero insiste en que le llamen “el guapo”. Jaime Rineo tiene 63 años, vivió la época ganadera de la isla, el posterior abandono y el reciente resurgimiento como área protegida. Tiene unos ojos verde agua que a veces bailan sin rumbo determinado, como devolviéndose en el tiempo. Su piel está arrugada por los años y por el sol. Fue capataz y ahora es pescador, “uno tiene que adaptarse si no se quiere ir”.
La isla Santay es considerada el pulmón de Guayaquil y Durán. Se ubica como el sexto humedal del Ecuador en ser declarado sitio Ramsar, es decir un humedal de gran importancia que debe ser protegido por la calidad de su ecosistema. Es un sitio aislado, como perdido. No está lejos de la ciudad, menos de un kilómetro, 800 metros para ser exactos, pero la distancia se siente mayor a medida que te entregas al ambiente.
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“La tranquilidad. Levantarse con el día y acostarse con la caída del sol, eso es felicidad”, asegura Alberto, nuestro guía que vino a la isla persiguiendo a quien sería la madre de sus hijos cuando a penas era un adolescente. Hay cangrejos bebes por todos lados, caminamos con miedo de pisarlos. Estamos invadiendo su espacio. Hay mangle, árboles grandes y palmeras. Hay aves de paso, mosquitos y bichos. Hay cocodrilos de ojos verdes y poca paciencia.
También hay duendes, dice el guapo. En Santay se rumorean leyendas de seres mitológicos que habitan en los bosques. A parte del Tintín está la Tintina, que busca hombres velludos y se los lleva a Guayaquil o Durán. También le juega malas pasadas a los hombres que llegan tarde a su hogar. Como le pasó al guapo, que al llegar creyó haber oído murmurar a su mujer y ésta no estaba en casa.
Santay fue un probable asentamiento de los Chonos. Esa cultura de costumbres extrañas que los Huancavilcas consideraban “perros” y que junto con los Punáes habitaron las costas del Golfo de Guayaquil. Luego se convirtió en varias grandes haciendas ganaderas. Animales domésticos por todos lados. Esas haciendas fueron desalojadas, vendidas, incautadas y posteriormente abandonadas. Queda poco de esa época en la isla.
Un muelle hermoso recibe al visitante. Casas de madera y cemento dibujan, como en cuento, una pintoresca ecoaldea. Se siente bastante organización. Los niños saludan a los extraños visitantes, como agradeciendo su presencia. En construcción aún están una casa de guardaparques, un centro de reciclaje, un punto de salud, una casa de hospedaje y los puentes conectores con los cantones Durán y Guayaquil.
Existen dos organizaciones sociales: San Jacinto de Santay, que operan las lanchas que viajan desde y hacia Guayaquil; y la Cooperativa de Servicios Palmera Santay, quienes realizan la guianza y recorrido a través de la isla. El costo de este servicio es de $12 para adultos y $6 para niños. 56 familias viven en la isla, muchas de ellas se están capacitando en turismo.
“Estamos tan concentrados en esta alocada ciudad que nos olvidamos que a pocos metros existe un mundo de fantasía, una isla con una historia detrás. Es como si Santay estuviera allí, pero perdida porque la olvidamos”. Y tal vez es mejor así. Para el tiempo un rato y adentrarse en una aventura, lejos de los ruidos auditivos y visuales. Lejos de las realidades. Devolverle a uno mismo el placer de jugar a estar en un mundo distinto.
Kristel Freire