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@caleidoscopica

Son las 15:15 de un jueves bastante nublado en Guayaquil. Marcos Izurieta, de tez oscura y pelo rizado, está sentado en una banca de la Plaza San Francisco mirando inexpresivamente a las palomas. Ellas caminan en grupo cerca de sus pies, sacando su pecho inflado y desnudo. En el suyo, en cambio, cuelga una pequeña cámara Nikon. Un hombre se le acerca.

–         ¿A cuánto las fotos tamaño carné? Quiero cuatro.

–         Salen ocho en la plancha.

–         Pero yo sólo quiero cuatro.

–         Salen ocho en la plancha.

El hombre hace una mueca.

–         ¿Y cuánto cuestan?

–         Tres dólar.

El hombre se toca el bolsillo, hace un gesto fastidiado nuevamente y acepta. Caminan hacia una pared blanca de un edificio que queda junto a la plaza. El hombre se acomoda frente a la pared y practica una sonrisa.

Marcos saca de su bolsillo una segunda cámara. Es una Sony pequeña de color celeste. “De 16 megapixeles”. (“Es que la Nikon está dañada, pero ya sabe, si a uno no le ven una buena cámara, no se acercan”, me confesó después).

Toma unas cuantas fotos y luego camina con el hombre hacia el filo de la pileta que hay en la plaza. Ahí, hay un bolso negro que contiene una pequeña impresora, junto a un viejo álbum de fotos. Saca la tarjeta de memoria e imprime las fotos en el momento; el hombre se va contento.

Le pregunto a Marcos si se acuerda de mí. Dice que sí, pero sospecho que miente. En el 2010, mientras paseaba con mi cámara por el centro de Guayaquil, le tomé una foto; él se olvidó de mí pero yo no olvidé de cómo sonrióen esa ocasión.

Le digo que ha bajado de peso. Él suspira.  “Mi vida es un cantar de muchas alegrías pero también de muchas tristezas”.

 

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Nos sentamos junto a sus instrumentos de trabajo. Mientras se escucha un“apretadito ay ay… con el negrito de la salsa” a lo lejos, le cuento un poco de mi vida y él a mí de la suya. Aunque yo ya lo había visto algunas veces fotografiando a muchas personas en la plaza, mientras camino cerca de mi lugar de mi trabajo, quizás a tomar un café o a fumar un cigarrillo.

Antes de decidir hacer de la fotografía su sustento de vida, Marcos era “vendedor profesional”. Vendía desde línea blanca hasta productos químicos a diversos clientes en la ciudad. El negocio empezó a ir mal y, hace unos 20 años, un tío le aconsejó que se dedicara a tomar fotos. Intentó, pero “al principio fue durísimo porque no sabía cómo funcionaba ese aparato”. Pero aprendió.

Trabajó como fotógrafo turístico en lanchas de la Armada. Luego fue “fotógrafo de Barney y Winnie Pooh”. Hasta que, hace unos ocho años, a los dos hombres metidos dentro de trajes gigantes con olor a pezuña, les dejaron de salir contratos en fiestas infantiles y Marcos se vio obligado a buscar otro trabajo. Se unió con otros cinco colegas para pedir permiso a la Municipalidad para trabajar en la Plaza San Francisco, ya que era un lugar turístico. Desde ese día, trabaja ahí, repitiendo su frase: “Venga le tomo la foto” (“…con la futura madre de sus hijos”, si es que es una pareja).

De ese grupo de cinco, uno se fue a Canadá, otro se retiró por problemas y el otro “se extinguió”, cuenta Marcos. Hoy sólo quedan dos: él, que trabaja de 9:00 a 18:00; y Francisco Martínez, que va a la plaza sólo por las noches. Aunque a veces, él también cachuelea por las noches. Se va a la zona rosa a tomar fotos fuera de las discotecas. “Pero el trabajo no es fácil”. Ya le han robado cinco veces, “por ser muy confiado”. Además, a pesar de que tiene el permiso para trabajar en el lugar, no lo tiene para hacerlo con su trípode. Y eso le dificulta el trabajo.

Pero igual él sigue. Marcos ha capturado con su cámara a parejas, niños, familias completas,  recién casados fuera de la Iglesia San Francisco, madres con sus hijos, guayaquileños, extranjeros, mujeres embarazadas… Dice que ha fotografiado “a más de medio Guayaquil; desde reinas de belleza, hasta alcaldes y vicealcaldes”. Pero hay un personaje del que se siente orgulloso: Rafael Correa. “Un día yo le tomé una foto y le dije que él tenía madera de presidente. Y mire ahora, no me equivoqué”. Pero la foto se le perdió, nunca la encontró entre sus archivos. “Si yo tuviera esa foto, no estaría aquí”.

Le pregunto cuántos años tiene.

–         Dígame usted cuántos cree que tengo.

–         La verdad soy muy mala para calcular.

–        Está bien, le digo, pero no me va a creer, porque yo me conservo con mucha medicina natural preventiva, por eso me veo más joven. Tengo 50 años.

–         Wow, parece menor.

–         Ya sé, es que la medicina natural es todo. A mi mamá que está viejita hasta el anzaimer le estoy curando.

–         ¿El Alzheimer?

–         Sí, el anzaimer le estoy curando. Está como nueva.

Dice que si la fotografía no le alcanza, se va a dedicar a la medicina natural. Porque con las fotos, que vende en USD 3 y dos por USD 5, a veces no es suficiente para vivir. “Pero no importa a usted le puedo tomar una y se la puedo regalar”, me dice.

 

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Thalie Ponce