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@MonaOjedaF

Erotismo, pornografía, perversión: la tríada eterna. No hay forma de hablar de una sin remitirnos a la otra. Aunque hay quienes sostienen que existe una escisión entre erotismo y pornografía  —dicen que la primera trata de lo sublime en el sexo mientras que la segunda de lo telúrico, de lo tangible, de lo no-literario [¿qué es lo no-literario del sexo?], lo cierto es que es difícil delimitar lo erótico de lo pornográfico porque ambos términos abordan lo transgresor, lo oculto en el deseo, y quizás lo único que los separa, como agua y aceite, en el imaginario colectivo es su nivel de relación con las palabras “perversión”, “abyección” y “obscenidad”.

Si admitimos que la literatura erótica —entiendo que dentro de ella puede haber espacio para lo pornográfico— es una literatura periférica y ex-céntrica, en tanto que trata temas escabrosos, tabúes, que son socialmente inadecuados para estar en el centro de un escenario público y que, durante años, ha sido censurada y no elevada al estatus de “producto literario”[1], entonces estaremos de acuerdo que la literatura erótica escrita por mujeres es la periferia de la periferia.

Y si hablamos, además, de literatura erótica escrita por mujeres latinoamericanas, nos estamos adentrando en uno de los tantos espacios del terreno de la subalternidad.[2]

La educación sentimental de la señorita Sonia (1979) de Susana Constante, La nave de los locos (1984) de Cristina Peri Rossi, Amatista (1989) de Alicia Steimberg y Dos iguales (2007) de Cintia Moscovich son cuatro novelas —tres de ellas publicadas en Tusquets, colección La sonrisa vertical— que dentro del erotismo exploran lo perverso, lo abyecto, lo obsceno y juegan con los parámetros heteronormativos para plantear una sexualidad transgresora, reflexiva, que llega incluso a romper moldes identitarios preestablecidos.

A partir de los años 70 la literatura femenina latinoamericana empezó una interesante indagación en nuevas identidades, identidades flexibles y, por lo tanto, subalternas. La educación sentimental de la señorita Sonia, aparentemente fiel al canon, trata la historia de una joven y sus aventuras sexuales. Susana Constante introduce situaciones tabúes como el incesto y ménages à trois, aunque probablemente lo más interesante a nivel literario sean sus alusiones a lo que Bataille llama en El erotismo la discontinuidad, esa condición del individuo que busca anular, al menos por un momento, en el acto sexual.

…se las arregló para sacar el miembro y empezó a acariciarlo y moverlo experimentando un placer que lo ahogaba y enceguecía y anulaba, pero del cual surgía —sin embargo— la corteza profunda de su existencia real.

El sexo no está aquí supeditado al mundo sentimental y amoroso, y el mundo sentimental y amoroso no está por encima de lo sexual; el amor físico se convierte en la única forma de saciar el deseo, y el amor espiritual no es más que el fantasma de las ansias del cuerpo. La transgresión en esta novela se presenta a modo de rotura de la prohibición, de la violentación de la norma para adentrarse en lo que el mundo de la parafilia, palabra psiquiátrica que vino a reemplazar a lo que antes era denominado “perversión”.

En La nave de los locos, Cristina Peri Rossi también echa mano a las parafilias: la graofilia y la pedofilia. También, a través del relato bíblico, construye una crítica al falocentrismo y a la mirada que este poder construye sobre lo femenino. Una de las escenas más memorables de esta novela —exquisitamente escrita, sin un solo punto hasta el final— es la del encuentro sexual entre Marlene Dietrich y Dolores del Río frente a un público anhelante:

Dolores avanzaba, reptando como un animal húmedo y obsceno, luces blancas sobre las piernas de Marlene inundadas por los brazos oscuros de Dolores, la boca lanza su lengua, víbora veloz y agitada, la lengua (pintada de rojo, para que sea visible aún a la distancia) comienza su lenta, minuciosa succión, raspa el costado de las piernas, escala la rodilla, se precipita en los muslos, a veces da unos pasos hacia atrás (seguramente regada), Marlene voltea la cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, ahora el contorno del pubis, Dolores deja oír una larga y vigorosa chupada que ahueca el aire, el ruido es repetido por parte del público, luz azul sobre los vellos del pubis, bosque dorado, la lengua da unos picotazos cortos y agudos, entra y sale de su estuche lanzando saliva, pica y regresa, avanza y retrocede, muerde, la lengua araña, a veces se yergue con algunos pelos en las fauces como el león que devora a su presa, los enseña al público…

Las comparaciones con la serpiente, ese reptil tan cargado de historia y de connotaciones, entrando y saliendo del sexo de Marlene frente al público crea una imagen poderosa. De la misma manera Alicia Steimberg en Amatista dota de sexualidad a Amatista y Mariolina, dos pre-adolescentes que experimentan la una con la otra, tocándose y metiendo en sus juegos a primos y amigos. En la novela, que es en realidad —a lo Scheherezade— una larga historia contada por una mujer que entrena a un hombre a dilatar el momento de su eyaculación, no sólo narra encuentros sexuales entre Amatista con hombres y mujeres, sino que, además, contiene varias alusiones a lo animal como representación sexual: “—Sueño que hago el amor con un cisne— continuó Pierre—. Es un cisne blanco, muy grande. Penetrarlo es como penetrar a una mujer.”; “—Venga, doctor. Imaginemos que somos cabras. Yo la cabra y usted el macho cabrío. Yo en cuatro patas y usted de rodillas detrás de mí”. También juega con la idea del lenguaje como elemento erótico, o de representación de lo erótico, y con ironía plantea la dificultad de encontrar la palabra adecuada para expresar la experiencia sexual: “—Señora, debo confesarle que ya estoy erecto. —Y yo bien lubricada, doctor; disculpe el vocabulario de taller.”; “—No hace falta decir más sobre la desaconsejable práctica de usar localismos para referirse a las cosas sexuales.”; “—Mucho me temo que no, señora. He oído y leído ‘sostén’ con el mismo significado, no sé si en España o en Latinoamérica.”; “Sólo podemos hablar en español universal”.

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Dos iguales de Cintia Moscovich trata el tema de la prohibición y las categorías identitarias. La protagonista se enamora de su mejor amiga Aninha y, frente a la confusión que le provoca amara a una mujer, se defiende de la identidad con la que el mundo quiere definirla: “Lesbiana. Me miraba al espejo y yo no veía ahí a una lesbiana.” La relación entre la muerte, la sexualidad, la represión social, la normatividad y las heridas que provoca en la narradora puede remitirnos a Bataille:

El conocimiento del erotismo, o de la religión, requiere una experiencia personal, igual y contradictoria, de lo prohibido y de la transgresión (…) La experiencia interior del erotismo requiere de quien la realiza una sensibilidad no menor a la angustia que funda lo prohibido, que al deseo que lleva a infringir la prohibición. Esta es la sensibilidad religiosa, que vincula siempre estrechamente el deseo con el pavor, el placer intenso con la angustia.[3]

He seleccionado estas cuatro novelas porque me servían para, desde distintos puntos escriturales, abordar facetas de la literatura erótica que tienen un transfondo filosófico en tanto que buscan repensar las categorías identitarias establecidas, reflexionar sobre el lenguaje, la descripción que hacemos de la sexualidad y ahondar en lo oscuro, en lo perverso, en lo abyecto, con el fin de encontrar en el terreno de lo prohibido, de lo socialmente vituperable, un arma contra el deber-ser de la sexualidad políticamente correcta. La cuestión de si hay o no una posición en este tipo de literatura erótica escrita por mujeres, es decir, una escritura transgresora de mujer[4], con todo lo que ello implica que es el cuerpo, la experiencia colectiva de la violencia de género, la discriminación, la subversión contra determinado orden de cosas, la conformación de un discurso de minoría —porque la presencia literaria de escritoras y de sus obras en los currículos, es decir, en el canon, es inferior a la masculina—, queda abierta.


[1] Aún ahora la denostación que recibe la literatura erótica, especialmente la que se escapa de los marcos normativos de la sexualidad, se presenta en la insistencia de diferenciar una literatura del eros y una no-literatura del porno: la primera se encarga del tratamiento literario de la sexualidad, y la segunda de la muestra perversa y abyecta de ésta.

 

[2] No sería la primera vez que se intenta definir una “escritura femenina” a través del eros, como si el tratamiento de lo erótico fuera intrínsecamente una temática exclusiva de “la mujer”, visión patriarcal que erotiza la construcción del género femenino. Autoras que abordan el tema de la “escritura femenina” desde una perspectiva mucho más amplia: Elaine Showalter,  Adrienne Rich, Elodia Xavier, Biruté Ciplijauskaité, Isabel Magalhaes, María Consuelo Campos, Luiza Lobo, Adelaida Martínez.

[3] Georges Bataille, El erotismo.

[4] Nótese que digo “de mujer” y no digo “femenina”, término que invoca la idea de un género con características históricamente asignadas que, además, establecen un deber-ser que algunas de las autoras anteriormente mencionadas rechazan en sus obras.

 

Mónica Ojeda