Imagínense este escenario. Un señor de ojos claros, sesentón y con lentes, espera su turno en la fila del supermercado junto con su sobrina. De pronto, aparece una mujer que intenta pasarse de viva y se le cuela. El tipo reclama. Ella, lejos de disculparse, responde altanera. El señor podría haberla ignorado y empezado a poner sus compras tranquilamente sobre la faja, pero la mostaza (no la de sachet, sino la del hígado) ya se le había subido y no había marcha atrás. ¿Quién no ha sido presa alguna vez de un arrebato en el que la sangre se vuelve rabia pura? El hombre empieza a insultar a la mujer: “chola de mierda… este es un país lleno de indígenas, por eso no avanza…” ¡Qué frágil es nuestra corteza de respeto por el otro! Esa fantasía que muchos tenemos sobre nosotros mismos de que no somos prejuiciosos; endeble construcción que se derrumba ante el mínimo estímulo, como una mujer irrespetuosa, a quien en este caso, en vez de propinarle un grito equivalente a su mala acción -como sinvergüenza o conchuda, el hombre le suelta el cliché completo. Y es que para muchos, una persona de piel oscura y clase social de media para abajo, haga lo que haga, diga lo que diga, primero es chola de mierda.
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La pelea sigue, los gritos escalan y llegan a oídos de la hija de la mujer, que corre hacia el avispero. Y entra con todo. Le lanza una cachetada al hombre, que ya tenía su monstruo despierto y una revista en la mano, así que él le cae a revistazos a la joven, pero además la patea. Si la pelea hubiera sido en un ring de box y yo una de las jueces, diría que la chica conectó una cachetada y media y el hombre tres buenos revistazos y un patadón. Ganador indiscutible. Finalmente aparece un guardia, separa a los pegalones y escolta al hombre y su familia al estacionamiento. Todo podría haber terminado ahí, pero la chica los sigue y provoca un nuevo enfrentamiento, esta vez con la sobrina. Algunas personas intentan separarlas, y es ahí cuando el hombre aprovecha para volver a patear a quien considera su agresora primigenia, la hija de la señora que pretendió colársele en la fila del supermercado. Finalmente, llegan los agentes de seguridad y rompen la pelea. Unos se quedan con la madre y su hija. Otros acompañan al hombre y su sobrina a casa, la residencia del Excelentísimo Embajador del Ecuador en el Perú.
Nadie, salvo los desafortunados a quienes les tocó presenciar el incidente, tendría por qué haberse enterado de lo que ocurrió. En circunstancias comunes, las mujeres habrían denunciado y seguramente enjuiciado al hombre por pegarles. Él podría haber hecho lo mismo. Pero Rodrigo Riofrío tiene inmunidad diplomática y un gobierno que lo respalda.
Lo que les he contado hasta ahora, a pesar de estar corroborado por videos y declaraciones de testigos, está sujeto a dudas (hay incluso quienes aseguran que la pelea empezó en el mostrador de los embutidos), conjeturas, cuestionamientos, estallidos de nacionalismo, de feminismo y manifestaciones de frenesí patriotero. Yo tengo una opinión basada en mis investigaciones y reflexiones. Vivo en Lima y he tenido acceso a más información que mis compatriotas ecuatorianos, y no, no toda la prensa peruana es amarillista y mercantilista, como afirma el Presidente Correa. Aquí hay una gran diversidad de medios y periodistas, algunos bastante serios.
La joven agredió primero a Riofrío y luego lo siguió hasta el estacionamiento para seguir peleando. No es ninguna víctima; de hecho, madre e hija fueron terriblemente agresivas, pero eso no justifica que el Embajador las haya provocado y maltratado, tanto verbal como físicamente. Pésimo que la chica le haya pegado; peor que él le haya pegado a ella. Sí, opino que es peor que un hombre le pegue a una mujer. Lo admito. Debe ser por una dosis de machismo endémico; creo en esa cursilería de que “a la mujer, ni con el pétalo de una rosa”. Pero también, aunque esto parezca contradictorio, por mis ideas feministas. Y es que, históricamente, en la sociedad patriarcal, a las mujeres se las ha sometido a punta de golpes. Con violencia, nos han empujado y obligado a desempeñar el rol de súbditas y ciudadanas de segunda categoría. Ahora no es cuando vamos a retroceder para ceder un ápice del terreno ganado en la lucha por nuestros derechos humanos. Ni un milímetro.
Deploro la actitud de Riofrío. Si un diplomático de carrera pierde el control y se comporta así en la vía pública de un país donde cumple una labor de representación, ¿Qué podemos esperar de un ciudadano común sin preparación alguna? Pero más aún, deploro la defensa obtusa del Presidente Correa a su embajador, aduciendo que cree en su inocencia porque actuó en “legítima defensa”. ¡Como si su vida hubiera estado en peligro! El mensaje del Presidente es inequívoco: Hombre ecuatoriano, si una mujer histérica se te viene encima, pégale. No importa que antes hayas insultado a su mamá; se lo merecía por malcriada. ¡Cómo se atreve esa chola de mierda a faltarte el respeto! ¿Y ahora la hija te viene a cachetear? Cuánta injusticia. Patéala nomás.
Irresponsable actitud la del Presidente. Pregunten en el CEPAM, y a quienes trabajan con casos de violencia de género, qué criterio aplican los maltratadores de mujeres cuando actúan en “legítima defensa”.
Hay, además, otro ingrediente que le da un giro alarmante a esta historia: la inmunidad diplomática. Cuando era adolescente y vivía en Washington, fui pasajera en el auto del hijo de un embajador que manejaba borracho y atropelló a un profesor. La prepotencia de mi entonces amigo y la impotencia de la policía que luego nos detuvo me dejaron un mal sabor. Quedó claro que los diplomáticos se rigen por reglas distintas a las del resto de los mortales.
La concesión de privilegios e inmunidades a los enviados se formalizó como práctica en la antigua Grecia y se codificó luego en la Convención de Viena sobre las Relaciones Diplomáticas de 1961. Los países que se han adherido consideran que esas normas “contribuyen al desarrollo de las relaciones amistosas entre las naciones, prescindiendo de sus diferencias de régimen constitucional y social”. Así dice el texto. “No se conceden en beneficio de las personas, sino con el fin de garantizar el desempeño eficaz de las funciones de las misiones diplomáticas en calidad de representantes de los Estados”. ¿Qué quiere decir eso? Entre otras cosas, que los diplomáticos no responden a la justicia del país donde han sido enviados. Todo se maneja a nivel de Estado. Si un diplomático comete un delito grave, el país que lo acoge puede declararlo “persona non grata” y regresarlo al suyo, donde probablemente nunca pagará lo que ha hecho. Si les interesa informarse más sobre este tema, recomiendo dos artículos que reportan crímenes cometidos sistemáticamente por diplomáticos, como tráfico humano, violaciones sexuales y estafas. El primero fue publicado en 2007 por Mareke Aden y Petra Bornhoft en la revista alemana Der Spiegel y el segundo en 2010 por Kirsty Walker en el Daily Mail.
Pero volvamos a nuestro lío, que gracias al ingrediente diplomacia pasó de riña en supermercado a conflicto internacional. Cualquiera que ignore lo que sucedió realmente entre Riofrío y las señoras Castro (así se apellidan las peruanas), y no entienda lo que significa tener inmunidad diplomática, estaría, igual que el Presidente Correa en la sabatina, furioso con ellas, con el gobierno del Perú y, sobre todo, con la prensa de ese país que ha satanizado al pobre Rodrigo Riofrío, un profesional a carta cabal, un anciano indefenso perseguido por hienas, una víctima inocente a quien no se debe sacrificar.
No nos confundamos, queridos lectores. La verdadera pelea se dio y se sigue dando en condiciones desiguales, pero a favor del embajador. Olvidémonos por un momento de quién pegó primero, o cuántas patadas, cachetadas o revistazos se cruzaron. Habría bastado una llamada de Riofrío para que su personal de seguridad neutralice a las dos mujeres, mientras el chofer lo regresaba sano y salvo a su palacete, sin que ellas pudieran hacer absolutamente nada. Nunca lo podrán demandar judicialmente, como debería ser su derecho. Todo este circo terminará, eventualmente, con el embajador arropado por el Estado al que representa, en otro país, disfrutando de su inmunidad.
Susana Pareja