Tener, como lugar de trabajo, una guarida: es privilegio que siempre he admirado y envidiado de los conserjes. Ahora, mi deber es convencerles de que ningún lóbrego armario de conserje será completo si no dispone del Calendario Altamirano encima de esa mesita pequeña que pelea por ese limitado espacio, o en su defecto (y sobre todo si el conserje no trabaja en la ESPOL) un calendario similar, cuyas primordiales características procuraré exponer en esta ensayo.
El Calendario Altamirano nace de la necesidad percibida de «hacer publicidad» para apoyar la candidatura de un aspirante a la dignidad de Rector de la Universidad (o en su defecto, cualquier dignidad de cualquier institución), por la vía de la Imagen, es decir, intenta que la imagen del candidato pase a formar parte de nuestro entorno cotidiano, con la esperanza de que tal familiaridad facilite nuestra decisión de votar por el candidato de marras. Ahora, punto importante es que el personaje que se nos propone no debe ser en absoluto fotogénico, ni atractivo, ni posea unos grandes y suculentos senos, ni unos cabellos largos, lustrosos y ondulados, ni esté reclinado sobre un enorme globo de vinilo en pose seductor y pecaminoso, ni sepa tocar la armónica; si poseyera estas características, no tendríamos un Calendario Altamirano, sino otro tipo de calendario muy distinto. Para que el objeto sea un auténtico Calendario Altamirano, el personaje debe, de preferencia, ser de estatura mediana tirando a bajito, un poco regordete pero sin voluptuosidades, algo entrado en años, con cara de funcionario cansado o de eterno lugarteniente, resignado, algo tristón, pero con un imprescindible deje de tozudez. La cuadratura de su cinturón debe ser, asimismo, elocuente sobre su condición intelectual de ingeniero, y, desde luego, su traje debe de lucírsele grandote e impecable, en un color que discurra larga y persuasivamente sobre unos excepcionales dotes administrativos, de visión estratégica y de indómito liderazgo.
Ahora, otro punto importante es que el calendario debe manifestar el siguiente error elemental de diseño. En lugar de mostrarnos una sola fotografía del candidato, cumpliendo así con la necesidad de familiarizarnos con su imagen, fotografía que fuera siempre visible a medida que pasen los meses del año, el atropellado equipo publicitario del candidato habrá optado por dotar el calendario de una fotografía distinta para cada mes, lo cual evidentemente obliga a multiplicar «imágenes» del candidato, donde uno busca en vano alguna conexión simbólica entre el contenido de la fotografía y el mes del año para el cual ha sido seleccionada. En los meses vacacionales, el Dr Armando Altamirano no aparecerá en bañador y toalla; no vestirá colores otoñales en septiembre, ni siquiera aparecerá en enero con un impúdico grillo posando sobre su cabeza, lo que hubiera sido una fina referencia de costumbrismo local (aunque el usuario-conserje dispone de la opción de dibujar ese insecto notablemente ausente, como parte de ese trabajo de mejoramiento y retoque al cual este tipo de producción secularmente nos invita). En lugar de eso, el contenido del calendario parecerá descansar sobre la absoluta certeza de que los usuarios a los que ha sido destinado (secretarias, administradores, conserjes, profesores, «amigos de»), anhelarán la llegada de cada nuevo mes del 2013 simplemente por el placer de volver a ver al mismo Doctor Altamirano en un nuevo y distinto entorno. Iba a decir «entorno y postura», pero un rápido y tramposo adelantamiento de fecha pronto nos desengaña sobre esta posibilidad. Hubiera sido bonito si para cada mes el Doctor Altamirano levantara una pata diferente (aunque tal vez esto requeriría un esqueleto menos humanoide del que nos muestra), o adoptara una nueva y variada pose de superhéroe de cómic, o por lo menos nos deleitara con una nueva y sorpresiva expresión facial. Nada de esto. El auténtico Calendario Altamirano mostrará al personaje en un lugar diferente cada mes, pero siempre con la misma pose, exactamente, y con la misma cara, exactamente.
El efecto psicológico de esto dependerá de los gustos e inquietudes personales de cada cual. A algunos, tal vez, les recuerde alguna película de misterio en la que un fotógrafo se asombra al revelar una serie de fotos donde aparece, superpuesta, una idéntica imagen fantasmal. Otros, en cambio, se fijarán más en esas personas que en cada fotografía le sirven de acompañamiento al candidato, y cuya variación pone pretexto, tal vez, al concepto mismo del calendario. El Doctor Candidato aparece, ora con las secretarias de la FIEC, ora con las del Rectorado, ora con las de EDCOM, ora con alguna otra dignidad de la institución que mi defectuosa memoria me impide identificar aquí. Lo que cuenta, en todo caso, loaltamiranesco de toda la vaina, en resumen, es que la fotografía no mostrará ni complicidad, ni entendimiento, ni calor humano compartido, en ninguna de estas fotografías. Lo que nos mostrará, según la hora del día en que fueron tomadas, es la leve y disimulada contrariedad de un personal femenino uniformado impedido por la tal exigencia protocolaria de terminar de maquillarse, o de tomar el café, o la barra de granola; o bien, esas entrañables arrugas en el regazo de sendas faldas nos susurra que alguna ya está deseando acabar con el turno de la tarde; en cuanto al Doctor Candidato, el rostro de las (y los) asistentes guarda absoluta reserva sobre su opinión del mismo; de hecho, miran la cámara con el mismo tímido conato de sonrisa forzada como si no tuvieran ningún Doctor Candidato al lado, lo cual acrecienta esa extraña sensación de que el tal Altamirano es un fantasma invisible para los ojos de los asistentes, una presencia oscura y hambrienta constituida por algún material ectoplásmico, o un accesorio hecho de cartón piedra, como aquellas sonrientes bellezas rubias que a veces nos dan la bienvenida en las farmacias.
Voy a añadir un último requisito, para todos aquellos lectores que estén pensando en la posibilidad de ir armando su propio Calendario Altamirano en el futuro. A estas alturas del artículo, habrá quedado evidente, espero, que la atracción del Calendario Altamirano para mí, como en muchos casos similares, es esa distancia palpable entre intención y realización, algo imposible (como en la mejor tradición mística) de conseguir «queriendo»: y si hablo de esta seducción de lo malogrado, no es en absoluto con la finalidad de burlarme del propio Doctor Ex candidato, a quien no conozco, y de cuya posible idoneidad para el cargo de Rector de la ESPOL nunca tuve ninguna opinión formada (ni siquiera llegué a votar: mis responsabilidades laborales simplemente no me dieron tiempo para familiarizarme con ninguna propuesta electoral, aunque la ubicación de mi aula me permitió aprender de memoria los «jingles» y canciones de los aspirantes en aquella campaña). No responsabilizo al Doctor Altamirano de que no haya prosperado su candidatura para Rector, ni del detalle del Calendario: habrá tenido, supongo, su equipo publicitario encargado de estas cosas, como cada uno de sus rivales. Lo que sí quiero constatar es que el Calendario no habría sido el mismo si el Doctor Altamirano hubiese ganado esas elecciones. Físicamente, sí. Pero el Calendario de un ganador sencillamente no puede ser visto de la misma manera nostálgica y elegíaca que uno de un perdedor. Si el Doctor Altamirano fuese ahora rector de la ESPOL, el calendario hubiera sido, con todo, pieza de una exitosa estrategia de captación de votos. No hubiera revestido ni el patetismo, ni la ternura, ni el mismo aspecto pintoresco, ni la misma carga filosófica oculta que ahora tiene, al menos para mí. Hubiera sido, sencillamente, otro aburrido truco publicitario de otro aburrido vencedor.
Y es que tal vez, adonde voy con esto es simplemente hacia aquella vieja constatación de que para hacer temblar, basta con ser ganador, pero para hacer reír – cosa mucho más valiosa a la vez que difícil – uno tiene primero que perder; y que sin perdedores (categoría en que obviamente me incluyo, ya desde muy niño) nuestra especie hace mucho hubiera desmerecido definitivamente el calificativo de humana.
Ahora, si tornamos la vista hacia la última campaña electoral presidencial, olvidándonos de la de la ESPOL, vemos que los candidatos perdedores repitieron todos los errores del propio Altamirano, es decir, sobredimensionaron a unas personalidades muy poco elásticas, colocando a un hombre patético y feo donde las luces piden una joven belleza, o a una joven belleza donde el sentido común pide una inteligencia madura, hasta que se escuche el inevitable «pop». Esto, con una sola excepción, hacia la que las demás candidaturas convergieron lejanamente como a un inasequible ideal platónico: la candidatura de Correa, que encarnó como siempre ese saber hacer, ese toque de marketing sofisticado, ese olor a billete, que ineluctablemente pone en evidencia al resto, aunque al elector no le auxiliara en esto su propio sentido del ridículo.
Por eso, y por otras cosas, no hubo realmente lid electoral. A la campaña sólo le quedó una pequeña posibilidad de sorprendernos, que no aprovechó, y eso hubiera sido que uno de los candidatos, o de esos personajes públicos arrastrados por ella, saliera definitivamente del clóset y reconociera pública y francamente su condición de perdedor, no en lo coyuntural sino en lo esencial. Es lo único que hubiera podido darle la vuelta a esta horrenda situación de un país claustrofóbico en que todo el mundo ya es ganador, los unos porque son «pueblo» y por consiguiente, de inmaculada pureza moral y tan cargados de Derechos que apenas pueden levantarse del suelo, los otros porque ya se largaron al cielo, o sea, a Miami, los otros porque «mandan», indirectamente a través de esas ondas telepáticas que median entre la Voluntad Popular y el Palacio de Carondelet, los otros porque han tenido la sabiduría criolla de apoyar al equipo correcto, o bien, a falta de todo esto, porque con ayuda del Rincón del Vago (que ya es de todos), por lo menos son doctores y maestros e ingenieros y a buena honra. Razones para ser o sentirse ganador a nadie le faltará aquí en lo previsible, aunque algunos tengan que solazarse con haber ganado el concurso de Miss (o Míster) Injustamente Defraudada.
Es cuando uno se siente tentado a sacar de nuevo el Calendario Altamirano. Como cualquier calendario que se precie, como el maya, por ejemplo, resulta que nos sale equivocado a menos que se mire sub specie aeternitatis y sin tanta literalidad. Entonces, acierta.
Y es que nuestro fácil sentido de la ironía, y con él la fácil carcajada de la burla, derivados de un muy provinciano sentido del decoro o de ciertos decoros incumplidos, hilarantemente incumplidos, ocultan esa ironía mucho más grande que se cierne sobre todos nosotros, sobre todo los ganadores, en un espacio de tiempo más amplio, al ser incapaces de ver que también incumplimos hasta la muerte y en diverso grado con el destino que nos impone nuestra condición de seres pensantes y (sobre todo, en mi caso) sintientes, el de saber y poder adueñarnos de mucho más de una simple universidad, o de un simple país de tercera, o de un simple mundo ídem. En algunos casos, basta una mirada afuera para reconocer todo lo que los ganadores, por ganar, pierden: otro país que no fuera Ecuador difícilmente soportaría tanta mezquindad, tanta prepotencia, tanto maniqueísmo infantil, tanto odio gestionado como todo esto a lo que nos tiene acostumbrados la brillante y perfecta propaganda estatal local; mejor no preguntemos por qué acá esto sí vale y allá no, sería para no dejar de llorar, al percatarnos de todo lo que Ecuador pudo haber sido y no fue, por haberse contentado con una nueva clase política experta simplemente en no hacer el ridículo, en los limitados y endogámicos términos en que acá se concibe esa trampa.
Aquí faltan, pues, más perdedores: no de aquéllos que se creen íntimamente ganadores y se ponen incandescentes de rabia si alguien osa sugerir lo contrario, sino simples seres humanos capaces de reconocer errores, defectos y meteduras de pata propios, y de haber padecido convenientemente las consecuencias de los mismos, para poder con ello ganarse las simpatías de una población que intuyo harto ya de tanto moralismo, de tanto santurrón de cartón, de tantos buenos y malos, de tanto superhombre con licencia para tiranizar. A falta de perdedores, por ahora, tendremos que conformarnos con los pobres, esa categoría tan querida por los Lasso, los Bucarám, o los articulistas cualesquiera del Telégrafo: ese gran colectivo humano que, en rigor, no existe, pues todo lo que se diga de los pobres, aparte de que no son ricos, bastará que un pobre de verdad saque la cabeza para desmentirlo. Ustedes no sé, pero yo estoy harto de escuchar sobre los pobres, sin poder por ello reconocer en ninguna de esas descripciones moralizantes ninguna de mis propias y acuciantes miserias, que son legión. Al que quisiera ver ganar, como en las mejores películas de Hollywood, no es a un pobre, ¡disculpen!, sino a un perdedor como yo. Cuando se forme un Partido Perdedor, con ese nombre, votaré por él: hasta entonces, que los muertos entierren a sus muertos, y los calendarios a sus absolutamente intercambiables candidatos eternamente ganadores y eternamente irrelevantes.
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Aloysius Cakesniff-e