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@marocape

Hace unos años, cuatro aproximadamente, escribí un texto que se llamaba “El héroe es el dolor”. Cuando días atrás salía la noticia de la muerte de Cinthya Nivelo, la chica que murió luego del War Race, una competencia descrita como “de alto rendimiento”, no pude evitar pensar en aquel artículo. La teoría que planteaba en ese texto llegaba a niveles extremos esta vez. Alguien había muerto por practicar un tipo de deporte en el que el sufrimiento es parte natural de su concepto. El primer párrafo era este:

“Antes pensaba yo: si el sinónimo de éxito es el sacrificio y el dolor, quiero ser una fracasada. La imagen de un Jefferson Pérez desgranándose la vida –contrayéndose sus músculos, desplomándose embadurnado de oro- me molestaba profundamente: ése no debería ser un ejemplo para nadie, pensaba. ¿Cómo así hay que poner la vida en riesgo para conseguir un fin inútil y abstracto? Aunque en cierta forma todo es todo es inútil y abstracto. Sin embargo, la analogía del deporte con la vida me parece de lo más maniquea y falsa. Es un horror metaforizar de esa manera, darle carne y cuerpo a una representación errada”.

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Crédito: Rest Energy. Marina Abramovic. 1980.

No voy a entrar en el análisis de las causas particulares y orgánicas de la muerte de Cinthya, ni en todo lo relativo al tipo de competencia o deporte practicados. Me interesa ahondar en aquel concepto muy arraigado en nuestra condición socio-cultural que hoy más que nunca ha tomado fuerza en ciertas áreas del deporte: el sacrificio extremo para alcanzar una meta.

Quiero aclarar que no estoy en contra del deporte en lo absoluto y entiendo a la perfección el manoseado lema “mente sana en cuerpo sano”, lo que me niego a aceptar es que sigamos sumergidos en esa engañosa entelequia del sufrimiento terrenal como astringente de nuestros pecados (o errores, o de nuestro simple paso por la vida); y de ver al sacrificio y al dolor como caminos certeros para alcanzar el paraíso, es decir, lo que hoy llamamos éxito. Quisiera explicarme mejor, quizás para muchos no tenga nada que ver lo uno con lo otro, pero yo veo la clara analogía del esforzarse hasta desfallecer (practicando un deporte) con el triste mandato del “conseguirás el pan con el sudor de tu frente” o “los pobres tienen el cielo ganado”. Porque pobre ha sido durante siglos y siglos sinónimo de sufrimiento.

Mi artículo de por entonces, continuaba así:

“Ahora pienso quizás lo mismo, aunque no del todo. Me indignaba la postura de Pérez, de pensar que eso era lo que los otros querían ver, de presuponer la conciencia de un país. De etiquetarnos a todos como sedientos buscadores del suplicio. Pero lastimosamente lo somos y Pérez es tan solo un catalizador objetivo de eso. Él transformó el sufrir por sufrir –“porque así mismo es”- en el dolor con recompensa. Peor aún. Con eso alimentó –sin querer queriendo- un modelo de pensamiento y una idiosincrasia profunda y obstinada; una estructura colonizante, ajena, impuesta, adaptada y deformada dentro de un grupo humano sometido por la fuerza. Una estructura que sigue manteniéndose intacta dentro del espejismo del progreso”.

Pues sí, aunque nos suene a ligereza, esos conceptos nos los exportaron la Conquista y la Colonia y están tan arraigados en buena parte de la cultura occidental moderna, que casi son muletillas decir cosas como “todo sacrificio traerá una recompensa”. ¿O no? La iglesia se valió durante siglos del sufrimiento del pobre como un “bien” necesario. Eran Cristos dolientes ganándose el paraíso. Y sé que muchos me van a decir nuevamente ¿Y eso qué tiene que ver con los deportes extremos o de alto rendimiento? (porque ojo, estoy hablando de ese tipo de deportes, no de cualquier otro) Pues tiene que ver mucho. Finalmente se trata de conseguir el placer final sometiéndose a ciertas dosis de sufrimiento durante el camino.

Les recomiendo que algún día escuchen una conferencia de Iván Vallejo, el primer ecuatoriano en escalar el Everest SIN OXÍGENO, en la que cuente cómo fue su experiencia. Él también da charlas de superación personal haciendo la misma analogía del deporte con la vida: el sacrificio extremo para alcanzar el éxito. En este caso, Vallejo nos cuenta las veces que estuvo a punto de morir (a ratos es una narración algo gore) antes de llegar a la cima. Y no la pasó bonito, él lo acepta. Y el no tener oxígeno empeoró las cosas. Pero él lo decidió así, pues en el mundo del montañista no tiene valor prácticamente la hazaña de escalar una montaña con oxígeno. Porque claro, se valora más el poner al límite al organismo. En pocas, se valora el sufrimiento. Continuando con la narración de Vallejo, el hombre recién la pasó bonito cuando alcanzó la cima: su recompensa por tanto dolor.

En este sentido, cabe este párrafo del artículo que escribí hace cuatro años: “Es encumbrar el dolor y trasladarlo al plano épico dentro de una abstracción sin valor real, antes que generar una demagógica conciencia ejemplificadora. El “Si sufres, vas al cielo” ha sido reemplazado por el “si sufres, tendrás plata”.

Está tan sobrevalorado el concepto de sacrificio que hoy lo disfrazamos de las formas más insospechadas, muchas de ellas agarradas del sistema y su ritmo frenético. Y veo que ciertos deportes han agarrado esos conceptos, de forma inconsciente quizás, y los han convertido en metáforas malogradas de la vida. Es la única explicación que tengo cuando leo que Cinthya se sintió mal en un momento de la competencia, paró unos veinte minutos pero volvió a la contienda hasta desmayarse. Deduzco que lo hizo porque estaba tan inundada con la idea de no rendirse y de probarse a sí misma que sí puede, y que tiene toda la fuerza y el valor para alcanzar la meta, que no midió las señales que su cuerpo le estaba dando. Todo ello me recuerda a un comercial de cierta bebida hidratante y en general a los ecos mediáticos. Esos poderosos clichés derivados de conceptos manipulados pueden hacer mucho daño. Quizás Cinthya estuviese entre nosotros todavía si nuestro sentido común colectivo dijera: nuestro paso por la vida debe ser placentero y ninguna meta merece la pena desgarrarnos el cuerpo o el alma.

Rocío Carpio