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ADVERTENCIA: este texto contiene spoilers de Los ingrávidos de Valeria Luiselli y La broma infinita de David Foster Wallace.

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Crédito: SLA #4. Cady Noland. 1990

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Voy a hablar sobre fantasmas. Para ello tengo que pensar en lo transparente, en los dobles planos, en la no-presencia, que no es lo mismo que estar ausente; un fantasma no está ausente cuando se muestra ante otros, pero tampoco puede ser catalogado como una “presencia” porque no ocupa un lugar en el espacio, porque no es una cosa, porque no pesa, porque su forma de estar es no-estando, porque para obtener su carácter espectral debe, por definición, ser la imagen de algo que ya no está, ser la no-presencia de algo y, paradójicamente, en esa negación, constatar su propio estado-reflejo.

 

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Hay dos fantasmas que vienen de un tercer gran fantasma, el fantasma modelo de la literatura: el Rey Hamlet. Esos fantasmas derivados emergen en dos obras contemporáneas disímiles entre sí que yo he decidido unir, sin más, en este ensayo arbitrario, caótico y, debo admitir, poco riguroso; un ensayo que no sigue las normas de lo políticamente correcto en un texto sobre fantasmas literarios.

Porque, aunque parezca paranormal, los fantasmas también siguen protocolos.

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Esto no es un compendio de fantasmas: es una trinidad de espectros novelescos.

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“Nada ha afectado tanto a los fantasmas como la luz eléctrica”, dijo una vez Juan Villoro. La afirmación debe de ser cierta, pero no para los fantasmas de Valeria Luiselli, mexicana también, escritora también, cuyos fantasmas, menos hijos de los de Comala que de los del Mal de Montano, es decir, más hijos de la literatura misma que de sus lugares, no aparecen en la oscuridad sino a plena luz del día. Los ingrávidos, los llama. Y así mismo tituló su primera novela.

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Los ingrávidos es una novela compuesta por fragmentos, es decir, por retazos de recuerdos, reflexiones, y juegos narrativos que giran en torno a una voz elegante y sugerente, la de una escritora que recuerda sus años de editora en Nueva York, y a una voz poética, la de Gilberto Owen, que vivió en la misma ciudad en la década de los viente y que compartió sus aventuras literarias con Federico García Lorca.

A ella, la narradora, se le presenta el fantasma de Gilberto Owen, el narrador, en el metro. Se miran, se ven, en cuestión de microsegundos, como suele ocurrir en lugares vaporosos, lugares donde la mirada navega en la niebla. El fantasma, como en Hamlet, aparece para hacer una revelación, pero en la narrativa de nuestro siglo, en la construcción de Luiselli, el fantasma no puede entregar la revelación de forma explícita: tiene que encarnarla. Así mismo, Owen, el espectro, es la revelación que como fantasma de la tradición del Rey Hamlet tiene que entregar. La narradora escribe al narrador, el narrador escribe a la narradora. Tan fantasma es él como lo es ella.

“¿De qué es tu libro, mamá?, me pregunta el mediano.

Es una novela de fantasmas.”

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Los fantasmas literarios, hijos del fantasma del Rey Hamlet, se aparecen para revelar algo, a veces a los personajes, a veces a los lectores, a veces a la narración misma, al lenguaje mismo; para ser no-siendo, para dibujar una línea entre los vivos y los muertos, para representar a los que ya no están. Un fantasma es temporalidad: es pasado, pero también presente. Es tiempo; lo connota. Pero Owen es, además, espejo.

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Owen, y posiblemente la narradora, no son los únicos fantasmas en Los ingrávidos. También está Consincara, el espectro que se pasea en la casa de la narradora.

“El niño mediano dice que es el fantasma el que se acaba la reserva de la cisterna. Dice que es un fantasma que se murió de sed y que por eso se toma toda el agua de la casa.”

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Todos los fantasmas han muerto de algo y eso los convierte en aquello que transita por detrás de la última línea a cruzar, es decir, por lo desconocido (el campo minado). Son sabiduría tétrica.

La aparición del espectro nunca es peor que sus palabras,

las que develan

y anteceden al grito.

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No es ningún secreto que Wallace alude en varios puntos centrales de La broma infinita a Hamlet, que de cierta manera reescribe la obra en un tiempo y espacio esquizofrénico mucho más coherente con la sociedad americana de los noventa. Uno de esos puntos es la aparición de James O. Incandenza a un personaje de la novela, Don Gately, quien se encuentra herido de bala y narcotizado en un hospital. James, el Rey Hamlet de La broma infinita, no le revela a Gately ninguna verdad; más bien ambos sostienen una charla como la que tendrían dos sujetos que se encuentran en la barra de un bar. Sin embargo, el fantasma de James no es la excepción de los espectros literarios herederos del Rey Hamlet: aunque la revelación no se la hace a Gately, sí nos la entrega a nosotros, los lectores, quienes empezamos a comprender que él, en su condición de fantasma, puede entrar en las mentes de los personajes, introducir nuevos léxicos, manipularlos, y que es una especie de demiurgo, una representación del autor que escribe a los personajes.

“¿’Espectro’ significa como un fantasma, como muerte? ¿Se trata de un mensaje de abstinencia y muerte de algún Gran Poder? ¿Qué pasaría si se piensa y resulta que todo esto solo es un parlamento de su propia cabeza?”

Es, en efecto, un parlamento de la propia cabeza de Gately, ese lugar donde el fantasma de James puede salir y entrar a libertad e introducir palabras que a Don le son desconocidas porque:

“…un espectro no tenía voz sonora propia y debía usar la voz cerebral de un tercero si quería intentar comunicar algo; por esa razón, los pensamientos e ideas que provenían de un espectro siempre parecían ser propios y provenientes del propio cerebro, y eso sucedía cuando un espectro quería comunicarse contigo.”

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El fantasma del Rey Hamlet también insinúa la cuestión de la autoría, de la apropiación de las palabras:

“King: How fares our cousin Hamlet?

Hamlet: Excellent, i’ faith; of the chameleon’s dish: I eat the air, promise-crammed: you cannot feed capons so.

King: I have nothing with this answer, Hamlet; these words are not mine.

Hamlet: No, nor mine now.”

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Si los fantasmas de la tradición del Rey Hamlet traen consigo revelaciones porque vienen del más-allá donde pueden saberlo todo o casi todo, si es un asunto de conocimiento, de epifanía, si los espectros de Luiselli y de Wallace son metáforas, tropos subyugantes, de la misma esencia literaria que es la de decir algo que aporte un nuevo conocimiento, o una nueva forma de conocer, o una nueva forma de decir (buscar “la palabra diciente”), ¿no sería eso, de cierta manera, afirmar que los fantasmas de esta tradición son espectros de la filosofía?

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“No te trepes sobre los hombros de los fantasmas que es

ridículo caerse de trasero with music in your soul.”

Blanca Varela

 

Mónica Ojeda