Llegué a Boston a finales de Agosto de 2006 luego de vivir más de 25 años en Quito. No voy a decir que la ciudad me recibió con los brazos abiertos, porque mi llegada fue un evento insignificante, y apenas fue una gota en el mar de los cientos de miles de estudiantes estadounidenses y extranjeros que llegan a la que es una de las áreas urbanas de la unión con más universidades por milla cuadrada. Solamente conocía a una persona en el área: otra ecuatoriana que viajó con la misma beca y que me ofreció su sofá mientras yo trataba de buscar casa (tarea intimidante, por cierto, siendo Boston una de las ciudades más caras del país). Todo aquello, mezclado con la reputada frialdad de los yankees de estas latitudes hicieron mis primeros meses algo duros en términos de contacto humano. O sea, lo normal.
Pero tampoco voy a decir que la ciudad se interpuso en mi camino. Acceder a servicios resultó ser más fácil de lo que pensaba (¿referencias personales para una cuenta corriente? No, señor, solo su pasaporte, su contrato de arriendo y un dólar). No es una ciudad abrumadora como Nueva York, pues su tamaño es manejable y se precia de ser una Walking City por muy buenas razones y en más de un sentido, donde el Centro para la Educación Marxista y el bar People’s Republik están a minutos de Harvard, el viejo cementerio de Cambridge y el Museo de Ciencias y alguna charla de Chomsky.
Con el tiempo, también se extendió el círculo de amistades que cubre buena parte del globo: Italia, China, Pakistán, Vietnam, Rusia, Marruecos, Grecia, Nepal, India, Kenia… Hoy me siento como adoptado por la ciudad y la quiero como un hogar.
Tal vez sea por eso que cuando las bombas de la maratón se activaron la tarde del 15 de abril, me dolió tanto. O tal vez haya sido porque mi oficina está a 10 minutos de caminata de esa línea de meta en la plaza Copley y nunca había estado tan cerca de algo así. Traten de imaginar lugares de referencia que dan por sentados en su ciudad y por los cuales pasan regularmente, pero con el adicional de metralla, sangre, y que gente a la que conocen le pasó algo. Y preguntas. ¿Qué clase de persona hace esto durante un evento masivo y familiar? ¿Por qué aquí, donde hay jóvenes de todas partes del mundo? ¿Habrá más muertes? ¿Cuándo? ¿Qué hago ahora?
También vinieron destellos de perspectiva, pensando en como esto tan cercano es una anomalía mientras hay quienes tienen que vivir con bombas a su alrededor con mucha más frecuencia, y cómo a pesar de vivir en condiciones mucho peores, (si las fotos son legítimas) hubo gente en Siria que expresó apoyo como pudo.
Mucha tinta y aire corrieron ya sobre la fortaleza de la Boston y las historias de gente común, instituciones y empresas dando lo que podían para hacer más llevadera la lidia de estos eventos. Al respecto solo agregaré que no creo que en el pasado se me hubiese ocurrido caminar a la Cruz Roja para donar sangre a horas del atentado y que algo en ello debe tener que ver la ciudad. Durante la caminata aún pude ver gente saliendo del área de las explosiones, pasando las barricadas azules resguardadas por policías de ceños fruncidos. Luego de 30 minutos vi la fila en Cruz Roja, la recepcionista agradeciendo y enviando a la gente a casa: sangre había suficiente.
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El viernes fue una locura; más muertes y caos en Cambridge y Watertown provocaron que la ciudad desaparezca casi por completo y sea reemplazada por un conjunto de búnkeres domésticos donde sus ocupantes buscaban información de lo que sucedía fuera. O al menos ese fue el caso en mi casa. El encierro agregó más preguntas a las que habían surgido con la publicación de las fotos de sospechosos. Y con las preguntas vienen las respuestas, que eran tantas y variaban tanto en calidad, que durante el ejercicio de filtrar información no pude evitar pensar en el cliché de la fábrica de salchichas. Cada medio nos mostraba su molienda a partir de los retazos y cartílagos que salían a la luz, y los tecleos furiosos en los smartphones de los corresponsales frente a la cámara o micrófono (y eso sin contar las teorías conspiranoicas que nos advierten que todo es un teatro para subyugarnos bajo los judíos, musulmanes, los illuminati o quitarnos nuestras armas de fuego). Mi salchichería predilecta fue la estación de radio pública de Boston, WBUR.
La captura de Dzhokhar Tsarnaev, de 19 años, fue el clímax. Se sentía como si el día perdido hubiese servido de algo (cosa que aún está por verse). Ver en vivo cómo brigadas enteras de policías armados se enfrentaban a un muchacho peligroso también armado parecía argumento de película de verano. Casi es un desafío a la credulidad, pero las imágenes de los muertos, los amputados y la sangre te devuelven a la realidad.
Terminado el espectáculo, la gente salió a la calle a celebrar la captura y a desahogarse del encierro. Los estudiantes de la ciudad, todos con edades muy cercanas a las del Tsarnaev cantaban el himno nacional con fortissimo en the bombs bursting in air/gave proof to the night that our flag was still there, ondeaban banderas, hacían barras a U-S-A y a B-P-D y tenían minutos de silencio por las víctimas. Por momentos me sentí parte de esta escena agridulce.
Quizá lo más extraño de esta semana fue la rapidez con la que la ciudad ha puesto su cara de normalidad. Andar el sábado por el Boston Common no fue distinto a otras veces, excepto por la presencia policial y las banderas a media asta. La gente aprovechaba el clima de abril y el sol para jugar frisbee, andar en bicicleta o tenderse al césped. Salimos a comer con amigos por la noche y todo se sintió como en los viejos tiempos. Es casi como si Copley no siguiera cercada, y no hubiera gente trabajando tras bambalinas para entender por qué pasó todo esto, ni hubieran sucedido los cánticos y celebraciones de la noche anterior. Algo parecido hicimos entre el martes y el jueves: tratar de seguir con nuestras vidas. Debe ser nuestra forma de resistirnos a lo que esté por venir.