Hace un poco más de una semana, recibí una llamada de mi querido amigo Pablo Cozzaglio; uno de esos amigos medio intelectuales, del que siempre aprendes al menos una palabra rara cada vez que conversas con él. Con su llamada y después de un par de insultantes muestras de afecto mutuas –y que además son muy típicas del ecuatoriano–, me invitó a ser parte de este proyecto, del que siempre tuve muy buenas referencias, principalmente, por su frontalidad, y su irreverencia.

Su propuesta fue bastante interesante, y la acepté de una, ya que mi función será, desde ahora, tratar de contarles todo lo que se vive dentro de un estadio de fútbol, lugar en donde se dibuja el ecuatoriano y la ecuatorianidad de cuerpo entero.

Es que si hay algo que tengo muy claro, después de casi 20 años de asistir a los estadios de fútbol del Ecuador, es que ecuatoriano que se respete y que haya pasado por la universidad de la vida, hizo la mitad de la carrera en las gradas de los estadios. Ahí aprendes a darte de puñetes, a hacer respetar tu cancha, a putearles a los chapas, a descargar el estrés de la semana o simplemente a disfrutar de los placeres gastronómicos propios y únicos del estadios, como las empanadas de morocho, las guatas en tarrina o los sánduches de pernil; obviamente, con el vaso de cerveza con el que se bañan todos al momento de festejar el gol.

Actualmente, gracias a mi amada profesión de fotógrafo disfruto de los partidos desde el filo de la cancha; desde atrás del arco concretamente, y desde ese lugar trataré de hacerles saber con mis imágenes y uno que otro garabato, lo que se siente ver a tu selección de fútbol ganar con ese gol que sale desde las gradas. Con ese grito de aliento que, al menos a mí, hace poner la piel de gallina y que más de una vez me ha impedido hacer mi trabajo porque he estallado en llanto, en ese llanto que estoy seguro se va a repetir dentro de pocos meses cuando vea a la Tri clasificar por tercera vez a un mundial.

Esteban Yerovi