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@cjimenezDC

Reflexiones post-electorales de una venezolana con insomnio

Supongo, no sin un poco de arrogancia generacional, que todos los latinoamericanos conocen a Roberto Gómez Bolaños, a quienes muchos prefieren recordar como “Chespirito”. Si lo conocen a él, es porque conocen a sus personajes de televisión. De niña pasé horas frente a la pantalla viendo como el torpe “Chapulín Colorado” aparecía para salvar a quienes en algún momento de desesperación gritaban “¿y ahora quién podrá defendernos?”  hasta que el Chapulín lograba ayudarlos, no sin antes causar su propio caos. Confieso que en aquella época me gustaban más los personajes de Gómez Bolaños que los súper héroes “importados” como Súperman. He de aclarar que en esos tiempos nuestra decisión infantil no tenía nada que ver con el hecho de que Chespirito fuese latinoamericano y Súperman “un héroe del imperio”. A mí el Chapulín simplemente me parecía más simpático. Hace ya algunos años, mientras marchaba con algunas amigas para defender la libertad de expresión en una avenida de Caracas, y cuando tristemente me di cuenta que nuestra marcha probablemente tendría muy poco impacto en la situación del momento, se me ocurrió gritar “¿y ahora quien podrá defendernos?”. Se notó inmediatamente que llevaba tiempo sin vivir en Venezuela pues para mi gran sorpresa una de mis amigas replicó de forma contundente: “aquí ya no se invoca al Chapulín. Recuerda que se viste de rojo y tiene una ‘CH’ en el pecho”. Me tomó varios minutos comprender las razones tan sui generis que me daban para que yo no pudiera invocar a un personaje de la infancia pero cuando finalmente logré relacionar el color del partido en el poder y las iniciales presidenciales con el atuendo del Chapulín entonces mi única reacción fue pensar lo que ya llevaba mucho tiempo pensando, i.e. “este país está muy mal”.

Había ya olvidado ese episodio que en su momento me pareció anecdótico y un reflejo tragicómico de  cómo había cambiado una sociedad entera en una década. Lo volví a recordar hace varias semanas cuando leyendo  la prensa venezolana me encontré con las declaraciones de Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional y uno de los hombres más influyentes del circulo chavista. En un acto público, Cabello decidió comentarnos de una manera muy informal cual había sido el rol del presidente difunto ante la disfuncionalidad aparente de todos los grupos chavistas que hacen vida en el Partido Socialista de Venezuela (PSUV). Al respecto, cito textualmente a Cabello: “la oposición debió haber rezado mucho para que Chávez siguiera vivo porque él era el muro de contención de esas ideas locas que se nos ocurren a nosotros” Imagino que el “nosotros” de Cabello se refiere a los líderes principales de la revolución socialista. Cuando una de las figuras políticas más relevantes de la nación hace ese tipo de declaraciones con una naturalidad que preocupa al más optimista es difícil no querer invocar a alguien que pueda asegurarnos un poco de cordura. Tal parece entonces que efectivamente era el presidente Chávez quien no solo mantenía disciplina y unidad en su partido, sino quien también controlaba las ideas más radicales y experimentales de su grupo cercano. Frente a los resultados tan ahora controversiales del 14 de abril cabe preguntarse entonces: ante la ausencia física del presidente Chávez, ¿tendrá el ahora presidente electo, Nicolás Maduro, el poder para mantener la fracturada unidad del PSUV y además dar espacio a los cambios y ajustes necesarios dentro de su plan de gobierno que permitan remediar la crisis económica que vive Venezuela? Confieso que jamás pensé hacer esta pregunta pero ante el montón de “liderazgos desatados”, la mayoría de los cuales tiene un lenguaje sumamente violento, una arrogancia política incorregible y una radicalización ideológica sin ningún mínimo sustento intelectual ¿no extrañan ustedes al Presidente Chávez? En honor a la libertad de conciencia, que cada quien responda como le parezca.

De porque los mitos ganan, pero no gobiernan

He escrito en este otro artículo que la muerte del presidente Chávez dejó a Venezuela en la orfandad. Para sus seguidores, su muerte representó la muerte de un padre. Para sus adversarios, su desaparición física marcó el fin de una era en la que se “perdió un país”. Ambas pérdidas implicaban un comportamiento electoral determinado. La victoria de Nicolás Maduro no es necesariamente una sorpresa. Maduro era el sucesor elegido por Chávez para remplazarlo, y este último, al convertirse al momento de su muerte en un mito colectivo garantizaba –al menos en un principio-la continuación de su legado a través del candidato designado. La campaña de Maduro se centró justamente en reforzar de todas las maneras posibles el lazo indestructible “Chávez-Maduro”, exaltar la figura de Chávez como un nuevo libertador  y explotar el dolor colectivo generado por la muerte de Chávez para movilizar a la masa electoral. Capriles, quien por su parte intentó –casi con éxito- convencer a muchos chavistas de que votar por Maduro no equivalía a votar por Chávez, se constituyó en el líder indiscutible de la oposición al haber competido en una campaña desfavorable  desde el principio, no solo en términos del uso y abuso de recursos públicos no monitoreados por parte del presidente en ejercicio sino también porque la transformación de Chávez en mito había sellado la victoria oficialista desde el inicio.

Juan Carlos Monedero, tal vez uno de los intelectuales de izquierda más respetados por líderes del gobierno, afirmaba hace poco que con la muerte de Chávez en Venezuela “el tiempo del carisma se termina; empieza el tiempo de política”. [1] Al presidente electo le toca la monumental tarea de reactivar una economía en crisis, reducir uno de las peores tasas de criminalidad en el mundo, solucionar graves problemas de infraestructura e intentar reconstruir un tejido social resquebrajado por la polarización de los últimos años (si es que ese último elemento está en agenda, digo). El respaldo que le han los venezolanos dado a Maduro es un respaldo condicionado a que pueda mantener los beneficios que año tras año les ha otorgado la revolución bolivariana, y los resultados tan cerrados parecen indicar que no muchos confían en su capacidad para lograrlo.  Sin la conexión emocional y el carisma que ostentaba el difunto presidente con sus seguidores, es improbable que el pueblo chavista no reclame de manera colectiva y de forma mucho más contundente soluciones inmediatas ante la falta de respuestas a temas fundamentales como la escasez de alimentos y medicinas y las fallas del sistema eléctrico. Adicionalmente, la unidad interna del chavismo era mucho más necesaria en época electoral que una vez ganadas las elecciones. Le tocara entonces al nuevo presidente tener la destreza política  para manejar los diversos intereses de los grupos de poder al interno del partido y las distintas visiones de cómo solucionar los problemas más apremiantes. En pocas palabras, el mito lo llevó el poder, pero no hay ninguna garantía de que ese mismo mito lo mantenga.

Sobre quién podrá defendernos y el uno por ciento (¿o menos?)

Una victoria electoral implica, entre otras cosas, el reconocimiento de que la opción favorecida representa la opinión de la mayoría. Esto legitima a un nuevo presidente y a su plan de trabajo. No obstante, no puede olvidarse  que un sistema democrático es aquél que provee mecanismos para que distintas opiniones sean escuchadas y respetadas. La polarización política aumenta durante épocas electorales y deja huellas sociales difíciles de superar en poco tiempo. Las dos últimas contiendas han estado marcadas por discursos intolerantes y discriminación en ambos bandos.

Todo lo anterior es cierto cuando las victorias son contundentes, o al menos respetadas por todas las partes interesadas. La situación se complica cuando la diferencia entre los dos principales candidatos es de menos de un 1%. En contra de lo que auguraban la mayoría de las encuestas que otorgaban una cómoda ventaja al candidato del gobierno, los resultados preliminares indican que Nicolás Maduro obtuvo el 50,66% de los votos frente al 49,07% del candidato opositor con una participación de casi el 80%. Este resultado, lejos de legitimar al nuevo presidente electo lo pone en el incómodo lugar de reconocer no solo que perdió una cantidad de votos importantes con respecto a lo obtenido por el presidente Chávez en octubre del 2012 sino también a gobernar en un país en el que será tremendamente difícil hablar de una “mayoría” y en donde Henrique Capriles Radonsky se erige como el líder más promisorio y relevante de la oposición venezolana.

Al momento de terminar estas líneas Capriles Radonsky anunciaba que no reconocería los resultados sin auditorias. No es posible predecir con exactitud el escenario que esta solicitud pueda arrojar pero es bastante probable que los resultados ya anunciados se mantengan. Ahora, más que nunca, necesitamos sumar esfuerzos para defender los elementos claves de la democracia y movernos hacia los cambios necesarios. Para ello, debemos asegurarnos de continuar luchando de forma pacífica contra los abusos de poder de parte del gobierno pero también contra las divisiones políticas que debilitan al país en su conjunto. No necesitamos a un super héroe que nos defienda porque la defensa de los valores democráticos –a través de métodos también democráticos- está en nuestras manos y en esta “nueva mayoría” que hoy expresó su voluntad de forma clara.

¡Síganme los buenos!

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[1] El análisis complete de Juan Carlos Monedero puede encontrarse en https://www.cuartopoder.es/tribuna/venezuela-sin-chavez-politica-por-carisma/4080

 

Carolina Jiménez