Tenía diez años. Estaba en mi clase de Historia, en cuarto grado de primaria. Una ¿profesora? se esforzaba para que entendamos que los españoles conquistaron a los indios de América por razones católicas. Y que no teníamos nada que reprocharle a los ibéricos ya que se había cumplido “la voluntad de Dios”.
Supongo que en ese momento toda la clase, integrada por niños pendientes del timbre de recreo, le respondimos que bacán, que gracias por el dato y seguimos con lo nuestro: cazando hormigas o jugando piedra, papel o tijera.
Pero la voz de esa profesora se quedó incrustada en mí. Crecí y comprendí que lo que los españoles hicieron tenía un nombre: GENOCIDIO. Y que la religión fue una ingeniosa exclusa para justificar esa barbarie.
La misma excusa con la que me topo ahora, en el puñete del que fui testigo entre católicos y evangélicos. En nombre del amor –como bien dice @josemarialeonc-, en nombre de una religión, en nombre del respeto al prójimo, se odian.
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Justo pasaba por los alrededores de la iglesia San Francisco, en el centro de Guayaquil, en el momento en que arrancó la sacadera de madre. Todo lo grabé con mi celular. Confieso no ser un experto en grabar videos. Por eso notarán los groseros movimientos de cámara (súmenle a eso los empujones que todos recibimos).
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El asunto fue más o menos así: evangélicos de la rama Pentecostal de una iglesia llamada ‘Misión Altísima Internacional’ (que queda en la Cooperativa 25 de enero, en el Guasmo Norte) fueron con carteles a la iglesia San Francisco y esperaron a que los católicos salgan de misa para caerles ahí mismo, frente a la Cruz y al hijo de Dios clavado en ella.
Los evangélicos fueron liderados por el pastor Eduardo Mora León, quien exige a sus zombies que lo llamen apóstol. El supuesto Mesías acudió cargando un terno negro y un bullicioso megáfono. Los católicos –para defender a su Dios- no les dieron la otra mejilla sino que se defendieron con palos.
Vi a evangélicos cargando carteles que decían: “NO A LA IDOLATRÍA”. La frase la complementaba la imagen del Papa (una “X” roja, como de “Prohibido”, lo atravesaba).
También vi otro cartel que rezaba: “NO AL ENGAÑO. FALSO CRISTO” y a continuación la cara de José Luis de Jesús de Miranda, un puertorriqueño que maneja la secta Creciendo en Gracia y pide a sus fieles marcar sus brazos con el “666’ (ninguna relación tiene esta secta con el catolicismo, hay que aclarar).
Pero lo peor, lo que más vi, porque en serio era algo tangible, fue odio. Odio por donde quiera que uno miraba. Odio que provenía de gente que cargaba, en una de sus axilas, una biblia. Odio que se manifestaba en frases que mezclaban, con una aterradora destreza, insultos y versículos bíblicos como Isaías 44:9.
-¡Ese que anda de negro, el pastor, ese maldito, es el demonio!- grita una católica con diadema marrón.
-¡La idolatría te lleva al infierno!- saca garganta el pastor evangélico con megáfono.
-¡Saquen a bala a esos desgraciados!- ruge un católico de unos sesenta años, con gafas.
-En el nombre de Jesús, ¡sujeta estos demonios!- exige otra evangélica.
Uno no sabía de dónde venían los gritos. Ni para quiénes iban. Todos disparaban para todos lados. Nadie se soportaba. Se reconocían ‘diferentes’ –a pesar de que son como primos en segundo grado – y esa era suficiente razón para odiarse.
Yo le preguntaba, a todo aquel que podía, de qué bando era.
-¡Somos católicos!– aclara un señor cincuentón con un tono demoniaco.
-¡Católica, pues!- me responde una señora como si la pregunta estuviese demás, como si sólo existiese un camino, una opción.
Creo que eso es lo peor de las religiones: te venden una sola verdad y si no la sigues, si la contradices, si piensas diferente, eres el demonio. Prefieren que no razones mucho. Te lo dan todo masticado, con manual de vida incluido.
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O no. Me corrijo: lo peor es que esa supuesta verdad te la quieran imponer como si fuese un impuesto.
Una señora, irresponsablemente cargando a su bebé de meses en medio de la pelea, me enseña una imagen de un Divino Niño y me dice, alterada: “Esto es abominación para Dios. Mira lo que se refleja detrás de un Divino Niño: ¡Demonios!, ¡demonios que actúan detrás de cada imagen!”.
Un hombre agarra el cartel de otro y lo tira con violencia al suelo. Alguien grita: “Cógelo a ese hijueputa” y le caen a palazos. Policías intervienen.
-Los muertos, están muertos como las imágenes. Cristo es vida. Cristo está vivo, no está muerto. ¡Arrepiéntete!- grita a todo pulmón una evangélica.
-¿Tienen permiso para hacer esto? ¡No tienen permiso! ¡Esto no quiere Dios! ¡Dios quiere la unión!- le responde un católico recién rasurado.
-¡Cristo te ama! ¡Arrepiéntete!- continúa la evangélica.
Los evangélicos, finalmente, se van. Algunos católicos también. Sigo a una en particular.
-Hasta se las majan las bolas al pastor- grita una católica, aleteando sus manos, como ave.
Otra católica está cerca de la escena. Tiene unos cincuenta años, carga lentes, cabello corto, blusa floreada y va agarrada de la mano de un joven. Su hijo, quizás.
-Nosotros no vamos a ofender a su iglesia, chuchesumadre- grita la señora.
-¿Usted es católica?
-¡Bien católica!- me responde, sacando pecho.
-¿Y los católicos dicen chuchesumadre?
-También dicen. Ellos (los evangélicos) no tienen por qué ofender a nuestra iglesia. Nosotros, cuando vamos a su iglesia (la evangélica) pasamos callados. Tengo que decir malas palabras porque qué más se les puede decir a ellos.
-¿El cura les dice que digan chuchesumadre?- insisto.
En ese momento, su ‘hijo’ se calienta.
-¡Sabes qué, loco, retírate antes de que te desbarate el teléfono, loco! – me dice, sin mirarme a los ojos-. Yo soy católico. Y te puedo desbaratar el teléfono- repite, esta vez, señalándome con su dedo amenazador.
-A lo mejor tú no eres católico. ¡Piojoso!– me acusa la señora.
No intentaba hacerme pasar por purista que jamás dice malas palabras. Hay algunas que me parecen simpáticas, dependiendo del contexto en que uno las emplee. Decírselas a un pana, en un gesto no de agresión sino de confianzudo cariño, suena bien. Pero en este caso, la señora usó la palabra con odio. Con odio para defender a su Cristo que profesa amor.
El ambiente se tranquiliza. No hay detenidos. Me marcho del lugar. Voy a las oficinas del diario quiteño para el cual trabajo. Prendo mi computadora. El asunto ya se está regando por las redes sociales. Los ateos aprovechan la oportunidad para criticar a los cristianos. Los evangélicos le echan la culpa a los católicos. Y viceversa. Generalizar (“todos los católicos o todos los evangélicos son así”) sólo empeora la situación.
Voy a almorzar. Ingreso a un restaurante. Uno de los cocineros se acerca a una niña de unos seis años que vende chicles en la calle y tiene su vestuario sucio, con rasgaduras. Le regala un almuerzo.
-¡Toma!- le dice inclinándose hacia ella, con una sonrisa que vendría a ser el mejor postre, con un amor maternal.
El asunto me conmueve. Me agarro del instante e intento desinfectarme de tanto odio que vi esa mañana. Desconozco de qué religión será aquel cocinero. ¿Será evangélico? ¿Católico? ¿Mormón? ¿Budista? ¿Adventista? No lo sé, pero cualquiera que sea, yo me adhiero a la de él. ¿Dónde puedo firmar? El gesto de ese hombre me devolvió la esperanza en la humanidad. Pendejos que golpean en nombre de un Dios hay en todas partes. Actitudes como la del cocinero, también. Seguro hay más. O eso espero. Hay que estar atento.
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Arturo Cervantes