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@arduinotomasia

En la primera semana de este mes ocurrieron una serie de hechos de distinto orden, todos ellos articulados en torno al conflicto entre los waorani y los taromenane, pueblos indígenas con niveles de aislamiento particulares. Desde entonces ha existido una relativa continuidad de lo noticiable, tanto por preocupación genuina como por cálculos políticos desde donde se hilaron las deudas del gobierno en esta materia. Sin embargo, lo que me interesa ensayar aquí son breves líneas que reflexionen sobre el juicio que simpatizantes del objetivismo randiano y de la escuela austríaca de economía, descargaron sobre dichos pueblos.

Los llamaron salvajes. Primitivos. Tribus incivilizadas. Asesinos. No hubo espacio para minar los enfoques, para morigerar el discurso condenatorio o bien, de manera más razonable, para practicar lo que Bertrand Russell llamaba “la suspensión del juicio” que debe darse –preferiblemente- ante la falta de datos y de comprensión (de cualquier asunto).

Porque los principios austríacos o randianos, al parecer, son meros divagues teóricos a la hora de enfrentarse con prácticas y matrices culturales no occidentales. Los “libertarios” se convierten, ante el no-occidental, en grandes colonizadores e intervencionistas; encarnando los vicios y males que tanto le endilgan al Estado: si te llamo “primitivo”, presumo que un “civilizado” debe intervenirte.

¿O allí cambian las cosas porque los waorani y taromenane, pueblos que viven en la selva, no participan del foro cultural o de la dinámica económica propia de relaciones de producción capitalistas? Son simples salvajes. Son culpables incluso antes de cometer un crimen: enfrentamientos que terminan en muerte son solo saltos lógicos de su condición de incivilizados.

Es por eso que allí no importa que esas “tribus incivilizadas” posean una experiencia de resistencia al Estado y a los colonizadores que data siglos. Es poca cosa su estilo de vida en los márgenes, en lucha contra los tentáculos del biopoder. Y cuando escribo “en lucha”, lo digo en su sentido literal: son ellos los que resisten con lo que pueden; no escribiendo un texto para el CATO o el Mises Institute, mandando un tweet irónico y muy ingenioso sobre lo terrible e injusta que es la razón de gobierno, o discutiendo en un bar mientras se toma cerveza bajo la luz del buen alumbrado público.

Huerta de Soto ha sido mordaz en su crítica al socialismo de Estado, en tanto lo piensa como un “sistema de agresión institucional al libre ejercicio de la función empresarial”; y, más aun, dice que un proyecto socialista es “altamente atrevido y ambicioso” dado que se pretende controlar a una colectividad. Peor, ¿cuáles son los límites de esa mirada sobre porciones de la realidad? ¿No es igual de “altamente atrevido” despreciar un modo de vida caracterizado por la resistencia? ¿O a esas colectividades sí hay que controlar por el carácter salvaje de sus miembros?

Como lo veo, se trata de rezagos de un discurso colonial que late en el discurso austríaco y randiano, toda vez que –como diría Bhabha- opera bajo una noción de “fijeza en la construcción ideológica de la otredad”. Modos de representación particulares para quienes atiborran sus consignas políticas de significantes “libertad” y “emancipación”.

Esos son los grandes fracasos del libertarismo miseano y del objetivismo de Rand: reclamar para sí un régimen de verdades indubitadas; no reconocer la crisis epistemológica producto de –entre varios elementos- las promesas incumplidas de la modernidad o –más tangiblemente- por las experiencias políticas (y su devenir tanatopolítico) paridas de esa lógica civilizatoria; no estar familiarizado con las corrientes postcoloniales y su trabajo de revalorización de la historia, de su planteamiento de re-construcción epistemológica y abrirse hacia los saberes en plural.

Pero quién sabe, quizá se trata de una práctica aislada de los libertarios de Ecuador. Quizá solo en este país ellos llaman salvajes y primitivos a pueblos ancestrales que se mantienen en resistencia durante siglos; y quizá personas como Huerta de Soto tengan más bien otra lectura de los waorani y taromenane.

Mientras, así como Popper alguna vez habló de la miseria del historicismo, nosotros podríamos hablar de la miseria del libertarismo al hablar con la voz del colonizador y no reparar en ponerse los guantes del interventor ante aquellos que consideran –sin mayor reflexión- como salvajes.

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Crédito. María José Argenzio. «25.000».

Arduino Tomasi