De entrada, para que decidan si siguen o no leyendo, les voy a contar la verdad: soy devota del fascismo estético. No es que me sienta particularmente orgullosa de serlo. Se los cuento como quien reconoce que tiene tres pezones o que le tiene pavor al mar y por eso no vacaciona en la playa; es algo que simplemente me pasa, que es parte de mí. Debe ser por eso que cuando Rafael Correa anunció hace pocos días que demolería dos edificios no patrimoniales en el Centro Histórico de Quito para construir plazas –yo di por hecho que con árboles– sentí lo que debe ser un orgasmo espiritual.
Con el respeto para quienes construyeron el Registro Civil (que hoy afea una de las esquinas de la Mejía y Guayaquil) y el edificio que actualmente ocupa la Dirección Provincial de Salud de Pichincha (en la misma Mejía, pero a la altura de la García Moreno), lo que en su momento fue una innovación arquitectónica sesenta o más años después ha mutado en una ignominia hecha de ladrillos.
Como todo hay que decirlo, y para no echar lodo con ventilador gratuita e injustificadamente, eran épocas en las que la armonía estética, y por lo tanto arquitectónica, de los patrimonios no entraba en las consideraciones de los constructores que aupados en su ímpetu creativo hicieron lo que consideraron mejor, con la buena fe por delante. Solo habría que preguntarle a alguno de los que sigue aquí para contarla, como Sixto Durán Ballén, responsable del desangelado edificio que alberga al Municipio de Quito, una estructura que hasta un ciego puede ver que hace cortocircuito en el contexto de la Plaza Grande. Por cierto, lo que no nos han contado ni Correa ni los encargados del Instituto Metropolitano de Patrimonio es qué va a pasar con el Municipio, porque si al Pasaje Amador le van a dar su manito de gato, por favor no se vayan a ahorrar tres reales en el extreme make over que pide a gritos la Alcaldía (por si acaso solo me estoy refiriendo al edificio, mal pensados).
Claro que no son las únicas edificaciones del Centro que producen calambre al ojo, pero son a las que los gobiernos central y local tienen acceso; aunque en el caso del Registro Civil todavía hay que esperar a que los curas de San Agustín (propietarios del inmueble) den ‘la bendición’ al proyecto. Y supongo que el alcalde Barrera estará completamente de acuerdo con cualquier cosa que proponga u ordene su querido Mashi
Hay gente que en Facebook ya se está moviendo para pedir “argumentos rigurosos” antes de permitir que siquiera se tope el primer ladrillo. Es cierto que esos edificios, y algunos otros que quedarán intocados, representan la arquitectura moderna ecuatoriana; sería miope no verlo, pero no me parece argumento suficiente para mantenerlos en pie a costa de la armonía visual del casco colonial quiteño y perdiéndonos la oportunidad de darle un poco de vida y oxígeno a la zona llenando de árboles las plazas que se construirán en su lugar. Si de mí dependiera, varios otros correrían igual suerte y muchos más árboles alegrarían a viandantes y conductores de este Quito huérfano de árboles, de vida, de belleza.
Mientras sueño con ese nuevo paisaje que me alborota las hormonas, trato de entender a quienes se oponen o temen este cambio. Las que sí me conmueven son las 25 personas que tienen sus locales en los bajos del Registro Civil, muchos de ellos al borde de la quiebra desde que la institución se modernizó y se fue (supongo que, mamá gallina como es, el Gobierno les dará alguna alternativa). A los que no les termino de comprender es a los otros, a los que defienden a muerte un par de edificios de los años 50 o 60 que están mal tenidos (uno incluso abandonado) y más perdidos que porotos en ceviche en medio de las casas republicanas que son la mayoría del Centro Histórico. A algunos de ellos no recuerdo haberles escuchado decir ni esta boca es mía cuando se cerró el Congreso en el 2007 ni cuando se tomó la decisión de que los domingos en este país nadie pueda comprar trago. Si me ponen a escoger entre estos matices del fascismo, me quedo toda la vida con mis árboles y mis aires de fascista estética.
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Ivonne Guzmán