@MonaOjedaF
La diferencia entre conocer y reconocer abre la historia de la lucha por los derechos ciudadanos fundamentales y, en línea recta, la atraviesa de principio a fin. La teoría del reconocimiento, impulsada por Hegel con la dialéctica del amo y del esclavo y luego desarrollada por Honneth y Taylor, establece la importancia de que una conciencia reconozca a la otra para la conformación misma de su propia individualidad. El ejercicio, casi altruista, de silenciar por unos segundos el propio ego y aceptar el del otro, ha sido esencial para definir un deber ser de convivencia que tiene base en la pluralidad de “doctrinas comprehensivas” (Ralws), a veces opuestas, a veces contradictorias, pero que se ven obligadas a coexistir bajo un marco democrático ineludible.
Conocer o reconocer, he ahí el dilema.
La teoría del reconocimiento aporta una nueva forma de entender la humillación y la exclusión social, sus matices y la herida que provoca en grupos minoritarios o subalternos. Hablar del derecho al reconocimiento ya nos sitúa dentro de un marco legal en el que se defiende la dignidad del ser humano; cuando este reconocimiento es negado se violenta la condición de sujeto de una persona y la igualdad en sus relaciones intersubjetivas. Si estamos de acuerdo con Honneth cuando dice que las formas de menosprecio lesionan la identidad y que la subjetividad de un individuo sólo puede constituirse mediante la intersubjetividad, es decir, mediante el trato igualitario con otras conciencias, entonces tenemos que afirmar que la ausencia de reconocimiento, o la distorsión de éste, puede involucrar un daño severo en el desenvolvimiento de un individuo dentro de una determinada sociedad. Charles Taylor resalta los nexos entre reconocimiento e identidad, definiendo a este último término como la interpretación que hace una persona de sí misma y de sus características esenciales. Argumenta que la identidad se moldea en parte por el reconocimiento, por su ausencia o por su distorsión, y “así, un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo o degradante o despreciable de sí mismo”. Un reconocimiento que menosprecie la identidad de un individuo lesiona su autoestima generando un daño psicológico y social que puede convertirse, en palabras de Taylor, en “una forma de opresión que aprisione a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido”.
Tal vez la última afirmación de Taylor sea hiperbólica, pero ¿cuál es el verdadero impacto del reconocimiento social dentro de la conformación de la identidad de un sujeto? Me atrevo a decir que el asunto es complejo y que un sujeto puede construir una identidad sólida a pesar de las formas de menosprecio que la sociedad reproduzca hacia él. Sin embargo, la lucha por la conformación libre e igualitaria de esa identidad ya sitúa a ese sujeto en desventaja frente a grupos que no son víctimas de ninguna forma de menosprecio y que, en principio, no tienen que luchar por un espacio en el que se respete su dignidad. Pienso en la comunidad GLBT y en su legítima búsqueda por reconocimiento. Diane Rodríguez, activista y fundadora de Silueta X, ha sido la protagonista de spots en donde exige el derecho a que la comunidad GLBT pueda poner su identidad de género en la cédula. Esta reforma, que algunos creen innecesaria, es la constatación cívica de que existen identidades que no se edifican sobre la estructura dicotómica del sexo; que la comunidad GLBT pueda poner su género en la cédula implica un reconocimiento de su identidad diversa dentro de los marcos de participación ciudadana.
Lo que la comunicad GLBT pide es que se los reconozca, no que se los conozca.
Para Honneth la invisibilidad es una lesión moral. Conocer una identidad pero negársela al sujeto, no reconocerla socialmente, es provocar un daño en su autoestima. “El reconocimiento, en su forma elemental, es una forma de aprobación”. Honneth distingue tres formas de reconocimiento constitutivas de la subjetividad individual y una de ellas es la del ciudadano, ése que tiene derechos y obligaciones en tanto que miembro de una sociedad que lo identifica como tal. El hecho de que la homosexualidad esté despenalizada en el Ecuador no es suficiente para los ciudadanos GLBT. Despenalizar las prácticas sexuales que rompen con el marco heteronormativo no elimina las formas de menosprecio sociales que se reproducen en los discursos y que tienen efectos nocivos en la vida real, social, de muchas personas. La pregunta es: ¿Cuáles son las dificultades para la comunidad GLBT al momento de ejercer su participación ciudadana en situaciones claves como la de buscar trabajo o votar?
Cuando en una determinada sociedad existe un fuerte discurso que tilda a la comunicad GLBT como “antinatura” y que los califica de “enfermos”, “distorsionados”, etc., ese discurso, y su reproducción sistemática, inflige un daño. Judith Butler habla de la ofensa social y del papel del lenguaje en la vida dañada. Butler señala que la jurisprudencia se ha apoyado en teorías retóricas y filosóficas del lenguaje para entender el discurso de odio dentro del marco de la performatividad lingüística. Lo que trata de buscarse en este ámbito son las consecuencias no abstractas que acarrean las palabras. Pensemos en Cómo hacer cosas con palabras, de Austin, y tengamos en cuenta que el lenguaje precede a una acción. Austin pone, precisamente, ejemplos que tienen un contexto legal como lo es el pronunciar “Te declaro” o “Te sentencio”; “palabras del Estado que realizan la acción misma que enuncian” (Butler). Pero a lo que Butler le interesa es que el discurso de rechazo a un grupo específico no sólo apoya un mensaje de menosprecio, sino que al apoyarlo también lo institucionaliza de forma verbal, “realizando la acción misma que enuncia” porque “la comunicación en sí es a la vez una forma de conducta”.
Mari Matsuda en Words that wound: critical race theory, assaultive speech and the first amendment, afirma que la libre circulación de un discurso de menosprecio sin que el Estado lo obstaculice significa que el Estado lo avala y que, por lo tanto, la víctima de ese discurso queda desprotegida dentro del marco legal de una sociedad. Matsuda cree que ciertos discursos discriminatorios tienen una tradición histórica y que han creado una estructura de subordinación en donde la reproducción de ese discurso se muestra efectivo.
Butler da un paso más allá y dice que el Estado produce el lenguaje del odio, y con ello no pretende decir que el Estado lo provoque, sino que tal categoría —la de “discurso de odio”— no puede existir sin que el Estado afirme que lo es. Ese poder sobre lo que es decible o no decible le otorga al Estado un poder abrumador: el de concertar el discurso correcto. Vale la pena preguntarnos hasta qué punto y de qué manera se debe salvaguardar el derecho al reconocimiento de grupos que han sufrido históricamente formas de menosprecio. La libertad de expresión ha sido uno de los temas de debate en cuanto a la penalización del discurso de odio. La defensa de una libertad de expresión sin límites, entendamos estos límites que se quieren eludir como la libertad de expresión del otro, ha sido el lema para argüir que un discurso de odio tiene derecho a ser pronunciado y reproducido. La confusión sobre lo que es o no es un discurso de odio también provoca este tipo de razonamientos. Digamos, entonces, que no hablamos de algo que se pueda reducir a la injuria; un discurso de odio es aquel que se reproduce y que incentiva el rechazo hacia un grupo, generando formas de violencia, más o menos explícitas, que coartan la libertad de otros a desenvolverse y a participar en igualdad de condiciones dentro de una sociedad. ¿Puede, entonces, un grupo en desigualdad de oportunidades competir con otro que lo rechaza sin la intervención del Estado? ¿La ausencia de intervención estatal significa, como señala Matsuda, el permiso de circulación del discurso discriminatorio? Si algunos discursos de odio tienen una tradición histórica y, por tanto, poder en determinados contextos, ¿cuál es el papel de la justicia en casos de vida dañada por las “palabras que hieren”?
Recordemos que vivimos en un sistema que en teoría parece utópico; uno en el que muchas “doctrinas comprehensivas” coexisten unas con otras a pesar de ser opuestas y de negarse mutuamente. El problema esencial del liberalismo político, tal como lo concibe Rawls, es responder a la siguiente pregunta: ¿cómo puede sostenerse un orden de equidad y de justicia en una sociedad donde coexisten una pluralidad de creencias razonables religiosas, filosóficas, políticas y morales que son incompatibles entre sí? ¿Es posible que esta pluralidad de doctrinas acepten un mismo régimen democrático y constitucional?
Si justicia es conflicto, entonces hay que aceptar que la discusión sobre este tema podría llegar a ser infinita. Quiero, sin embargo, hacer una última reflexión: mientras la comunidad GLBT no pueda poner su género en la cédula, ni conseguir que su diversidad se reconozca no sólo en la constitución, sino fuera de ella, y con esto quiero decir en la práctica social y en los discursos, seguirá siendo una comunidad invisibilizada, sujeta a múltiples formas de menosprecio, y la poca o nula intervención del Estado en ese orden de cosas es, en realidad, una activa participación.
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Crédito: Gerhard Richter. Ema (Akt auf einer Treppe). 1966.
Mónica Ojeda