Gracias dios (existas o no) por aquellos conocidos míos que aún comen fanesca –con bacalao, obviamente, y se empachan–; por los que no le hacen el quite al trago y aún bailan hasta las quince en las fiestas; también por los pertenecientes a esa raza en extinción que no hace dietas porque “en abril voy a correr la maratón de Boston” o “me estoy preparando para el Huaira”. Gracias por, todavía, dejarme intercambiar almuerzos, cenas y sobremesas con gente querida sin que la obsesión por el mal inoculado por el aspartame al mundo o los ‘materiales’ de los que están hechos los embutidos comanden la conversación y me arruinen la digestión y la salud mental.
Sin embargo, señor todopoderoso, tú sabes que no es fácil querer vivir a mi aire porque los ‘enfermos de salud’ están regados por todas partes, prestos a darme cátedra de cómo vivir y, principalmente, alimentarme. Dame paciencia para con ese amigo querido que se ha convertido en un manual parlante de lo que se debe comer, sea o no oportuno, esté o no en su casa, conozca o no a toda la gente a la que se dirige: “Si siguen tomando cola, van a morir pronto” (al tiempo que todos nos petrificamos, con los vasos en la mano, yo quisiera morirme ahí mismo, pero de la vergüenza ajena).
Te estoy infinitamente agradecida porque aún puedo disfrutar de una caminata, viendo el paisaje, escuchando los sonidos a mi alrededor, yendo a mi ritmo, sin tener que tomarme el tiempo, controlar si quemé toda la grasa que estaba programado que quemase ni apurarme para batir ningún récord, propio o ajeno.
Y no solo eso, también sé que soy más humana –débil en la carne, si quieres– porque nunca aprendí a leer las etiquetas de las cosas que como; pero tú sabes que vivo feliz en mi ignorancia supina de cuántas calorías, grasas trans o colorantes acabo de consumir. Tu misericordia para conmigo ha sido infinita, altísimo, no puedo pedirte más paz que esta.
Buen señor, te pido que nunca apartes de mí el cáliz de un buen bife de chorizo con su grasita achicharrada a la parrilla; ni la delicia de unas frutillas con harta crema chantilly; que aperitivos, bajativos y demás espirituosos no lleguen a faltar en mi mesa, así como tampoco el elíxir que se extrae de la sagrada vid –en sus varias formas, de preferencia las espumantes–. Y déjame caer varias veces en la tentación de una nata fresca sobre un pan no-integral.
Gracias dios, por haberme hecho consciente de que de algo me tengo que morir (y mientras tanto estar dispuesta a vivir). Amén.
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Crédito: La alegría de vivir. Henri Matisse. 1905-6.
Ivonne Guzmán