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Fran Leibowitz le contaba a Martin Scorsese en “Public Speaking” que ella despreciaba los relojes digitales, a los que tachaba de facilones, poco elegantes, hechos para las grandes masas. “Era pura envidia”, termina por reconocer sonriendo, “me moría de la envidia de que no hayan existido cuando yo aprendía a leer la hora, algo que me costó mucho y aún me cuesta un poco. Me tomo unos segundos para ver el reloj y poder decir qué hora es. Es como la revolución sexual: nuestros padres la rechazaban porque les hubiese encantado que suceda en su tiempo y no en el nuestro”. Sospecho que a cierta intelectualidad le sucede lo mismo con el fútbol: lo envidia porque no lo sabe jugar. En lugar de reconocerlo así, como los simples, formulan los más absurdos cargos en contra del fútbol.

Esa es la sospecha que siempre he guardado en contra de Borges, a quien se le puede perdonar hasta que haya ido a decirle a Pinochet –porque fue “sentido del humor porteño”, según García Márquez– que en Argentina, Chile y Uruguay se estaba salvando la libertad y el orden en un continente socavado por el comunismo, pero que se pasó de la raya cuando dijo que “el fútbol es popular porque la estupidez es popular”. La única explicación para que un genio del talante de Borges renegara de tal manera del fútbol es que no lograba darle de zurda a la pelota y enviarla al lugar deseado o que, al intentar atajarla con las manos, terminaba con la nariz torcida y la  marca evidente de la torpeza invencible.

Así como Borges, malos deben haber sido Kipling, Baudrillard y Umberto Eco. Para justificarse, han arremetido en contra del fútbol. La gama de deméritos que le endilgan son la supuesta fealdad del juego, la utilización del fútbol como narcótico para las masas, la corrupción asociada a él y han, inclusive, cargado en contra de la hinchada.

En apariencia, argumentos sólidos, como los que suelen construir los intelectuales. Sin embargo, una segunda lectura revela que ninguno de estos argumentos se sostiene y es entonces cuando se cae la máscara racional, detrás de la cual aparece, amoratado y macilento, el rostro de la envidia a la que han convidado a su sínodo intelectual por malos. Malos jugadores de fútbol.

Hay que ser dos veces ciego para no encontrar la belleza en el deporte. Por eso Borges se equivocaba  al decir el fútbol es “ Un deporte estéticamente feo: once jugadores contra once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. Desconocía que en ningún momento, sobre el campo de juego, los jugadores corretean a la pelota como se corretea a una liebre. Hay un sistema, un orden, trabajado y pulido durante la semana en la intimidad del entrenamiento, discutido en el secreto de la charla técnica, pensado en la soledad del cuerpo técnico y que, si se ha asimilado de forma correcta, al ejecutarse evoca el vínculo renacentista entre ciencia y belleza ¿Cómo negar las similitudes entre la perfección ejecutada por el Ballet Bolshoi y la del Barcelona de Guardiola? ¿Habría reconocido Borges la fuerza poética del segundo gol de Maradona a Inglaterra en México 86? ¿Habría notado que en esa carrera de cuarenta y cuatro pasos, doce toques de balón de zurda, diez punto seis segundos y sesenta metros el Diego hizo lo que plutócratas y militares no lograron y vengó a un país  sin disparar un solo tiro? ¿Entendería que el fútbol es un arte performático, que en pocas décadas será elevado a esa categoría?

Es entonces que ciertos intelectuales minimizan la hermosura del juego y pretenden referirse a su aparente función de narcótico social. Jean Baudrillard afirmó que “al poder le complace trasladar al fútbol ciertas cargas, incluso la diabólica responsabilidad de entontecer a las masas”. La respuesta, casi evidente, es que es el poder el que debe hacerse cargo del mal uso del fútbol. Sin embargo, la cancha es uno de los lugares donde mejor se aprenden los valores esenciales que deben inspirar a las personas. Es ahí donde se aprende el valor de la solidaridad, del trabajo en equipo, de la confianza. Retroceder la pelota hacia el portero no es solo iniciar otro circuito de juego, es confiar en lo que él hará con la pelota en sus pies. Es una renuncia a la seguridad de sus manos,  inhabilitadas en ese momento por una discapacidad reglamentaria, es decirle “juégatela por mí, como yo me la he jugado por ti”. Entregar la pelota para que el compañero anote, declinando así la gloria personal en beneficio del equipo, no entontece a nadie; por el contrario, lo engrandece. Si se toma “El Principito” de Saint-Exúpery y al mismo tiempo se observa un equipo que ha entendido el juego y se ha comprometido con sus valores, las enseñanzas que se extraen de ambas lecturas son similares.

Esto ya lo explicó Albert Camus, en referencia a su época de portero en Argelia, “la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Esto me ayudó mucho en la vida… Lo que más sé acerca de moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”.

El fútbol humaniza.

Tal vez por eso Rudyard Kipling, profeta del imperalismo –como lo llamó Orwell– lo desdeñaba tanto, al punto de creer que los espectadores adolecían de almas pequeñas que podían ser saciadas por los embarrados idiotas que lo jugaban.

Esa reflexión de Kipling sobre los espectadores nos lleva a pensar en las críticas sobre su rol en el juego, sus desbordadas pasiones y los terribles sucesos que aquéllas pueden desatar. Es cierto que jugar al fútbol trae muchos más beneficios que verlo. Es lógico: se aprende más sobre el gramado que fuera de él. Y, a pesar de ello, la hinchada complementa el fenómeno social que es este deporte. Jorge Valdano escribió “se juega como se vive” y podría añadirse “se es hincha como se es persona”. El fútbol nos explica como individuos, pero también como sociedad. Franklin Foer lo recogió en su libro “El Mundo en un balón”. Ahí da cuenta de cómo el Barça explica el discreto encanto del nacionalismo burgués, el Milán a los nuevos oligarcas, el Estrella Roja de Belgrado a la mafia.

Si el Barça es capaz de un performance lúdico de noventa minutos que maravillaría hasta a un marciano y de arrancarle lágrimas y gritos jubilosos a quienes, extasiados, lo miran en el estadio y por tevé; y, por otra parte, el Estrella Roja de Belgrado desaparece en medio de apuestas, asesinatos y mafiosos, el fútbol no corrompe a la humanidad, es la humanidad que intenta una y otra vez envenenarlo, siempre marrando, porque como dijo Maradona: la pelota no se mancha. Ni siquiera por los intelectuales que no saben jugar al fútbol.