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@jtvilla

En Ciudad de México se experimenta una prosperidad desconocida para el trópico. Un turista se siente en la capital de Latinoamérica, de sus representaciones: la opulencia mayamera de Polanco, el encanto burgués de La Condesa; las feroces historias de Tepito, de tianguis y redención. Un periodista recién graduado puede desayunar en la librería El Péndulo de la colonia Roma y pedir unos “chilaquiles Monsiváis” y comprar libros que ni soñaría con tener en los estantes caraqueños.

En el medio de unas vacaciones familiares, ninguno se puede despegar de twitter. Las actualizaciones de Nelson Bocaranda se convierten en una especie de señal de humo, lejana, una corazonada que ya tiene dos años de un electro más o menos consistente. Los rumores en Caracas las últimas dos semanas se habían intensificado. Chávez se había convertido en una extraña presencia incorpórea, en un nombre que dicta discursos de siete páginas, que se reúne por horas, pero que no podía aparecer ante las cámaras ni hablarle a su gente.

Habíamos escuchado de todo. Desde su postración, su dificultad para hablar admitida por el ministro de comunicación Ernesto Villegas, hasta complicaciones respiratorias, que se habían comenzado a informar paulatinamente, siempre tarde en la noche, con las maneras de una sentencia tristemente admitida.

Madre médico se aventura a un diagnóstico: “esas supuestas infecciones respiratorias no deben ser sino metástasis, y eso ya es irreversible”. No podíamos saberlo, todo eran conjeturas. Bocaranda, de pronto, afirma en la madrugada, en un twitt como botella al mar, que el paciente no pasa de 72 horas.

El cinco de marzo estuvimos un poco más pendientes que de costumbre. Ya por toda la red se rumoreaba de una cadena con anuncio fatal. O importante, al menos. Nos sentamos a almorzar en un restaurante de Coyoacán después de visitar los hogares de las dos mujeres de México: Frida Kahlo y la virgen de Guadalupe

Logré conseguir mi camisa a las puertas de la Asamblea Nacional de Caracas. No sé qué se necesita tener para ser un hombre de fe, pero en ese momento solo pensaba en estirar mi mano como si alcanzara un sacramento. Fue difícil, se amontonaban en una bolsa negra, me las imaginé echas nudos unas, perfectamente dobladas otras. Quien las racionaba se aferraba a ellas como boletos al paraíso.

“Mamita, dame una”. “Señorita, por favor”. “Véame”. No recuerdo qué dije, pero tienes que renunciar a algo para desear una franela con ese ahínco. Yo también la quería. Blanca, con un esténcil icónico. Era el mensaje, mi reafirmación, mi cara nueva. “Espérense. Orden. Si siguen así no las voy a repartir más”. Vámonos. Tras ellas fuimos. Sus bolsas negras a la cintura como panes y nosotros hambrientos. Se vuelven a detener. Me alcanzan una, dos, creo que le digo “por favor”.

La camisa como euforia. Me la pongo y de pronto la marcha se llena de amigos. Se me olvida cualquier otra cosa y me concentro inconscientemente en mirar todo con aprobación. Esa calle que sube hacia la avenida Urdaneta era lo contrario al luto. La gente estaba eufórica, feliz. Todos bailaban, y llevaban pancartas de fe, bandas presidenciales, camisas de múltiples colores con la consigna que ahora había hecho mía. La enfermedad del primer mandatario era, para esos días, solo uno de los tantos obstáculos que ha tenido que vencer en su camino triunfal al socialismo del siglo XXI.

Nos reunimos para ver cómo un grupo de diputados oficialistas se acercaba a las rejas del Parlamento para saludar a su pueblo. Y a los periodistas, que no perdieron oportunidad para las fotos, aunque fuera desde nuestra misma distancia. Los legisladores se movían con aplomo y sonrisas, algunos con lentes de sol, otros saludando. Sentí que estaban ahí conmigo, contra otros, tal era el despliegue marcial.

En una de las esquinas nos encontramos con un contingente de corresponsales internacionales, de las decenas que vinieron con la curiosidad legítima de reportar cómo se juramentaba un presidente en ausencia o, como pacté por creer, un pueblo. Allí subían hacia la avenida Urdaneta los contingentes de marchantes, movimientos sociales, empleados públicos y espontáneos, todos camino hacia Miraflores, el palacio presidencial.

Vimos una maqueta de la cúpula de la Asamblea Nacional que fue de las favoritas de la televisión. Una pareja de corresponsales grababa audios para su programa de radio británico. Su guía en Caracas les sugirió que era hora de incorporarnos a la Urdaneta para seguir el camino. Ellos se negaron. No querían tumulto y era suficiente. La marcha no era una concentración extraordinaria, ni lacrimosa, ni violenta. La tesis de la continuidad del gobierno esgrimida por el vicepresidente —ahora encargado del ejecutivo— Nicolás Maduro, se expresaba perfectamente en la calle. Los corresponsales se fueron.

En ese restaurante me encontré con la avalancha de twitts que al día siguiente se convertirían en primeras planas unánimes. Yo lo vi primero. Les dije a mi hermano, mi papá y mi mamá la noticia: “Se murió”. Incrédulo, tuve que navegar entre varias imprecaciones para confirmarlo: una cadena de Nicolás Maduro había sido el anuncio definitivo. “Lo acaban de decir”. Mi primera reacción fue de rabia, de frustración incontenida, de negación, de coño de la madre. No estaba en Caracas para vivir eso.

Me ha pasado con muertes mucho más cercanas que la sensación de fin, de que el tiempo ha pasado, es de lo que más atenaza esa apoteosis de dolor. Del no poder retroceder para decir otra cosa. De que si algo se detuvo por qué yo no. Pensamos en regresarnos. Estar de vacaciones era un sinsentido. Pero nadie muere a tiempo.

Este es, pues, mi relato de los últimos días del chavismo en cuerpo presente. Cuyo desenlace viví incrédulo ante el televisor, ante los 140 caracteres de periodistas y amigos.

En las calles adyacentes a la plaza Bolívar un Bentley intentaba hacerse paso entre la masa. Verlo en Caracas era un prodigio. Detrás de los vidrios oscuros, por supuesto, no se adivinaba absolutamente nada, pero se podía predecir la presencia de un funcionario. Recordé las caravanas de embajadores con los ojos de niñez, de “ahí viene un señor noble”. Nos hicimos espacio hasta la plaza y fuimos testigos de un juramento espontáneo. Escrito en una lámina de anime, una señora blandía sus palabras con un desafuero heroico, ignorando que su papel estaba extrañamente doblado hacia el final del discurso:

—Juro ante los yankees y el mundo, juro ante la derecha venezolana, juro ante los enemigos de la Revolución, que no daré descanso a mi alma ni a mi espíritu hasta ver consagrado el socialismo del comandante presidente Chávez. Esperaremos por él hasta su recuperación y juro lealtad a…

El grupo que se había acercado a escucharla reventó en carcajadas. Ella también. Tuvo que detener la prosopopeya militar para poder arreglar su anime y revelar así el final del discurso.

—Mija, ¿y entonces? —le preguntaba otra compañera, mientras las dos intercambiaban risas.

—Juro lealtad eterna a Chávez —afirmó recuperando de pronto la hidalguía —líder de nuestra revolución. Caracas 10 de enero de 2013.

Aplausos.

—Había que terminarlo, ¿no? —confesó con vergüenza, pero orgullosa y contenta de su momento protagónico.

Con la consigna en el pecho, fui preguntándoles a varios asistentes una sola cuestión: “¿Qué significa Chávez para ti?”. La respuesta fue unánime: “todo”. A partir de esa chispa se encendía un universo de historias. De activistas sociales que se sentían por primera vez incluidas, de líderes comunales, de empleados con convicción ideológica, de militancia. También de desconsuelo.

—Las pasadas navidades fueron muy tristes para mí, diferentes a cualquier otra. El 24 y el 31 de diciembre en mi familia la pasamos mal. No hubo celebración. Tuvimos un familiar enfermo: Chávez. Él es para mí como un hermano.

Pero por ese día se prometía que iba a seguir. Desde las tarimas dispuestas se predicaba la celebración y todos nos olvidábamos del otro. Imprecaban a la oposición, reunidos, con el ímpetu de una marea, éramos tan grandes que asentíamos. Pero odiar no parecía lo importante. Estábamos ahí por esa mirada impresa en las camisas, por un nombre que nos hacía proferir cursilerías incontenibles. La convicción era que iba a volver, que gobernaría. Ese día solo vi llorar a una señora, conmovida por uno de los discursos.

La madrugada del 18 de febrero Chávez regresó al país en total secreto. Unas fotografías mostradas al público se presentaron como una fe de vida que no se correspondió con la misma euforia de enero. Nadie lo vio de nuevo.

En un foro en la Librería Lugar Común, de reciente apertura en Caracas, Margarita López Maya –historiadora, activista social y analista político- y Colette Capriles –psicólogo social, columnista y profesora universitaria- discutieron por un par de horas sobre las definiciones del chavismo. Yo, seguidor profeso e impúdico de la profesora Capriles, me acerqué a escucharla conversar con López Maya, una de las historiadoras más brillantes del país y cuya inicial cercanía con el chavismo me parecía una buena oportunidad para escuchar contrastes debatidos con una altura envidiable.

Ambas hablaron sin pruritos sobre cómo un gobierno de tintes personalistas ya podía calificarse de despótico, con el primer y diáfano respaldo de la etimología de déspota: “el dueño de una casa o hacienda”. El esfuerzo por entender lo que estamos viviendo ha ocupado a los venezolanos por 14 años, pero sus voces coincidían en el desmantelamiento del estado liberal democrático, con vistas a la consolidación de uno comunal: de democracia representativa, pasando por la “protagónica”, hacia la asamblearia. En el trayecto, la institucionalidad tradicional del Estado se replegaba por la deliberación directa, por ese sueño de que desde lo pequeño decidimos lo grande.

Una intervención propuso un tema que me pareció gravísimo: ante la evidencia del apoyo popular a Chávez, de la identidad poderosa que significaba ser chavista, de esa confirmación evidente, discursiva, simbólica, de un presidente que hablaba como el pueblo y sobre el pueblo, existía un terreno en sombras: ¿de qué estaba hecho el otro? ¿cómo se identifica un opositor? ¿cómo no se anula ante la marea?

Ese día salí de la librería convencido de que el cambio que ha liderado Chávez en la sociedad venezolana es más profundo de lo que cualquiera imaginó, de que, en palabras de Capriles “estos no han sido 14 años de un gobierno más”.

Probablemente la única divergencia importante entre López Maya y Capriles ocurrió a la hora de pensar en vías para seguir siendo ciudadano: mientras la primera apuesta por utilizar las herramientas del Estado comunal para empezar a cambiar las cosas desde adentro; la segunda hizo un énfasis especial en rescatar el protagonismo de los partidos políticos, como catalizadores de la democracia y como garantes de que ese proceso deliberativo, de “base”, pudiera hacerse cada día más despejando las sombras de autoritarismos.

Ese día nos fuimos a un bar. Unos más sorprendidos que otros. Mi grupo de amigos asumió todo con el estoicismo burbujeante de las cervezas. Del miedo por no salir hasta tan tarde por los rumores en la calle, la inseguridad. Lo normal. Uno habla afuera de es Caracas con 40 muertos en un fin de semana y, ante la sorpresa, siempre esgrimimos la resignación con un tono de gravedad.

Esos días del desenlace a cuentagotas fueron evidenciando lo que ante la muerte se convertiría en una explosión: las imágenes de dolor desaforado del pueblo chavista. Muchos se encontraron con esa sorpresa. Ante las aspiraciones contemporáneas de asumir a un presidente como un funcionario más, descubrieron los estertores del mito. Del “aturdimiento ante el autoritarismo” del que escribe Monsiváis cuando aborda esa tarea hercúlea de esbozar identidades latinoamericanas.

Quizás es demasiado grave o demasiado triste descubrirnos en ese espejo. Pero la expresión del luto rojo parece tan nuestra. Y si el adjetivo telenovelesco no tuviera la severidad de una maldición, sabríamos cómo ubicarlo. ¿Pero quién puede decir algo sobre el dolor del otro? Nadie.

Leo Felipe Campos, periodista, carnal de tragos que van de las menudencias del oficio a los relatos de otras proezas, escribió en su blog que estas horas son para bajar la cara y admitir que no es asunto de presidentes ni ideologías. Dice: “Esto se trata de la gente que está abajo. La que muestra el corazón. La que se va a matar de cansancio”. Leo usa la palabra abismo, desde el título. Me aventuro a decir que, por lo que leo de mis amigos, desde este hotel guevón en México, eso es también lo que les ha impresionado. Chamos de clase media, educados a la sombra de “un solo presidente desde que era niño” de pronto han descubierto al otro que, vaya sorpresa, habita tu mismo país. Y vota. Y se arruga de tristeza. Llora por un tipo que estuvo ahí en la televisión y que siente que le dio una voz. Llora porque los hemos visto en la historia con otros muertos y pensábamos que era ficción. Pero que no es de mentira. Que entre toda el tinglado oficial, sienten su luto.

En los próximos meses todo el mundo se preguntará de qué está verdaderamente hecha Venezuela, quiénes somos y quiénes son los demás, después de catorce años. De cómo una minoría se puede reconciliar con una marea, esté o no amenazada o desposeída. Asistir a los actos del 10 de enero, pensar, escribir, y conversar ha disminuido mi angustia por no haber estado ahí el 5 de marzo. La impresión que da ponerse un día otros ojos no es de paranoia sino de reconocimiento. Leo Felipe, en ese mismo párrafo lúcido que cito, se reconoce adolescente. Yo le tomo la palabra, porque tampoco entiendo, porque me gusta la cerveza y porque a veces es mejor reconciliarse con la mirada cuando admitimos que la realidad nos supera.

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Jesús Torrivilla