El pasado 11 de marzo, el  Tribunal Contencioso Electoral falló contra el ex candidato presidencial Nelson Zavala en el trámite de una denuncia presentada por el colectivo Igualdad de Derechos ¡Ya!  Ver texto aquí. Posteriormente, el pleno del tribunal ratificó esa sentencia, ver texto aquí. Muchas han sido las opiniones a favor y en contra. Beto Mata, de Diverso Ecuador tuvo un intercambio con Bonil a propósito de su crítica al fallo en una caricatura publicada el domingo anterior. Invito a los lectores a revisar las razones de cada uno en el sitio en línea de Diverso Ecuador, aquí.  Es una interesante exposición de ideas.  De alguna manera participé en ese intercambio y aquí comparto lo que entonces comenté en nota dirigida tanto a Beto como a Bonil.

Coincido con Beto. Los principios y derechos no son absolutos y admiten restricciones. Los ejemplos que indica Beto sobre discurso de odio en otros lugares del mundo reflejan precisamente la necesidad de adaptar los principios a la realidad no al revés. Por eso, los casos de restricción de discurso de odio son excepcionales pero bien fundados. En este caso de Zavala, no estamos -como bien indica Beto- ante cualquier ciudadano expresando su odio. Se trata de un candidato presidencial que, según entiendo, fue advertido y él insistió. No quiero decir que si no fuera candidato sería aceptable, es simplemente que en el momento en que se postuló se sometió a un escrutinio mayor. Sus palabras, su mensaje, no es el de cualquier ciudadano de a pie. Ésa también es una distinción importante que hace Beto y que yo celebro porque sus dos cartas tienen muchos elementos de discusión más allá de posiciones absolutistas.

Los discursos no se emiten ni se reciben en el vacío. Hay todo un entorno de homofobia latente en el Ecuador, que se ha exacerbado precisamente porque la Constitución de Montecristi es de avanzada en reconocimiento de derechos. Sin embargo, todavía estamos cortos. Hay dos artículos abiertamente discriminadores sin justificación: el del matrimonio y la adopción. ¿Por qué si se supone que en todo están equiparadas las dos instituciones, matrimonio y unión de hecho, los nombres son diferentes? ¿Por qué las parejas del mismo sexo no pueden adoptar niños?  Ése es el reclamo que los colectivos e individuos GLBTI hacemos. (Cabe aclarar que es uno de los reclamos porque como dicen las @transfeministas, la agenda es tan amplia como grupos e individuos participan en el debate público sobre temas de diversidad sexo genérica).

En cualquier caso, no es sólo una opinión, es un reclamo por una discriminación no justificada ni justificable. Y la respuesta a ese reclamo por parte de varios individuos (Paulino Toral, Miguel Macías, Nelson Zavala) ha sido de una virulencia terrible. Esta virulencia lo que hace es fomentar el desprecio, el menor valor que por mucho tiempo la sociedad ha ido construyendo contra personas de distinta orientación sexual. Inmorales que hasta hace poco éramos incluso criminales (los gays); inmorales contra quienes las burlas siguen en programas varios de televisión, y a quienes se agrede físicamente e incluso se mata por el puro odio y desprecio. Odio y desprecio que no son eventos aislados de un par de locos; es un fenómeno social.  Ése es el entorno del discurso de Zavala, nada menos que en campaña para presidente de este país.

Yo misma he sido muy cauta con el tema de la penalización de la expresión. Soy abogada y no me ha tomado mucho constatar el uso indiscriminado del derecho penal para perseguir lo que no gusta. El juicio a El Universo me pareció un exceso injustificado. Pero también me puso a pensar sobre el límite de aguante que podemos legítimamente exigir a un funcionario público. No hablo de Correa aquí; hablo de funcionarios con menos poder sujetos a vituperios en nombre de la libertad de expresión. Y es que, nos guste o no, la realidad, que suele no estar sujeta a nuestras idealizaciones, pega en la cara. Cuando creemos que tenemos la fórmula para solucionar un problema  (en el caso del funcionario público, el mayor escrutinio a su labor fue exigencia contra la impunidad de facto que le daba el cargo), al tiempo nos toca revisarla, matizarla, acomodarla a las circunstancias sobrevinientes. Es la complejidad de la vida en sociedad; las respuestas son temporales y siempre, siempre, sujetas a revisión.

Por eso, coincido plenamente y agradezco a Beto el exponer las varias circunstancias particulares que hacen del caso Zavala un caso emblemático. El derecho no se puede hacer más el ciego, tiene que responder de alguna forma. Yo no comparto que responda con el clásico palazo de la cárcel —y en este caso, celebro que no haya sido así. A algunos quizás no les guste la sanción de suspensión de derechos políticos, pero entonces, en ese caso, podemos discutir cuál sería una medida justa y balanceada. Pero yo sí creo que no hacer nada y dejar pasar no más es un desbalance de libertades: la de él de expresarse y la mía, la de Beto y la de tantos otros individuos de no seguir siendo el blanco de tanta violencia y agresión. Verbal y física, una reenforzada por la otra. Todos tenemos derecho a gozar de las libertades plenamente, pero cuando unas libertades se chocan con otras entonces toca entrar al trabajo duro de pensar qué hacer. No pretendo tampoco zanjar el tema; yo misma tengo visiones encontradas pero con lo que sí no estoy de acuerdo es con que la cosa se resuelva con mirar hacia otro lado, como si no pasara nada, o con la indiferencia de la encogida de hombros.

Desde la perspectiva del derecho (no es la única, y aunque no desdeñable tampoco la más importante siquiera, creo yo) son varias las cuestiones pendientes. He esbozado  mis posturas generales arriba y mis certezas y dudas son mayores o menores dependiendo de la cuestión. ¿Tiene el derecho un rol en este tema? ¿Por qué sí o no? Si sí, ¿cuál es la vía adecuada y legítima? ¿Civil, penal, administrativa, una mezcla, otras? ¿Qué es lo que se sancionaría y cuáles los criterios de apreciación de la conducta a sancionar? ¿Qué se debe considerar al realizar el balance de derechos/intereses que justifique restricciones?

Un aporte interesante a esta discusión es el fallo unánime de última instancia de la justicia canadiense en el caso de la Comisión de Derechos Humanos de la provincia de Saskatchewan contra William Whatcott. El texto del fallo, aquí.

Whatcott había publicado y distribuido unas volantes, dos de los cuales se titulaban: “¡Mantengan a la Homosexualidad fuera de las Escuelas Públicas!” y “Sodomitas fuera de nuestras escuelas públicas”. La Comisión consideró que esos panfletos se encuadraban en una norma provincial que prohíbe publicaciones “que expongan o tiendan a exponer al odio, ridículo, menosprecio o que de alguna otra forma constituyan una afrenta a la dignidad de las personas” (consideradas bajo alguno de los grupos protegidos contra  discriminación). Tras varias apelaciones el caso llegó finalmente a la Corte Suprema. En la decisión, la Corte detalló las razones por las cuales consideró que la restricción contra ciertas publicaciones era constitucional  en la parte que se refiere a odio pero no en la que se refiere a “ridículo, menosprecio o afrenta” y cómo la conducta de Whatcott se encuadraba dentro de la prohibición.

Recomiendo a quienes hablan inglés que lo lean. El fallo es largo y detalloso, sí, pero se esmera en atender muchas de las inquietudes legítimas que subsisten tanto en torno a los límites justificables a las libertades (expresión y religión) como a la persistencia y viabilidad, precisamente de la libertad de expresión ante discursos que, en la práctica, producen el efecto de coartarla. Y es que al fin del día, el ejercicio de las libertades no ocurre sin contexto y, nos guste o no, su ejercicio no siempre redunda en el ejercicio de mayores libertades sino lo contrario (como bien nos recuerda Jeremy Waldron cuando justifica callar a nazis que predican la aniquilación de ciertos indiviudos/grupos).

La Corte parece estar muy conciente de la dificultad de trazar la línea que separa una expresión legítima en una democracia de una expresión prohibible y elabora tres reglas de identificación.

Primero, aplicación objetiva de las restricciones. En este sentido, la intención del emisor de las expresiones de odio es irrelevante. Según la corte, la pregunta a hacerse es si una persona razonable, conciente del contexto y las circunstancias, diría que tal expresión expone al odio a un grupo protegido.

Segundo, para efectos legales, términos como “odio” y “desprecio” deben entenderse restringidamente y son esas manifestaciones extremas de emoción que pueden describirse como “aborrecimiento”, “vilipendio”, “denigración”. Esto deja fuera expresiones que si bien pueden ser repugnantes y ofensivas, no incitan el nivel de odio, deslegimitación y rechazo que expone a la discriminación u otros efectos nocivos.

Tercero, los juzgadores deben concentrar su análisis en el efecto de la expresión en cuestión, esto es, analizar cuán probable es que la expresión exponga al grupo o a la persona al odio de otros.

Para la Corte, la clave está en determinar el efecto probable en la audiencia, considerando los objetivos y valores esenciales a una sociedad libre y democrática, como son, igualdad, reducción o eliminación de la discriminación, respeto  por la identidad de los grupos y por la dignidad inherente debida a todo ser humano.

La Corte hace además una revisión de los criterios de justificación de restricciones a derechos. Estos criterios incluyen: 1) la legitimidad del objetivo que motiva la restricción; 2) la proporcionalidad entre la restricción y el objetivo que pretende; 3) el mínimo impedimento posible.

Para la Corte, el objetivo de reducir los efectos nocivos y los costos sociales de la discriminación es un objetivo apremiante y sustantivo.

“La expresión de odio sienta las bases para futuros ataques de más amplio espectro contra grupos vulnerables que van desde discriminación, ostracismo, segregación, deportación, violencia, y en el más extremo de los casos, genocidio. Además el discurso de odio impacta en la habilidad de un grupo protegido de responder a las ideas en debate, y al hacerlo pone una barrera importante a su participación plena en nuestra democracia.” (mi traducción)

En cuanto a la proporcionalidad entre la restricción y el objetivo de reducir o eliminar la discriminación, la Corte indica que se cumple. La restricción sólo prohíbe comunicaciones públicas no privadas; protege a los individuos y grupos en tanto las características que comparten con otros y que han sido reconocidas como potenciales objeto de discriminación prohibida. En este sentido, la parte de la norma que se refiere a “exponer al ridículo, menosprecio o que de alguna otra forma constituyan una afrenta a la dignidad de las personas” no llena el requisito de proporcionalidad y en ese sentido no es constitucional.

Lo mismo respecto al requisito de que la restricción ocasione el “mínimo impedimento posible”. Para la Corte, prohibir expresiones que puedan exponer al odio sí es constitucional, no así las que puedan “exponer al ridículo, menosprecio, o que constituyan afronta a la dignidad”.

Y así, son muchos los paralelos -y diferencias- que se pueden identificar en este caso con el de Zavala en Ecuador y las discusiones que éste levantó aquí. La tarea (más o menos) fácil es aplicar los criterios de Whatcott a Zavala; la más compleja, enriquecedora, es analizar críticamente todo, las justificaciones, criterios, definiciones, distinciones, etc. A ver si contrastar realidades nos estimula la imaginación y la creatividad. Por eso creo que vale la pena revisar ese fallo. Lástima que sólo esté disponible en inglés.