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@josemarialeonc

En 1999, después de compartir un vuelo La Habana – Caracas, Gabriel García Márquez escribió un breve texto sobre Hugo Chávez Frías. Al cerrar la nota, el autor colombiano decía “me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más”.

Ya muchos se han atrevido a sacar su conclusión, cuando Chávez no ha cumplido ni siquiera una semana de muerto. Una semana en la que no sólo han participado de sus pompas fúnebres mandatarios de varios países, sino que, además, han tenido lugar varios gestos que marcan el camino que recorrerá “la espada de Bolívar”, ese cántico popularizado, en Venezuela y, sin duda, en América Latina.

La muerte de Chávez, aunque ha desatado la alegría de unos y la inconsolable tristeza de muchos otros, ha resultado dentro de esta historia lo más normal de todo. En medio del ambiente kafkiano en el que gobernaba un presidente a quien nadie veía, ni escuchaba pero cuyos allegados aseguraban repartía órdenes, mantenía reuniones y redactaba comunicados, morirse ha sido un gesto muy humano (algo en lo que me ha resultado encontrar, inevitablemente, una similitud con la renuncia de Benedicto).

La muerte tiene la virtud de terminar con las especulaciones y el defecto de plantear nuevas interrogantes: ¿por qué nunca apareció Chávez? ¿por qué, de súbito, anunció que había vuelto aVenezuela? ¿cómo un enfermo tan delicado podía tuitear, como lo hizo el 18 de febrero, día en que, precisamente, afirmó haber regresado a Caracas?

En un mundo en que el intercambio de información es vertiginoso y, además, reclama una mayor transparencia de quienes ejercen la representación política, el ocultamiento constituía el caldo de cultivo perfecto para las teorías de conspiración que alimentan al mal periodismo. El secretismo parece ser un característica que el socialismo del siglo XXI le replicó a su antecesor. La manera hermética con que se ha manejado el asunto, solo podía generar las suspicacias que comenzaron a multiplicarse.

La muerte, como dije, vino a poner las cosas en su lugar. Venezuela salió de ese círculo vicioso y absurdo en el que no se sabía quién realmente gobernaba al país, qué sucedería con el vicepresidente Nicolás Maduro. Sabemos, además, que habrán elecciones en Venezuela el próximo catorce de abril y que el candidato que correrá por la oposición será el actual gobernador del Estado de Miranda, Henrique Capriles. Sabemos que es muy probable que la oposición vuelva a perder, pero está clarísimo que, con Chávez ausente, ésta sea la única oportunidad de llegar al poder.

Se ha iniciado, entonces, otro proceso histórico en Venezuela: el post-chavismo.

La historia de Chávez es fascinante: un militar de provincia que lanza una operación para derrotar a un gobierno que considera espurio en 1992, termina en un rotundo y total fracaso.  Para la rendición final, exige que se le permita dirigirse a la Nación por televisión. Da un discurso que García Márquez califica como “el discurso de la derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de la República menos de nueve años después”.

Una victoria electoral que se replicó hasta consolidarlo en el poder. En un discurso público, Chávez ya había dicho que él debía estar frente a la revolución, como mínimo, hasta el 2021. Un proyecto político que giraba en torno a la figura del caudillo corre serios riesgos de desaparecer, pero al Comandante pareció no importarle. Una práctica de megalomanía que hoy manifiesta sus primeros síntomas: el culto a la personalidad de Chávez parece negarle la posibilidad del descanso eterno.

Convertido en el eje central de la campaña política, de cara a la elección de abril, Chávez, después de muerto, acapara el debate político venezolano. “Seguir el camino trazado por Chávez”, “Cumplir la voluntad de Hugo”, son apenas un par de las consignas que con cristiana devoción repetían los simpatizantes del Partido Socialista Unido de Venezuela.

El propio candidato opositor ha caído en el juego de hacer de un muerto y su voluntad, una cuestión política. Desde su cuenta de tuiter, Capriles no ha escatimado palabras para manifestar su profundo respeto por el líder fallecido, pero en el discurso de asunción de la candidatura presidencial, tampoco se ha guardado su opinión sobre el gobierno que encabeza hoy Maduro. El punto parece ser respetar a como dé lugar la figura y obra del presidente muerto pero insistir en que Maduro no es Chávez. Según Capriles, Maduro miente y no solo eso, Maduro ha abusado del poder para alargar una agonía, Maduro quiere utilizar la memoria del presidente con fines proselitistas. “»Ustedes llevaban semanas haciendo campaña, y ahora encima, usan el cuerpo del Presidente para hacer campaña política» ha dicho el empresario candidato de la Mesa de la Unidad Democrática.

Una oposición que se cuida de no tocar a Chávez, pero que es lo suficientemente torpe para cuestionar a Maduro por su pasado como chofer de autobús y líder sindical. “Como si Lula no hubiese sido trabajador siderúrgico antes de ser político”, cuestiona con fundamentos Alfredo Mora.

Así, el rumbo de la oposición parece cierto: el fracaso.

El único ganador, invicto hasta la muerte, es Chávez. Tal es su victoria que ha sido elevado al nivel de mito hasta por sus propios adversarios políticos.

Si sus adversarios lo tratan con distancia y respeto, es casi natural y comprensible que sus seguidores lo hayan endiosado. Quien ha desatado ese furor de divinización ha sido el propio Maduro, a quien Chávez señaló como su heredero natural “en caso de que yo estuviera inhabilitado para ejercer el cargo… mi pedido es que voten por Nicolás Maduro”. El ex conductor de autobuses, encargado de anunciar el fallecimiento del mandatario, estuvo también a cargo del más espectacular de los anuncios durante los funerales: el líder del socialismo del siglo XXI será embalsamado y puesto en una urna de cristal, para eterna memoria de sus feligreses.

No contento con esto, Maduro sugirió que Chávez sea enterrado junto a Simón Bolívar, aunque para tal honor es preciso una reforma constitucional aprobada en referendo popular. Varios de sus simpatizantes de a pie han dicho a la televisión internacional, con lágrimas en los ojos y verdadero dolor, que Chávez fue para muchos venezolanos un segundo Bolívar. “Más que mi propio padre” le dijo uno a María Sol Borja. Una gratitud que colinda peligrosamente en la iconolatría: el ser humano despojado de su condición de persona y convertido en objeto mismo de adoración. Por eso en los funerales protocolarios, la referencia para denominar al fallecido era “Líder Supremo de la Revolución Bolivariana”.

Mientras tanto, el juicio de la historia está pendiente. Demasiado cerca como para aventurar una sentencia definitiva, lo que queda claro es que Venezuela ya no será jamás la misma después de catorce años de impronta chavista. Lo que suceda, de ahora en adelante, determinará cómo se inscriba en la historia la memoria de Hugo Chávez, primer prócer latinoamericano del siglo veintiuno, elevado a esa peligrosa categoría por fervor popular y cálculo político.

Un prócer que regresó a la concepción caudillista-militarista de la sociedad. Para quien entiende en que los militares no son sino otra especie de funcionario público, la aparición de la cúpula militar venezolana después del anuncio hecho por Maduro la tarde del cinco de marzo, resulta preocupante. Esa integración ejército-sociedad civil puede resultar en la militarización de la conciencia colectiva y demostrado está en la historia que ese cambio en la manera en que se entiende la sociedad es el principio de la justificación de muchos abusos. Que el Ministro de Defensa, el almirante Diego Molero, haya dicho en pleno funeral que “le darán la madre a los fascistas” en las próximas elecciones, uno se queda sin palabras.

Finalmente, la fuerza del fenómeno político que fue Chávez fue de tal magnitud, que la región se queda sin el líder que, para bien o para mal, mantuvo la cohesión y formó un bloque sólido de cara al mundo. El que le hayan puesto sobre el ataúd una réplica de la espada de Bolívar fue un gesto simbólico muy decidor, porque parece que no hay quién la empuñe.

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Rafael Correa ha tratado de marcar una distancia en cuanto a las formas de su gobierno respecto del de Chávez y ha dicho que no le interesa tomar el liderazgo que deja vacante el venezolano. Cristina Fernández parece no estar en condiciones físicas de hacerlo. Dilma Rouseff no tiene tiempo, al tener entre las manos ella misma un continente propio; y, Evo Morales simplemente no es un candidato.

A pesar del buen momento que vive la izquierda latinoamericana, la muerte de Hugo Chávez es una baja sensible, pues su función regional era mucho más pragmática y su figura fuera de Venezuela no alcanzará los ribetes legendarios que empiezan a forjarse en su país. Faltará, pues, quien funja de escudo protector, de fuerza de choque; en definitiva, parece que, en el corto plazo, todo el mundo querrá seguir bajo la protección de la espada de Bolívar, aunque haya aún serias dudas de quién la empuñe. Y eso solo abona a la incertidumbre general frente enigma de los dos Chávez, planteado por García Márquez, cuya respuesta no parece tan sencilla, a pesar de que muchos se apresuren a decir lo contrario.

Jose María León Cabrera