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@IvonneGuzmn

Después de echarle cabeza al asunto, creo tener una pista de lo que está pasando. Simple: se nos acabó el recreo. Y a medida que pase el tiempo (en el 2017 podremos hacer una primera evaluación) iremos viendo cómo muchas de las cosas que creíamos normales, porque así era el mundo que conocimos, ya no lo serán. Y nosotros seremos menos nosotros para empezar a ser más lo que unos señores que dicen ser el Estado quieren que seamos; para comportarnos según sus valores, sus proyectos, sus estéticas, que son también sus taras y sus prejuicios; para de alguna manera –al menos públicamente– dejar de ser, en nombre de una entelequia que nos han vendido traducida como buen vivir, que la verdad nos trae malviviendo a muchos (y a muchas, ya, para que los policías analfabetos de la corrección política no se resientan, y sigan leyendo).

Puedo estar equivocada del medio a la mitad, pero siento que la atmósfera librepensadora de la que gocé toda mi vida (más bien menor y subdesarrollada, es cierto, pero era un buen intento de salir de este marasmo intelectual) no va más; en su lugar, una espada controladora pende sobre mi cabeza para partírmela, de manera simbólica espero, en caso de que no piense y/o diga lo que el dogma manda.

Alguna vez leí una definición de paz que aseguraba que no se trata de un estado connatural al humano ni tampoco de una situación permanente, sino apenas del brevísimo lapso entre la anterior y la próxima guerra. Aquí aplica para el librepensamiento, rara avis entre el anterior y el próximo despotismo (a veces hasta ilustrado). Como digo, en el caso ecuatoriano no hay rifles ni tanques de por medio, sino principios, libertades y condiciones para tomar decisiones individuales que no sería una locura decir que van menguando a medida que una sola voluntad se acomoda en cuanta institución pública que tiene poder sobres nuestras vidas puede.

Y me pregunto si quienes nacimos entre los 70 y finales de los 80 (es decir, quienes ya hemos vivido buena parte de nuestra vida adulta tomando decisiones por nosotros mismos, guiados únicamente por nuestro buen o mal criterio, sin rosarios ni órdenes gamonales de por medio) seremos los últimos en mucho tiempo –ojalá no tanto como 300 años– que habremos probado las mieles del librepensamiento. Al abrir un libro de texto escolar que el Ministerio de Educación obliga a usar a todos los chicos, esta pregunta se vuelve retórica.

Quizá por ingenua, pero yo estaba convencida de que una vez que ya tenían una pata  afuera, nunca más ni las iglesias ni las aristocracias con sus reglas torpes y abusivas, ni nadie, metería sus narices en mis asuntos privados si a mí no me daba la gana. También creí que podía cantarle sus verdades a un mal funcionario, sin que su majestad mancillada fuera una causa para ser sometida a toda clase de humillaciones. O que salir a chillar a la calle mi frustración o mi desacuerdo con una medida gubernamental que me afecta directamente no era precisamente un acto de rebelión (en su acepción leguleya) sino de rebeldía y hasta de justicia. Peor aún, yo daba por hecho que uno se puede reunir en su casa con quien le dé la gana, para hablar de política o del clima, para planificar una boda o la participación en una marcha y, si se le antoja, soñar –ilusamente, ya sé– con cambiar el mundo; claro, todo eso sin tener que pasar un año encarcelada.

Talvez porque no termino de convencerme del todo, porque aún estoy atada a ese mundo y a esas formas que conocí, o simplemente porque no me resigno, vuelvo a la pregunta retórica: ¿seremos, en mucho tiempo, los últimos en haber probado las mieles del librepensamiento? Y ahora sí una pregunta, hecha con genuina curiosidad, para ustedes: ¿Van a quedarse quietos –disfrutando de la “acobardada satisfacción”, como dice Herta Müller, de su condición de quien hasta ahora no ha perdido– sabiendo lo que les puede pasar?

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Crédito: Maureen Gubia. ingrid nazional. 2012. Tomado de www.riorevuelto.net

Ivonne Guzmán