Una camiseta naranja sin mangas, un pantalón café, el sombrero infaltable que le aplastaba los largos pelos blancos y una Pilsener en la mano. Jimbo Mathus, el líder de la banda Squirrel Nut Zippers, estaba ya sobre el escenario para la prueba de sonido. Eran cerca de las 16:00 del último día de febrero. Los músicos salían de a poco. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas el violinista desenrollaba unos cables rojos como un gato jugando con un ovillo. El ‘sound check’ aún no iniciaba y entre palabras sueltas y bromas, la espera se volvía más bulliciosa cuando el staff técnico hablaba en ecuatorianísimo el misterioso idioma de las conexiones de los equipos a la consola.
Enseguida, un personaje con más aire de cantinero de taberna de piratas que de músico, se sentó frente al viejo piano del Sucre y rompió la tarde. Robert Griffin comenzó a tocar las teclas blancas y negras y se hizo la música.
Luego, Jimbo se paró junto a la batería mirando al video que se proyectaba detrás: la icónica animación de ‘The Ghost of Stephen Foster’ . Batía sus palmas y marcaba el ritmo con los pies. El baterista seguía también la secuencia del videoclip, mirando de reojo.
Después de un largo rato, ya con nueve músicos en escena, la prueba de comenzó. Las pocas almas que deambulábamos a esa hora por la platea ya vibrábamos con la promesa que nos traía la tarde.
Con un sonido retro y a la vez alternativo, con una actitud más rocanrrolera que jazzera, nacieron de la casualidad hace 20 años y sin querer queriendo se convirtieron en una leyenda. Hoy, con nuevos y viejos miembros, tocan esporádicamente.
“Mantener vivo el nombre de los Zippers”
Entre cervezas y botanas, esperaban a que empezara el show. Stuart Cole, bajista y quien funge como director de la banda, cuenta que es su primera vez en el Ecuador, aunque le ha sorprendido la acogida que han tenido “Disfruto estar en esta área. El año pasado visitamos Colombia y a la gente le encantó nuestra música. No teníamos idea de que en toda esta zona les gustaba lo que hacemos. Cuando viajo tanto por distintas partes, abrazo lo nuevo que me presenta cada sitio. Donde estamos ahora es muy diferente de lo que llamaría ‘hogar’. Vivo en el campo, en el sur de Estados Unidos, en Carolina del Norte”.
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Squirrel Nut Zippers es una banda grande, cuyos nueve integrantes vienen de diferentes partes de los Estados Undios: Los Ángeles, San Diego, Memphis, en Mountain City, en la Costa Este, Nueva Orleans… Es un grupo que funciona, además, de forma diferente. La mayoría del material que tocan fue escrito algunos años atrás cuando la banda se presentaba mucho más. “Comúnmente”, dice Stuart (“Stu”, como le dicen todos) “el compositor viene con una idea dada para la canción, con palabras y un bosquejo de cómo irán posiblemente los acordes. Yo toco el bajo, y generalmente vienen a mí. Entonces le damos forma a la canción, ponemos la batería, encontramos el tempo, encontramos la clave correcta para que la voz pueda cantar bien y luego se montan los vientos. Pero normalmente comienza con una persona que trae una idea: de un desamor o un buen amor o lo que sea. Después cuando ya está armada la canción volvemos a hacer cambios: ‘Ok, esto está bien, pero podemos hacerlo aún mejor’… Y este proceso nos puede tomar un año. Podemos tocar la canción por un rato, y luego cambiarla a mitad de año”. La banda, dispersa por los Estados Unidos, se reúne en casa de Cole antes de cada gira. Les toma dos días alistar todo, preparar una lista de canciones lo suficientemente larga para lo que dure el performance. El no estar cerca tiene sus ventaja: es evidente que se divierten en el escenario y que no les llega la saturación de estar siempre cerca el uno del otro.
Una banda atípica, sin duda, que jamás quiso ser popular. “Simplemente pasó” dice Cole, a quien no parece seducirlo esa parte de su trabajo. Para él, hacer jazz, un género musical que no goza de una popularidad muy alta por estos días (aunque el Sucre haya estado abarrotado durante las dos semanas que duró el festival), tiene que ver más con la posibilidad de conmover a quien lo escucha; darle la posibilidad al público de sentirse encantado y diferente, de querer bailar, tomarse un trago, llorar o preguntarte por aquella persona que acabas de conocer. “Eso es buen arte”, sentencia. Por eso, su principal propósito no es la fama, sino mantener vivo el nombre de los Squirrel Nut Zippers. En esa aventura, idearon el proyecto de “The Ghost of Stephen Foster”, el emblemático video de la banda. Un cartoon en blanco y negro, dibujado en el estilo de Max Fleischer, creado por un grupo de artistas de la compañía que hizo los Simpsons, serie de la cual los Zippers son fanáticos. Una afición que les era correspondida por los caricaturistas. Cole sonríe cuando cuenta “Es como con Plaza Sésamo, cuando fuimos decíamos ¡Dios mío, estamos en Sesame Street!, y ellos decían ¡aquí están los Zippers! Es raro cuando a tus héroes les gusta lo que haces”. Visitaron a la gente de los Simpsons, y seis meses después lo presentaron por primera vez. A alguien se le ocurrió luego que era una buena proyectarlo y tocar para él. Lo hicieron y la gente quedó encantada.
“Un tentempié en la fonda más cercana”
La tarde moría. Pasaban las 18:00 y con tres chicas del Teatro salimos en busca de algo para engañar el estómago. Ellas conocían una fonda cercana, donde podíamos comer un aperitivo sin gastar mucho. Salimos del teatro y nos encontramos con una parte de los Zippers. Habían llegado la noche anterior y el viernes partían a Colombia, en las primeras horas, así que estaban ansiosos por ver aunque sea un pedazo de Quito.
En la Plaza del Teatro la multitud se aglomeraba en torno a un espectáculo callejero. Mathus y dos compañeros más se unieron a la gente y espiaban.
Nos acercamos hacia la calle Guayaquil y ‘Stu’ se nos unió. Entramos en una fonda olorosa a aceite, condimentos, y a la gente que salía de sus trabajos y buscaba algún abrigo del frío. Adentro hacía calor. Pedimos empanadas de queso, de carne, humitas y café. Como no había puesto en los salones principales, pasamos el pasillo y entramos a una sala donde las mesas de madera estaban sucias y el piso completamente mojado. Pero no había tiempo para buscar algo mejor. Nos quedamos ahí, advirtiendo a ‘Stu’ que si bien no era el lugar más ‘fancy’, era donde se podía disfrutar de la vida popular de la ciudad. El bajista dijo que no había problema, que estuvo en Medellín y conoció lugares así, que le gusta viajar y no gastar mucho, que ojalá pudiera recorrer Sudamérica hasta la punta más distante. Y que le encanta cocinar, pero que sus dos hijos adolescentes comen tanto que nunca es suficiente, y que no tiene auto, sino una gran y ruidosa moto. Hasta que se acabaron las empanadas y ya era hora de volver al Teatro, porque la hora del concierto estaba cada vez más cerca.
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Cuando el Sucre casi se viene abajo.
Después de que la banda alemana ‘Out of Print’ calentó el ambiente, pasadas las 20:30 de ese jueves, los Zippers salieron al escenario. El alma era Jimbo Mathus, con el sombrero que de tanto en tanto hacia girar sobre su cabeza, su corbata de lazo y el diente con filo de oro que resplandecía. Frente a él colgaba el banjo, las maracas, la guitarra. A su lado, Vanessa Niemann (quien dice que la tratan como la hermanita menor) dueña de una hermosura clásica que contrasta con los grandes tatuajes que le decoran los brazos, se movía con la música. Apenas comenzó a sonar ‘Good Enough for Grandad’, el Sucre repleto de gente en la platea, luneta y los palcos comenzó a sentir un leve hormigueo.
Los aplausos se hacían más fuertes, los cuerpos comenzaban a moverse. Jimbo insinuó que comenzara el baile, diciendo: “No tienen que permanecer en sus asientos”. Alguien puso el mal ejemplo y todos se levantaron a bailar y saltar. El viejo Jim dejó el sombrero en el escenario, tomó la cámara de fotos y se unió a la multitud.
El Teatro crujía. Sus centenarias entrañas de madera traqueteaban con la interpretación de ‘The Ghost of Stephen Foster’, en la que la caricatura muda y en blanco y negro es sonorizada, como en la época del cine mudo, en vivo por los Zippers. Ya al final, con ‘Hell’ -una de las canciones más famosas del grupo-, el lugar vibraba, al ritmo de los saltos y aplausos de la gente que se encantó, se sintió diferente y se conmovió con la música de los Zippers. Buen arte, para ponerlo en palabras de Stuart Cole.
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Cristina Arboleda