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La Iglesia Católica lleva ya cinco días sin un Papa regente, aunque el último que tuvo siga vivo.

Como no sucedía hace seiscientos años, el máximo líder religioso del dieciséis por ciento de la población mundial, decidió dejar el cargo. Benedicto XVI anunció su decisión el lunes once de febrero afirmando en latín que “tras haber examinado repetidamente su conciencia ante Dios”, había llegado a la convicción de que por su avanzada edad, le era imposible un adecuado ejercicio del ministerio petrino.

Esa renuncia se hizo efectiva el veintiocho de febrero pasado, a las ocho de la noche de Roma, tres horas después de que el Papa abordara un helicóptero para retirarse a la casa de veraneo de Castelgandolfo, hasta donde, por última vez, lo acompañó la Guardia Suiza, pequeño ejército vaticano. Ahí, ha dicho, se quedará dos meses a meditar.

La decisión de Joseph Ratzinger sacudió al mundo. El fin de un papado, como en toda monarquía, gatilla inmediatamente una duda “¿Quién vendrá?”. Esta vez, sin embargo, por lo peculiar de las circunstancias, las preguntas eran muchísimas más pero se resumían en una sola: ¿Por qué renunció el Papa?

Siempre es mucho más fácil condensar muchas interrogantes en una sola, pero es muy difícil hacer ese mismo ejercicio con las respuestas.

Así, intentar una respuesta única para la abdicación papal resulta absurdo. Aún más inocuo es intentar una respuesta desde los aprecios o animadversiones hacia el pontífice católico. Los buenos católicos dirán que su renuncia es un acto de amor y humildad y sus acérrimos críticos afirmarán que lo hace presionado por la corrupción y la intriga vaticana.

No sé si sea importante encontrar un punto medio entre ambas posiciones, irreconciliables del todo, y no lo voy a intentar. Este artículo es una breve reflexión sobre el gesto de Benedicto, sus posible motivos, sus repercusiones pero, por sobre todo, es la lectura de un crítico que no milita en su iglesia.

Mucha gente dirá que nada tiene que hacer un no-católico opinando sobre la renuncia de Benedicto y, peor aún sobre su sucesión. Eso no es verdad. Como dice Wallerstein, el Vaticano es un actor geopolítico mayor y así como nos interesa quién resulta electo presidente en Estados Unidos, Rusia, Brasil o Alemania, la elección del papa es un asunto que, por lo menos en cuanto al Estado Vaticano, nos compete a todos –no así en su rol de representante de Dios en la Tierra–.

Hecha esta breve pero necesaria aclaración, creo que es necesario identificar los posibles motivos por los cuales Ratzinger deja el cargo para el cual fue elegido en 2005. El Papa no miente cuando dice estar enfermo y cansado. Ocho años a esa edad y con ese ritmo de trabajo deben pesar. Según reporta El Mundo, de España, el hoy papa emérito alemán sufre desde hace mucho una serie de afecciones, inclusive anteriores a su elección.  Ahora, él mismo afirmó en su anuncio del once de febrero que estaba consciente que su labor le exigía, además de obras y palabras, sacrificio para enseguida decir que no obstante aquello, hoy en día ser papa exige una fortaleza mental y física de la que ya no goza.

Eso, entre líneas, parece significar que Benedicto no podía ya controlar y estar al tanto de todo lo que sucedía en la iglesia, algo que confirmaría su ex mayordomo, Paolo Gabrielle, condenado por filtrar documentos secretos en el escándalo de los VatiLeaks. Al ser interrogado sobre los motivos de su infidencia documental, Gabrielle (quien afirma no haber recibido recompensa alguna por entregar la información clasificada) explicó que lo hacía por el bien de la Iglesia –la misma razón que esgrimió su jefe para renunciar– porque el papa no estaba enterado de lo que sucedía. “Me di cuenta de lo fácil que es manipular a una persona con tanto poder” ha dicho.

Ante la incapacidad de ejercer el total dominio sobre su grey y en medio de una escalada de ambición en la misma sede vaticana, Ratzinger toma la decisión más sensata posible: irse. Su renuncia reviste un hálito de humanidad tan ajeno a la curia romana que constituye una lección para todos aquéllos que buscan aferrarse al poder indefinidamente, a cualquier costa e, inclusive, cuando sus condiciones físicas les impiden gobernar.

Ahora bien, parecería también que Benedicto siempre fue un gran teólogo, pero no un buen administrador. Durante sus ocho años de pontificado, la iglesia vivió varios y graves escándalos, asociados con el encubrimiento de los abusos sexuales, la inclusión del Vaticano en la lista de los Estados que no colaboran en la lucha contra el lavado de activos y las rencillas intestinas, agravadas por la condición de salud de Ratzinger (lo que hacía pensar ya en su sucesor). A pesar de eso, el papa alemán tuvo varios aciertos: fue el primero en pedir por perdón por los delitos de los miembros de la iglesia; se retractó de sus palabras en África, cuando dijo que los condones no ayudaban a prevenir el contagio del VIH; y, como teólogo, habló del infierno como un lugar “de paso”, resolviendo un viejo dilema cristiano respecto de Dios: justicia y misericordia, como apunta Fernando Insua. Sin duda, le quedan muchas otras deudas pendientes que sus menguadas fuerzas no podrán cumplir.

Una debilidad que no le ha impedido despachar hasta el veintiocho de febrero. Desde su anuncio hasta ese día, despachó con normalidad. Incluso, le alcanzó el tiempo para aceptar la renuncia al cardenal escocés Keith O’Brien, confeso de “conducta sexual inadecuada”, nombrar a un nuevo presidente para el Instituto para las Obras Religiosas –o más conocido como el Banco Vaticano–, alemán, como él; y hasta para fustigar la corrupción al interior de la Iglesia.

Una de las mayores derrotas de Benedicto es la incapacidad de reconciliar la iglesia con el que debería ser su interés principal: el Evangelio. El mismo papa lo afirmaba así, en ¿Democracia en la Iglesia? libro que escribió con Hans Maier “… el interés de la Iglesia no lo constituye la Iglesia sino el Evangelio. La autoridad debería funcionar lo más calladamente posible, sin tratar de fomentar primariamente su propio ejercicio. Es cierto que todo aparato o estructura necesita dedicar una parte de sus fuerzas para mantenerse en pie, pero tanto peor resulta cuanto más se consuma en su propio monopolio y no tendrá razón de ser”.

Así, un filósofo que dedico buena parte de su vida a teorizar sobre asuntos teológicos, no pudo dominar el aparato estatal vaticano y ante la evidente incapacidad del Papa, sus ambiciosos lugartenientes comenzaron a envolverlo a tal punto que el propio L’Osservatore Romano, el periódico de la Santa Sede, dijo en uno de sus editoriales que Benedicto era un “pastor rodeado por lobos”. Al parecer, muchos de los cardenales ven a la iglesia como el fin mismo de la iglesia y, además, consideran que quienes la hacen son ellos mismos y no tanto la feligresía. Luises Catorce por decenas.

Más allá de las teorías de conspiración generadas alrededor de todo esto, creo que hay una lección importante que deja Benedicto y no tiene nada que ver con su pastoral: un jefe de Estado debe hacerse un lado cuando siente que no puede desempeñar el cargo. Algo a lo que la mayoría de los políticos en pleno ejercicio del poder jamás aceptaría. Para muchos, es un camino fácil ante el fracaso de la misión que se impuso Ratzinger en 2005 y por la cual asumió el nombre de Benedicto: regresar los ojos de la secularizada Europa a la religión en una peregrinación evangelizadora.

Agobiado por no haber logrado esa cruzada de evangelización, cercado por los cardenales que empezaban a barajar desde ya las posibles candidaturas papales cuando muriese, algo que hasta le advertía en una carta confidencial el purpurado colombiano Darío Castrillón Hoyos sucedería “en doce meses”. A esa carta se le sumaría aquélla en la que el hoy Nuncio apostólico, en Estados Unidos, Carlo María Vigano, le solicitaba no ser removido de su cargo: “Beatísimo Padre, el que pueda ser trasladado causaría desconcierto en todos aquellos que creyeron que era posible sanear tantas situaciones de corrupción y prevaricación desde hace tiempo radicadas en la gestión de las diferentes direcciones de la administración vaticana”.

En medio de esas intrigas, hoy comienza el interregno en que el Camarlengo se encarga de la administración del Vaticano mientras se elige un nuevo papa ¿Qué papa habrá de elegirse? ¿Será, por fin, un africano o un latinoamericano, continentes donde vive la mayor población de católicos en el mundo o se comprobarán los rumores que afirman que la curia romana quiere para sí de vuelta el trono de San Pedro, en manos foráneas por mucho tiempo ya?

Si la iglesia da ese paso, y torna sus ojos hacia los marginales, habrá hecho un salto gigante por acercarse a los tiempos que vivimos. Si, además, el próximo papa acentúa las investigaciones y disculpas por el encubrimiento de abusos a menores, reafirma el ecumenismo enfriado durante el papado de Benedicto, intenta comprender al mundo contemporáneo antes de intentar convertirlo y no vuelve a incurrir en declaraciones irresponsables como las de Benedicto en África, entonces recuperará el Papa la dirección espiritual de su populoso rebaño y el respeto de quienes, desde afuera, vemos que el papa que el 28 de febrero se fue para siempre pudo haber estado lleno de buenas intenciones que se perdieron en el intríngulis burocrático vaticano. Tal vez llegó con las mejores intenciones, tal vez hizo el mejor esfuerzo que le era posible a un hombre achacado por la enfermedad y la desilusión, y no pudo.

Si eso no sucede, y el solio papal es retenido por el ala más conservadora, oscura e italiana de la Iglesia, el próximo Papa naufragará en las mismas aguas que Benedicto y, en palabras de un buen amigo sacerdote jesuita, seguirá siendo nada más que “una instancia administrativa que dice muchas cosas”.

José María León Cabrera