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'El punk se supone que es algo feo… asi que yo debo ser re-punk.'

Cementerio de Avellaneda, Pabellón Juan XIII, el pabellón verde. Tercer piso a la izquierda. La tumba de Ricky Espinosa se reconoce por la cantidad de graffitis y mugre que lo rodean. Tal como se entiende que fue su vida.

Aunque sus más cercanos se esfuercen por recordar su lado humano, el poeta maldito de Avellaneda es más que una leyenda. Cogió la guitarra en su temprana adolescencia y las malas lenguas dicen que inventó el black metal, antes siquiera de que Venom llegara a sonar por los suburbios bonaerenses. Se pintarrajeaba la cara desde el 87. Luego dejó Overkill, se pasó al punk y su vida se descompuso tanto como su melodía. Vivió el género con tanta intensidad que si los Eskorbuto dejaron algo limpio con sus contagios y muertes por SIDA, Ricky se lo terminó de llevar al infierno.

Siempre dejó claro que su forma de ser no se debía al alcohol o a las drogas, se jactaba de no servir para nada y al mismo tiempo de ser un genio. Sus canciones hablaban de ser bisexual, de inhalar goma, de no ir a la guerra, de que todo era una mierda pero era feliz. Lo mejor es que ninguna de sus bandas ensayaba porque decía que se perdía la frescura. Los conciertos de Flema, eran al mismo tiempo los ensayos de Flema. Era la incongruencia, era el sinsentido, era el virtuosismo de un cantante de rock que se cagaba en todo. Era el nihilismo moderno. Fue tan cabrón que, en media guerra de tribus urbanas en Argentina, llegó a proclamarse a sí mismo un rolinga y tuvo tantos huevos que en medio recital tocó 'Honky Town Woman', soportando los botellazos de su público. Llegó a decir que el punk del primer mundo no existía, y que retaba a Bad Religion o a cualquier banda californiana a que pase una noche en un bar de Gerli para enseñarles cómo se la líaba. Dicen que era un gran amigo, que no o duraba en los trabajos y que nunca se fue de la casa de sus padres. Que llegó a dormir en una carpa sobre el edificio, por eso de 'si vives bajo mi techo…'; él vivía encima. ¡Era un capo!

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Ricky murió a los 33, como Jesuscristo. Pero murió como mueren los grandes: decidiéndolo. Hace 11 años, estaba jugando PlayStation con el guitarrista y dijo que si perdía la partida se botada por el balcón. Y perdió. Y se nos fue el último punk que quedaba vivo. Las razones nunca las entenderemos y están de más; de eso se trata la hipocresía de la cronología de la que habla su amigo Marcelo Pisarro cuando cita a Cartwright: “La estúpida pretensión de que una cosa sigue a la otra, como si un sábado un hombre debiera ahorcarse porque el viernes estaba melancólico, cuando quizás su melancolía no tuvo nada que ver con el suicidio, quizás se ahorcó por pura extravagancia”.

Desde entonces, la gente lo visita y deja su saludo en el pabellón verde. Ya no hay más pogo ni gargajazos. Una pareja, al parecer, había pasado la mañana tocando guitarra junto a la bóveda. Cuando llegué, decidieron retirarse y dejar un tufo de alguna droga no conocida por la mitad del mundo. Alrededor de la placa aún se nota el chamuscado que quedó luego de que una turba eufórica decidiera que la mejor forma de celebrar a su héroe era prendiéndole fuego al féretro. Como me dijo el encargado de limpieza del camposanto: 'éste ni muerto deja descansar a sus vecinos'.