Mientras escribo este texto, Rafael Correa da su discurso de agradecimiento: acaba de dar una paliza electoral y logra su reelección con un 60% de votos, según los primeros informes.
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Óscar Santillán, Spider statement, 2008. Tomada de www.oscarsantillan.blogspot.com
Mientras escribo este texto, sonrío. Nunca me había alegrado tanto acudir obligatoriamente a las urnas. Todas las veces que he votado para Presidente, Diputados/Asambleístas y Alcalde mi actitud ha sido la misma: ir durante todo el trayecto quejándome –ante mi familia- del voto obligatorio y de sentirme forzada a ejercer un derecho teniendo que escoger lo menos dañino, lo menos hostil. Esta vez fue diferente. Esta vez, no iba por “el papelito”, iba emocionada. Quería darle mi voto a mi candidato. QUERÍA Y TENÍA QUE VOTAR. Por primera vez mi voluntad y la fuerza no entraban en conflicto, aún sabiendo que mi voto no cambiaría la derrota previsible.
Mientras esperaba en la fila, seguramente una de las filas que más contenta he hecho, enumeraba todos los defectos de mi candidato, su movimiento y sus demás candidatos. Mentalmente recordaba todas las razones por las que quizás mi voto podría ser un error y un acto de irresponsabilidad. Al menos en eso estaba cuando un grupo colorido me interrumpió. No se dirigían a mi y tampoco estaban conscientes de que su conversación y gestos me desconcentraban de ese momento sanamente inquisidor que vivía. De hecho, mi presencia era irrelevante para ellos, lo cual evidentemente no pasaba conmigo. Estaban contentos, al igual que yo, tenían apuro por votar y –tal como yo lo había hecho cuando llegué- entusiastas buscaban tener una pluma lista. Cargaban ese “acelere” que solo experimentas cuando algo te llena; cuando algo te urge. Parecía que también vivían una primera vez.
La fila avanzó y caí en cuenta de que era mi turno gracias a la voz gruñona de quien venía atrás mío, probablemente él si estaba en el recinto con esa actitud que a mi ayer me resultaba cosa lejana. En silencio perdoné su gruñido, entendía esa sensación y me entristecía. Sabía cuánto cabreaba. Entregué mi cédula, recibí mis papeletas, identifiqué las urnas donde depositarlas y apoyé los papeles en el pupitre. Sabía que si no quería otro gruñido debía ser rápida, sin embargo, dándole al gruñón una mirada que suplicaba tiempo y viendo la sonrisa que esbozó concediéndomelo, observé por segundos al grupo que me había distraído: Estaban votando, no se percataban de las miradas curuchupas que los juzgaban, se enredaban con los papeles y parecían perdidos entre tantos rostros impresos hasta que encontraban a sus candidatos. Supongo que la desesperación no les permitía ver, como si se tratase de una puesta en escena de las leyes de Murphy. El gruñón me regresó a mi labor y por primera vez, POR PRIMERA VEZ, voté feliz. Rayé con cuidado, no quería cometer ninguna imprudencia que pudiera causar la anulación de mi papeleta. Estaba consciente de que mi candidato y la perfección son polos opuestos y de que éste no es su momento para dirigir al país, pero ver su rostro impreso me llenaba de esperanza. Esa esperanza se duplicó cuando descubrí que su candidata a la vicepresidencia había estado, tal como dice Benedetti, “codo a codo” conmigo en un plantón por la libertad de los 10 de Luluncoto. No podía haber elegido mejor, estaba –oficialmente- rompiendo por primera vez.
Tan satisfecha abandoné el recinto que olvidé emplasticar “el papelito”. Eso era prueba de que su adquisición ya no era la protagonista del día. Yo estaba ahí por algo más y tenía claro que ese sabor a esperanza se mantendría y me haría volver en 4 años. No necesitamos mejores políticos, necesitamos un mejor electorado. Siéndolo, la calidad de los candidatos será directamente proporcional a la nuestra.
Karla Morales