El pensamiento de Bolívar Echeverría (1941-2010), filósofo ecuatoriano nacionalizado mexicano, resulta interesante para hacer una crítica de la cultura latinoamericana contemporánea desde un marco teórico crítico del marxismo. A partir de la independencia de las naciones sudamericanas los intentos por reflexionar sobre el continente han estado llenos de accidentes y de callejones sin salida. Esclarecer el movimiento de una cultura subalterna y periférica en donde la imagen de una modernidad estrictamente europea sirvió de modelo, por demás inaplicable, en su estructuración política-ideológica-social, ha sido una tarea ardua pero asumida por múltiples pensadores que, como Echeverría, apostaron a una mirada no eurocéntrica. La pertinencia de su pensamiento, dada la deriva política actual de varios países latinoamericanos cuyos gobiernos son de tendencia izquierdista, está vigente y merece un abordaje que logre sacarlo de la abstracción para llevarlo al terreno de lo concreto. Con este trabajo pretendo esbozar parte del planteamiento crítico del capitalismo y de la cultura de Bolívar Echeverría, pero también espero aportar conclusiones propias sobre su pensamiento que se levanta con fuerza en el centro de la periferia.
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Crédito: https://apuntesliteraturalatinoamericana.blogspot.ca
1.- Cultura y civilización
En su ensayo Definición de la cultura (2001) Echeverría hace una revisión del término, su origen en la palabra griega paideia (crianza de niños) y la noción de cultivo. La diferenciación que establece entre cultura y civilización en el siglo XVIII nos sirve para entender la importancia del progresismo en la modernidad capitalista europea:
Mientras en Francia el concepto de civilización mantiene su definición corregida por el neoclasisismo de la Ilustración y, lejos de afirmarse en contradicción frente a la idea de cultura, pretende incluirla y definirla como la versión más refinada de sí misma, en Alemania el concepto de cultura se vuelve romántico, define a ésta como el resultado de la actividad del “genio” creador y reduce a la civilización a mero resultado de una actividad intelectualmente certificada.[1]
La civilización se contrapone a la cultura, desde la idea romántica alemana, porque ésta última habla del espíritu, del arte, de lo sublime, mientras que la primera es en sí misma la sociedad moderna y su afan progresista que ve a la historia como una línea recta de innovaciones constantes en donde lo nuevo debe, por regla general, sustituir a lo viejo en aras de un avance imparable. En ambos casos se trata de una visión de la cultura que no deja de lado cierto clasismo cínico, incluso en los primeros románticos que veían toda actividad cultural como algo perteneciente al pueblo —que, además, según ellos, era el único capaz de generar una visión no enajenada del mundo y de transformarlo con su trabajo— había una comprensión de todo esto a través de la división social —la burguesía y la nobleza, por ejemplo, eran un estorbo para la misma actividad cultural—. En cambio los románticos tardíos pensaron la cultura, como escribe Echeverría, desde una “perspectiva etnocéntrica”; ellos eran parte de las grandes naciones, los verdaderos pueblos de cultura —una inmersa en la civilización con miras progresistas—, los otros no eran más que “pueblos naturales” que desde la visión inglesa colonizadora de la época, eran dependientes y, a lo mucho, estaban en un proceso civilizatorio. La civilización, aglutinadora de no cualquier cultura, sino de la avanzada y, sobre todo, moderna, se opondrá a la de los pueblos primitivos, inmanentes, a los que les queda un largo camino por recorrer para ser trascendentes. Esto recuerda la lucha del hombre entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre su humanidad y su carácter intersubjetivo.
Echeverría plantea —a partir de una discusión entre Sartre y Levi Strauss en la que el primero criticó al segundo por estudiar los grupos humanos como colmenas y olvidar la dimensión subjetiva del sujeto y su libertad— un problema esencial en torno a la definición de cultura: lo que hay en la vida social de libertad y lo que hay de “situación (objeto)”. Es esta problemática la que lo lleva a pensar en el capitalismo y su funcionamiento dentro de las relaciones intersubjetivas de una sociedad.
2.- Modernidad y capitalismo
Para Echeverría la modernidad dentro del sistema capitalista es “progreso en las técnicas de producción, de organización social y de gestión pública”[2]; es central el papel de una mirada progresista en el proceso civilizatorio, una que define a las grandes naciones y pueblos de la cultura europea moderna y cuya “lógica tecnicista” fue criticada por la “cultura política de izquierda” en el siglo XX. Echeverría tiene claro, y no teme resaltar, que el gran error de la aplicación del marxismo fue el dogmatismo con el que fue puesto en práctica. Por eso, desde un lugar crítico, propone la posibilidad de rescatar lo rescatable del pensamiento de Marx: su análisis de cómo la economía capitalista funciona a nivel político, social y de cómo influye en la conformación del sujeto moderno y de su subjetividad.
El aspecto negativo más preocupante del capitalismo, para Echeverría, está en el ensalzamiento que la modernidad realiza a la producción. La acumulación, el dinero en sí mismo y en grandes cantidades, se convierte en la finalidad del proceso capitalista. El ser humano queda expulsado del centro porque el movimiento productivo se convierte en lo primordial. “La producción por la producción” es el lema y el estandarte. Paradójicamente, esta maquinaria de producción sólo puede sostenerse, dice Echeverría, creando una idea de “escasez artificial” que siga impulsando la producción. “Ninguna realidad histórica puede decirse con mayor propiedad que sea típicamente moderna como del modo capitalista de reproducción de la riqueza social”[3]; sin embargo se produce más de lo que se puede consumir y se destruye gran parte de lo que se produce. Para que esto sea sostenible se necesita a una sociedad convencida de que eso es civilización, de que eso es progreso. La ciudad es, así, el centro de desarrollo y de avance; “en el centro, la city o el down town, el lugar de la actividad incansable y de la agitación creativa, el ‘abismo en el que se precipita el presente’ o el sitio donde el futuro brota o comienza a realizarse”[4]. Todo lo que está fuera de ella queda relegado, nuevamente, al primitivismo.
Echeverría entiende que las identidades, o partes de ellas, tienen anclaje en la relación productor/consumidor y es en esta relación en la que los sujetos son socializados. La enajenación productiva, que no tiene ningún fin exterior a sí misma, es una de las principales críticas que le hace al capitalismo moderno y, a partir de ella, establece la gran paradoja: “El modo capitalista de reproducción de la riqueza social requiere, para afirmarse y mantenerse en cuanto tal, de una insatisfacción siempre renovada del conjunto de necesidades sociales establecido en cada caso”[5].
La violencia moderna está, entonces, en el convencimiento sistemático de los explotados de que la violencia de la que son víctimas es aceptable. Echeverría escribe que los trabajadores no sólo aceptan su inferioridad social, sino que, además, unicamente aceptándola pueden gozar de los derechos que los hace ciudadanos “iguales” a otros. El incumplimiento de sus roles sociales les trae consecuencias graves, de modo que mientras se les dice que son libres están, a la vez, sometidos por un sistema que los castiga por ejercer esa libertad.
El fundamento de la modernidad trae consigo la posibilidad de que la humanidad de la persona humana se libere y se depure, de que se rescate del modo arcaico de adquirir concreción, que la ata y limita debido a la identificación de su cuerpo con una determinada función social adjudicada (productiva, parental, etc.). Esta posibilidad de que la persona humana explore la soberanía sobre su cuerpo natural, que es una “promesa objetiva” de la modernidad, es la que se traiciona y caricaturiza en la modernidad capitalista cuando la humanidad de la persona, violentamente disminuida, se define a partir de la identificación del cuerpo humano con su simple fuerza de trabajo. El trabajador moderno, “libre por partida doble”, dispone soberanamente de su cuerpo, pero la soberanía que detenta está programada de antemano para ejercerse, sobre la base de esa humanidad disminuida, como represión de la corporeidad animal del mismo.[6]
Pensar estas características del capitalismo —que establecen una relación particular del hombre con la naturaleza al ser esta última un espacio a ser transformado por la producción y el sujeto un individuo que crea su identidad en ese proceso transformador[7]— resulta esencial para reflexionar sobre el devenir político-cultural de América Latina después de la pseudo independencia con la que las naciones se autoproclamaron libres, soberanas, en un canto que, en realidad, fue sólo el inicio de un proceso de calco sistemático de modelos europeos. Echeverría escribe en América Latina: 200 años de fatalidad que en un graffiti quiteño de la época independentista se leía “Último día de despotismo y primero de lo mismo”. Las repúblicas del s. XIX fueron hechas para los criollos de determinada clase social, con patrimonios; los que eran considerados ciudadanos con todas las letras. Los grupos marginales como los indígenas, los negros o los mestizos de “casta inferior” simplemente pasaron a ser oprimidos por otros. La intención era la de “practicar un colonialismo interno”. El risible intento de aplicar una modernidad capitalista en el continente fracasó en su ideal de convertir a Latinoamérica en la venerada Europa, de la que no sólo se seguía admirando su desarrollo económico-social, sino también su vida intelectual. Tuvieron que desatarse varias luchas intelectuales en el continente —que se describen perfectamente en La ciudad letrada (1984) de Ángel Rama— para que Latinoamérica dejara a un lado su visión eurocéntrica y empezara a pensarse a sí misma fuera de los parámetros de los modelos extranjeros.
El capitalismo y la supuesta modernidad que se instauró en América Latina luego de las batallas de independencia buscó, también, la producción exacerbada, pero no para el disfrute de su propia gente, sino para el de los países extranjeros. La América poscolonial fracasó en su ideal de libertad y de soberanía política-económica. Con desesperación buscó el reconocimiento de la conciencia europea sin conseguirlo fuera de la dialéctica amo-esclavo.
Para Bolívar Echeverría el principio de la modernidad capitalista es el del “valor que se autovaloriza”. En sus propias palabras, “se trata de un principio o una lógica que pretende estructurar el mundo de la vida en referencia al telos cuantitativo siempre inalcanzable del incremento por el incremento mismo”[8]. El problema con las sociedades latinoamericanas es que su posición dentro del sistema, desde que se independizaron hasta el día de hoy, ha sido el de la producción masiva de productos a exportar. El consumo de los bienes producidos con la fuerza de trabajo, es decir, el disfrute de ellos, no le ha pertenecido de forma absoluta. La teoría de la dependencia impulsada entre los años 50 y 70 por pensadores argentinos, chilenos y brasileños ya hablaba de la dificultad en el desarrollo económico-político-social del continente debido a su condición de productores sometidos a las exigencias y a la productividad de otros países. Latinoamérica, como economía periférica, débil y poco competitiva, beneficia a las economías centrales, pero no a la suya. La teoría de la dependencia defendía que el comercio internacional agravaba la pobreza en los países subalternos en tanto que:
· Ellos asumen el rol de países exportadores de materias primas para luego ser consumidores de productos industriales y tecnológicamente avanzados.
· Los desarrollos técnicos significan para la economía central aumento salarial, mientras que en la periferia la fuerza de trabajo disminuye su precio.
Aplicar un proteccionismo comercial era esencial, según la teoría de la dependencia, para impulsar al continente a desarrollarse y reducir su desigualdad social.
3.- Ethos barroco
Bolívar Echeverría comprendió los efectos culturales de esta historia de dependencia a través de lo que llamó ethos barroco.
El concepto de ethos se refiere a una configuración del comportamiento humano destinada a recomponer de modo tal el proceso de realización de una humanidad para que ésta adquiera la capacidad de atravesar por una situación histórica que la pone en un peligro radical. (…) Un ethos es así la cristalización de una estrategia de supervivencia inventada espontáneamente por una comunidad.[9]
El ethos de la modernidad sería, entonces, la vida interiorizada de la producción por la producción y de la acumulación de capital. Según su forma de entender el capitalismo, éste se divide en cuatro ethos: el realista —y dominante—, el romántico, el clásico y el barroco. El ethos realista es el que niega la contradicción del capitalismo y afirma que el incremento del valor de cambio también contribuye al incremento del valor de uso; el ethos romántico defiende que el incremento del valor de producción se debe a las necesidades, es decir, a la “escasez artificial”; y el ethos clásico no niega la contradicción, pero asume su inevitabilidad con resignación.
El ethos barroco es, de los cuatro, el que nos interesa. Éste, como el clásico, asume las contradicciones de la modernidad capitalista, pero no las considera insalvables. Se trata de un ethos que logra conciliar las contradicciones precisamente con el fin de sobrevivir, pero al hacerlo “promueve la resistencia en ese sacrificio; un rescate de lo concreto que lo reafirma en un segundo grado, en un plano imaginario, en medio de su misma devastación”[10]. El ethos barroco se parece al arte barroco: mezcla elementos contrapuestos que parecerían no poder mezclarse. Adorno escribe sobre este arte que es “una decoración absoluta”. Echeverría dice que es, también, una “puesta en escena absoluta”, una representación que ha dejado de ser representación y que ha empezado a sustituir a la vida. Un ejemplo de este ethos está en la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito, en donde se mezclan motivos indígenas y criollos con los de la religión católica.
Para volverse cristiano (que es para él [el indio] una condición de su supervivencia física), es decir, no para desaparecer o morir como americano y ser sustituido por la copia de un europeo, sino para pasar a ser europeo sin dejar de ser americano, el indio que se autoespañoliza tiene que ejercer un trabajo de transformación estructural de este cristianismo que las circunstancias lo compelen a interiorizar: debe recrearlo haciendo de él un cristianismo capaz de aceptarlo como un ser humano que, aún vencido y subyugado, se identifica concretamente por sí mismo en la asunción de su derrota; rehacerlo como un cristianismo que integre positivamente su obligada autonegación religiosa.[11]
No hay barroco como el latinoamericano. No hay barroco que se prolongue hasta nuestros días de la misma forma que el latinoamericano. Esto, según Echeverría, se ha convertido en el ethos del continente, en lo que le permite ser, curiosamente, lo que es: mestizo en todas sus facetas. Para sobrevivir, para ser lo que es, la cultura latinoamericana ha tenido que adaptar la cultura extranjera a la suya y crear una fusión de opuestos que da paso al barroco. Latinoamérica vivió y vive una representación de la modernidad capitalista, pero la vive de forma tan interiorizada que ésta se convierte en realidad. El escenario es la ciudad; y en eso consiste la sinécdoque.
4.- Definición de cultura latinoamericana
Echeverría propone una definición de cultura latinoamericana que en realidad podría aplicarse a muchos otros lugares. Cultura es cultivo de la identidad, dice, pero un cultivo dialéctico, autocrítico y crítico con el otro. Por lo tanto, ineludiblemente, cultura es enfrentamiento: uno en el que se exige reconocimiento por parte del otro y en el que las partes enfrentadas se arriesgan a la propia destrucción identitaria al momento del choque. Para Echeverría:
La historia de la cultura se muestra como un proceso de mestizaje indetenible, un proceso en el que cada forma social, para reproducirse en lo que es, ha intentado ser otra, cuestionarse a sí misma, aflojar la red de su código en un doble movimiento: abriéndose a la acción corrosiva de las otras formas concurrentes y, al mismo tiempo, anudando según su principio el tejido de los códigos ajenos, afirmándose desestructuradoramente dentro de ellos.[12]
La representación o “teatralidad absoluta” es entonces el ethos barroco de la cultura construida por formas que destruyen parte de sí para subsistir con la otra. Ese movimiento simbiótico implica, de cierta manera, que el pathos de una cultura con estas características es el estar siempre en crisis.
[1] Bolívar Echeverría, Definición de la cultura. México: Itaca, 2001.
[2] Bolívar Echeverría, “Modernidad y capitalismo (15 tesis)”, Ensayos políticos. Quito: Pensamiento político ecuatoriano, 2011.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Cito a Echeverría: “Este sujeto estaría constituido por el conjunto de los individuos sociales insertos en las relaciones de producción y de consumo, en ese entretejido de relaciones de convivencia marcada por el acoplamiento del sistema de las capacidades de la actitvidad con el de necesidades del disfrute. Dentro de esta red que podríamos llamar de relaciones sociales de convivencia se ubicaría la identidad de cada uno de sus sujetos sociales”.
[8] Bolívar Echeverría, La clave barroca en América Latina. Exposición en el Latein Amerika Institut de la Freie Universitat Berlín, Noviembre 2002.
[9] Ibíd.
[10] Ibíd.
[11] Bolívar Echeverría, Meditaciones sobre el barroquismo. Artículo.
[12] Bolívar Echeverría, Definición de la cultura. México: Itaca, 2001.
Mónica Ojeda Franco