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@jackyvivian

Todo empezó a oscurecer. El sol que nos alumbraba intensamente desde el cielo pareció desvanecerse lentamente de nuestros ojos. Eran las 2 de la tarde y la oscuridad se hacía presente. Mientras tres grandes amigos y yo empezábamos nuestro descenso hacia lo que sería la Cueva de Rafa, un restaurante en el valle de Tumbaco -cerca de Quito-, un restaurante 9 metros bajo tierra. La entrada, la gente y la preparación me recordaron hacia donde me estaba sumergiendo. Mis expectativas se dispararon, mientras mi ansiedad se mezcló con la incertidumbre, como el agua y el aceite en un mismo sartén. Arriba todo era sonrisas, luz, buen trato y elegancia, pero la verdad no sabía qué esperar de allá abajo. Lo que nunca me imaginé es que ese lugar, sin tan siquiera haberlo visto, se quedaría fotografiado en mi mente de recuerdos. Un mesero de la Casa de Rafa nos guió hacia la bajada a la cueva, en donde las paredes de piedra y las velas le daban un aspecto siniestro, pero encantador.   El frío envolvió mi cuerpo y lo hizo erizarse, mientras una de nosotros, Diana, empezó a atemorizarse. Aún así, continuamos con el camino, y el mesero nos explicó con detalle de qué exactamente se trataba ese lugar: “Es un restaurante completamente a oscuras, no hay velas, ni luz tenue, y los meseros que los atenderán son no videntes. Por el momento, están trabajando Oscar y Franklin”, dijo, mientras una pregunta saltó a mi cabeza como en automático: ¿Cómo se supone que iba a comer? Pero esa pregunta permaneció sin respuesta. Y entonces, mi mente se distrajo con el camino, con el transitar, con el bajar por aquellos escalones que se volvieron fríos, intimidantes, distintos. No era nada como lo que estábamos acostumbrados a ver.  O mejor dicho, a no ver. Aquellos escalones nos condujeron a unos casilleros, en donde debimos dejar cualquier objeto luminoso, pues en la cueva a nadie le es permitido emanar algún tipo de luz. En ese momento, realmente me di cuenta en donde me encontraba.

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Después de medio minuto más de bajada, llegamos a la entrada de la cueva, en donde, irónicamente, Franklin nos esperaba para guiarnos hacia adentro. Su voz se introdujo en mis oídos como una dulce sinfonía. Aún no comprendo por qué pero su voz me transmitió paz. La única indicación que nos dio fue que formáramos un trencito y así, entramos con suavidad y precaución, algunos con los ojos cerrados, y otros, como yo, con los ojos bien abiertos, como si fuese a ver algo. Pero entonces, me choqué con la realidad. La realidad de no ver. La realidad de la oscuridad. De un mundo en negro. Nunca pensé que me pasaría esto, pero la desesperación aceleró los latidos de mi corazón y mi ansiedad por ver hizo que pensara en salirme de la cueva. Pero algo me dijo que no lo haga. Que me tranquilice. Que ya iba a pasar. Y así fue. Nunca dije una palabra y solo me senté con cuidado. Casi en seguida, Franklin nos trajo una cortesía de la casa y ese momento, nos quedamos solos en la cueva, pues las personas que estaban en la mesa de a lado justo terminaron de comer, y se fueron, al igual que mis miedos. Se que las cosas pasan para algo y en ese momento el “para” estuvo clarísimo. La calidez de lugar y sobretodo de la gente que nos atendió me llenó el alma y la tranquilizó, fue como si estar ahí era lo único que tenía. La conversación con Franklin fue llena de emociones, y sobretodo, de compasión. Jessi le preguntó cómo se había quedado ciego y él nos respondió sin suscitar: “Con un pelotazo que me dieron y que me pegó en la cabeza”. Y mis ojos, aunque nadie los pudo observar, se desorbitaron. “¿Con un pelotazo?”, me pregunté en silencio, incrédula, mientras él continuó con su historia: “Me deprimí, no quería salir, fue duro al principio”. Y claro que lo fue. Ni un minuto en aquella oscuridad remota y yo ya entraba en desesperación, recordé. Pero en ese recuerdo, percibí algo. Franklin ya no hablaba con dolor, sino con aceptación y dulzura. Franklin había aceptado algo que a mi,  solo de pensarlo, se me hacía difícil de aceptar. Y después de su historia, fue el turno de Oscar, quien perdió la vista por un desprendimiento de retina hace pocos años.

Entonces, llegó nuestro turno de comer. Franklin colocó sutilmente cada uno de los platos en donde debía estar. Solo por el sonido de nuestras voces, él sabía en dónde nos encontrábamos. Parecía mágico. La comida estuvo deliciosa. Y la experiencia, inolvidable. Las risas, el comer a oscuras, el pasarnos las cosas sin ver, todo, de repente, se volvió tan normal.  A veces me llevaba el tenedor vacío a la boca, y otras, tuve que comer mi pescado con la mano, algo que jamás se me ocurrió hacer. A veces las cosas que jamás piensas que harías, son las que más disfrutas. La verdad es que deleitarme con todo lo que tenía en ese instante me puso muy contenta. Muy llena de emoción y a la vez de sensibilidad. Sensibilidad que se intensificó cuando Franklin nos preguntó qué música nos gustaría escuchar. Nuestra respuesta fue de todo. A lo que él respondió amablemente “ya les voy a poner un disco”. Ese disco contuvo las mejores canciones que pude escuchar en ese lugar. En ese paraje oscuro y recóndito. La melodía de una guitarra empezó a envolver todo el salón y entonces, notamos que era la melodía de Dust in The Wind, tocada y cantada por el mismísimo Oscar. En vivo. A oscuras. A ciegas. Esa melodía cautivó mi alma e inmediatamente las lágrimas rodaron por mis mejillas, como si tuvieran alguna clase de prisa. Y la siguiente canción “Atajitos de caña” creó el mismo efecto. En la sala ya no se escuchaba nada más que la voz de Oscar y las notas de la guitarra. Con nuestro silencio pude descifrar todo lo que estábamos sintiendo. Cuando Oscar terminó de cantar, no hicimos más que aplaudir. Y yo, en mi mente, no hice más que agradecer por lo que tengo y por mis ojos que no ven bien, pero ven. Nada es coincidencia y nosotros 4 teníamos que estar en ese lugar. En ese momento. A esa hora. En ese lugar del cual luego ya no nos queríamos ir. Volver a ver la luz fue algo tan raro como ver la oscuridad cuando entramos. Fue tan incrédulo. Tan difícil. Pero a la vez, tan milagroso.

 

Jacky Vargas