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La comida típica. Esa que vemos por encima del hombro. Esa que guarda tanta historia, tantos sabores imposibles de encontrar en otros lugares. Esa que está totalmente subvalorada. Esa que nos transporta a paisajes andinos, costeños, selváticos e insulares. Esa que no es meritoria de una celebración.

Los procesos culturales llevados a lo largo de cientos de años dieron como resultado las más de 600 recetas que tenemos en la actualidad a las cuales podemos llamar ecuatorianas. ¡Cuánta riqueza dentro de un Biche! ¡Cuántos sabores en unas chugchucaras! ¡Qué maravillosa una cazuela de maricos!

Pero cuando llega el momento de darle el lugar que se merece  nuestra cocina, nos avergonzamos de la misma. Y no es que no nos importe, sino que nos vale verga. Punto.

Llegado el momento de decidir un menú para un evento importante, ya sea una graduación, un bautizo o un feliz divorcio, siempre volcamos nuestra vista hacia la comida europea. Principalmente la francesa. Juramos que un Steak au poivre o un Cordon Bleu son la gran huevada. Y pagamos grandes cantidades de dinero por un plato que tiene la misma complicación técnica que un sánduche de queso.

Tenemos tan metido en la cabeza el concepto de que la comida ecuatoriana es rica, pero no es meritoria de nuestras celebraciones. Creemos que nuestros triunfos, por más importantes o cojudos que estos sean, deben ser celebrados con sushi. Nos parece lo más común del mundo pagar 15 dólares por un pedazo de pescado crudo y muy seguramente congelado, pero regateamos el precio de un ceviche que cuesta 10 dólares, elaborado con ingredientes frescos y con mucho más sabor.

Y no me malinterpreten.

Amo la comida japonesa, y la amo porque es auténtica. Porque refleja una tradición milenaria. Porque respeta los sabores de sus ingredientes. Porque no miente y se muestra tal y como es. Como un niño inocente. Como un borracho feliz. Como una mujer desnuda.

El problema de la comida ecuatoriana se compone de 3 factores, pero al ahora me interesa hablar de uno de ellos. Quizás el más complicado, porque no tiene que ver directamente con la comida. Me refiero al modo de pensar de nuestro pequeño gran país. No porque un producto sea “made in Ecuador” debemos consumirlo por patriotismo. Estoy totalmente en contra de esa estúpida idea. Como también estoy en contra de que todo lo importado es mejor. El balance es lo más difícil de adquirir cuando  se elabora un plato. Así mismo, , para elaborar una opinión sobre cualquier tema, el balance es crucial. Sin balance, nos vamos al carajo. Estemos hablando de una relación amorosa, de un coctel, de caminar sobre la cuerda floja o de un gobierno.

El apreciar la comida nacional se lo debe hacer desde el punto de vista de la calidad y no desde un torpe patriotismo. La idea de consumir productos ecuatorianos simplemente por ser hechos en Ecuador, no tiene futuro. Por eso el cambio de mentalidad debe ir de la mano con el avance en la calidad. Ambos conceptos son espejos simultáneos. Uno reflejará al otro. Si el uno falla, el otro también lo hará.

El futuro de la nueva cocina ecuatoriana, ya dejó de ser futuro y actualmente se encuentra en una olla de barro, calentándose a fuego lento pero seguro. Pero ese, mis amigos, es un plato que degustaremos en otra ocasión.