Se acercan las elecciones presidenciales y mi confusión sobre la política ecuatoriana es cada vez mayor. No tengo nada claro por quién voy a votar, pero más allá de la coyuntura electoral, no tengo ninguna certeza sobre cómo se ha ido transformando el panorama político del país en los últimos años.
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«Wir konnen es», Miguel Alvear. Tomado de Riorevuelto.net
Debo aclarar que mi confusión se debe en buena parte a que desde hace algo más de cinco años vivo fuera del país. Mis fuentes de información sobre política ecuatoriana son reducidas: mi padre y unos pocos amigos cercanos, en quienes confío plenamente, los periódicos y blogs del país que leo en internet, en los cuales confío a veces, y los miles de posts y comentarios que leo diariamente en facebook y twitter, en los que confío muy rara vez (dependiendo de la persona que los emita). Le hago poco caso a la prensa extranjera (salvo excepciones como The Guardian y un par más), porque me ha demostrado estar tanto o más desinformada que yo mismo, y tanto o más sesgada que la prensa nacional. Mi percepción de la política ecuatoriana se alimenta, por lo tanto, no de la vida cotidiana en el país, sino de la palabra: en su mayor parte escrita, y en menor medida, hablada. Dependo de las opiniones de otros para formar la mía.
Hace cinco años, cuando salí del Ecuador, yo había votado por Rafael Correa en la elección de 2006 y, aunque nunca estuve afiliado a Alianza País, me consideraba “parte del movimiento”. Creía que un cambio positivo podría venir con políticos jóvenes, no acostumbrados a las viejas formas de hacer política en el país, con gente valiosa que provenía del ámbito académico como Alberto Acosta, Fernando Bustamante, Fander Falconí, y el mismo presidente. En los años posteriores mantuve esta visión, que se reconfirmaba con mis esporádicas visitas al Ecuador: sentía –y veía- que habían cambios positivos en la administración pública, esfuerzos por hacerla más transparente, por mejorar y hacer más incluyentes los servicios de salud y educación, y tal vez lo más visible, una mejora ostensible en las carreteras del país.
Pero en el último año he ido matizando mi posición significativamente. Las críticas al gobierno de Correa, que en un principio veía como simples berrinches de los grupos que tradicionalmente han manejado el poder en el Ecuador, ahora me suenan más reales, más graves. Casos como el de la “narcovalija” o el de Pedro Delgado -y sobretodo la impunidad y protección desvergonzada de quienes han estado detrás de ellos- han sembrado en mí serias dudas sobre la veracidad del discurso de “manos limpias”. Hechos aparentemente inofensivos como la inclusión de futbolistas en las listas de candidatos de Alianza País han logrado que mi credibilidad en el gobierno se vea afectada considerablemente. A través de las crónicas de un par de editorialistas en quienes confío (Roberto Aguilar o José Hernández, por ejemplo) descubro con malestar los entretelones de cómo se maneja el poder en Carondelet y sus alrededores: las cortes de aduladores, la impresionante maquinaria propagandística, el caduco discurso panfletario.
Así, a la distancia, y de cara a las elecciones presidenciales de Febrero, la política ecuatoriana parece haberse convertido en una arena donde a grandes rasgos se enfrentan dos posiciones: quienes están a favor de Correa, y quienes están en contra de él (todo el resto). La primera decisión importante que enfrento de cara a la próxima elección es si votar por Correa o no. Sólo si decido no votar por él, paso a elegir el candidato que decida apoyar de entre el resto. Por lo menos así es mi caso personal. Pero me cabe la sospecha de que muchos ecuatorianos y ecuatorianas se encuentran en una situación similar.
Tengo buenos amigos –gente que considero inteligente y valiosa- que siguen defendiendo a capa y espada al gobierno, y que cuando se les menciona alguno de los casos de corrupción que han salido a la luz en los últimos tiempos, hacen oídos sordos. Algunos dicen que nada está probado, otros adoptan el argumento de que “sí, en este gobierno también se roba, pero por lo menos se han hecho obras”. Ambos me parecen argumentos débiles: algunos casos de corrupción son tan obvios que negarlos sería ridículo, mientras que aducir que porque el gobierno ha logrado algunos cambios positivos debemos aceptar los actos de corrupción es una actitud característica de una ciudadanía servil y pusilánime. Tengo la firme convicción de que los ecuatorianos y ecuatorianas nos merecemos un buen gobierno, que realice obras y lidere los cambios sociales necesarios, pero que a la vez sea transparente y responda a las críticas y demandas de sus ciudadanos. Me niego a tener que escoger o lo uno o lo otro.
Por otro lado también tengo excelentes amigos que son críticos ciegos –y hasta amargos– del actual régimen. Estos se empecinan en ver sólo los defectos y errores del gobierno, y nunca están dispuestos a reconocer sus virtudes. Odian apasionadamente a Correa y a cualquier cosa que tenga que ver con su gobierno, y cuando se les menciona alguno de los logros del actual régimen, la mayoría de veces no los reconocen, les restan toda importancia, o simplemente se quedan sin argumentos y refunfuñan.
Personas que considero brillantes se encuentran en ambos grupos. Pero desafortunadamente, por mi parte he decidido dejar de escuchar –y de leer- a quienes considero tienen estos puntos de vista tan extremos. Ya es suficientemente difícil comprender la política ecuatoriana estando fuera del país como para dejarse influenciar por posiciones poco objetivas o envenenadas. A la final, la militancia ciega es tan dañina para el país y su política como la crítica amarga.
En relación a esto: es indispensable para la democracia del país que haya partidarios de uno y otro bando -eso lo entiendo perfectamente. Pero lo que me molesta, y hasta cierto punto me duele, es la exacerbada pasión con que veo enfrentarse a unos y otros. Debates llenos de odio, discursos extremadamente violentos, insultos y descalificaciones antes que ideas o argumentos. He oído a gente que culpa directamente a Correa de la “polarización” política que se vive en el país. Puede tener algo de razón. Pero la verdad no creo que los niveles de violencia a los que han llegado los enfrentamientos entre “correístas” y opositores se deban exclusivamente a las altas pasiones que el líder despierta en la multitud. Durante los últimos años he podido constatar –y en esto el facebook ha sido una riquísima fuente– una violencia inusitada a todo nivel en los debates entre mis amig@s ecuatorian@s. Ya se trate de política, fútbol, fiestas de quito, música, gastronomía, el aborto o el cine, muchos comentarios contienen generalizaciones burdas, insultos y demás descalificaciones poco o nada argumentadas. La mayoría de debates no se cierran: rara vez he visto a gente con posiciones distintas llegar a acuerdos respetuosos sobre algún tema. Entre las cosas que me han sorprendido negativamente en mis tres viajes al Ecuador de los últimos cinco años está la predisposición a la violencia en la vida cotidiana, en las calles. Por poca cosa recibes un grito, un insulto, un bocinazo; en los peores casos, no es raro un golpe. ¿No será que nuestra manera de hacer política es un reflejo de lo violentos que hemos llegado a ser en la vida cotidiana?
Si hay algo que sí se le puede atribuir al actual régimen -y a mi juicio es uno de los peores daños que le ha hecho el gobierno de Correa a la política ecuatoriana- es el anular por completo a cualquier tipo de oposición. Una buena oposición –honesta, inteligente y constructiva- actúa como un contrapeso del poder fundamental para el buen funcionamiento de una democracia. Al meter en el mismo saco a aquella oposición venenosa y malintencionada y a aquella que no lo es, el actual régimen le ha quitado toda legitimidad a cualquier tipo de oposición. El leif motif de los estrategas del “círculo rosa” parecería ser “quien no está conmigo, está en contra de mí”. No sé si lo hacen por miopía intelectual o por estrategia política (probablemente lo segundo), pero no es necesariamente así. Tengo la certeza de que somos muchos los ciudadanos que sin considerarnos “correístas” estamos abiertos a reconocer los logros del actual régimen, al mismo tiempo que a criticarlo cuando consideremos necesario.
No sé por quién votaré en las próximas elecciones, pero me doy cuenta que tal vez esa no sea la pregunta más importante que debamos hacernos en estos momentos. Lo que sí sé es que sea quien sea el candidato al que decida apoyar, y sea quien sea el próximo presidente del Ecuador, mi deber como ciudadano es tratar de mantener una perspectiva crítica hacia el poder. Hay muchas maneras de hacer oposición. A nuestro país le hacen falta más ciudadanos críticos, ya sean partidarios u opositores del régimen de turno, que estén dispuestos a reconocer las cosas que se hacen bien y felicitar a sus gobernantes por ello, al mismo tiempo que denunciar los errores, defectos, y crímenes de sus mandatarios y demandarles las rectificaciones necesarias. No nos dejemos engañar.
Paolo Moncagatta