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@andrescardenasm

¿Dónde hallarán el consuelo definitivo los corazones desfallecidos, dónde encontrarán la paz los vagabundos exhaustos, dónde quedarán el tumulto, la fiebre y la angustia para siempre silenciados?

– Thomas Wolfe

Lo primero: no confundir al Thomas Wolfe del que vamos a hablar con el Tom Wolfe del New journalism. El Wolfe que nos corresponde fue la semilla que murió en Estados Unidos durante el primer tiempo del siglo XX para dar como fruto esa numerosa estirpe que llegó al segundo. Este Thomas Wolfe impopular, de poco marketing y de las filas de debajo de las librerías. Que fue considerado por el mismo Faulkner como el mejor escritor de su generación y el mejor fracaso de la literatura de su país. Al Wolfe que nos importa no lo publican las grandes editoriales a diferencia de ese otro habitante de frontera con la no-ficción que lo eclipsa con su fama y lo deja en el anonimato. En español, con suerte y lucidez, Periférica y Valdemar han editado tres títulos suyos en los últimos diez años. Lo que nació para ser hallado repele al mundo frívolo y bullicioso. Lo que fue escrito con la autenticidad del pavor ante la realidad es el tipo de sangre más extraña. A Thomas Wolfe le bastaron 37 años para esconderse y esperar que sus letras germinen.

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«560», Richard Estes. De la serie Urban Landscapes. tomada de https://archdezart.com/wp-content/uploads/2011/09/richard-estes-6.jpg

El título La puerta que nunca encontré ya es elocuente. En un poco más de cien páginas Wolfe no nos va a contar una historia con personajes que interactúan, se dan palmadas en la espalda y se escupen de frente. Más bien es un narrador que da cuenta de cuatro episodios fechados de su vida, sin secuencia cronológica, en los cuales deja fluir sus pensamientos sobre esos temas que forman la espesa bruma que puede llegar a ser la realidad: la soledad, la muerte de seres queridos, la añoranza del pasado y del hogar, esa extraña criatura hija de la ciudad y el desconcierto ante los nuevos escenarios en los que nos recibe el mundo.

Te parece ahora que vives en un mundo de criaturas que han aprendido a vivir sin el cansancio y la agonía del alma, en una vida que nunca puedes palpar, a la que no puedes acercarte y mucho menos asir; una extraña raza urbana que nunca ha vivido en aquella dimensión del tiempo que reconoces como propia (y que se puede medir en minutos, días, años), sino en una dimensión de sensaciones inefables e inmemorables; gente a la que, en un determinado momento de sus vidas, solo se la puede recordar nueve mil entusiasmos antes, veinte mil noches de borrachera, ocho mil fiestas, cuatro millones de crueldades, nueve mil engaños e infidelidades y doscientas aventuras amorosas atrás.

Impresiona que ya en 1930, cuando Thomas Wolfe había publicado un año antes su primera obra El ángel que nos mira, Sinclair Lewis al recibir el premio Nobel, al final de su discurso nombra a Wolfe como un “muchacho que está haciendo un apasionado y auténtico” trabajo literario. En la novela que analizamos ahora, por ejemplo, el escritor crea un narrador que busca, a través de la sublimación de una prosa que no busca austeridad, un alivio en la escritura. Un alivio que nunca llega a saciar completamente pero al menos ofrece una dirección. Busca una puerta que se multiplica en cada episodio. Muchas veces la tiene cerca pero no logra establecer contacto con ella. Como la tortura a la que se ve sometido Tántalo quien, por burlarse de los dioses, está rodeado de agua y de frutales sin poder satisfacer nunca su hambre y sed. El narrador busca algo que presiente cercano pero le está vedado por ahora.

Hay dos imágenes recurrentes en la obra: el recuerdo de su padre y la referencia a una flor que brota finalmente en el campo de muerte en el que nuestros cuerpos se descompondrán algún momento.

Nuestras vidas están arruinadas y deshechas en la noche, nuestras vidas son socavadas por el agua del río, se las lleva la corriente hasta el mar, hacia lo oscuro, y nos perderemos para siempre si no vienes otra vez a darnos la vida.

Ven, padre, en la vigilia de la noche.

Así supe que cada hombre que ha vivido sobre la faz de la tierra ha buscado y busca a su padre, y supe que incluso cuando el padre ha muerto, su hijo lo busca incansablemente hasta por las calles de la mala vida, con tal de encontrarlo, y supe que el hijo nunca pierde la esperanza y siente que algún día verá de nuevo el rostro de su padre.

La muerte, sin duda, es el acontecimiento que delimita la vida de un escritor: ese inexplicable desgarrón frente al cual no hay mitigación posible, esa herida para la que no hay aceite ni vendaje, esa oscuridad de la cual es difícil escapar. Thomas Wolfe la vivió por partida doble: murió su hermano mayor cuando él tenía 17 años y murió su padre cuatro años después. “Para mí la vida se hizo prácticamente imposible”, llegó a escribir en sus cartas. La novela corta La puerta que nunca encontré fue escrita a sus 33 años y publicada en Scribner’s Magazine –donde pocos años antes Hemingway había publicado en serie Adiós a las armas– para posteriormente ser incluida en Del tiempo y el río una de sus grandes obras de casi 800 páginas. En el último capítulo, aparece una vaporosa imagen que da consejos al narrador, llamándolo hijo, en el que repite algo que ya apareció en una especie de prólogo poético al inicio: debajo de la muerte siempre brota una flor, algo obstinado que se abre paso ante tal derroche de caducidad.

Y lo que esta imagen inefable me decía era esto: “Hijo, ten paciencia y fe, porque la vida es larga y todo este dolor y esta locura que vives ahora pasará pronto. Has caído en la furia, te has llenado de odio y de angustia y de todas las oscuras confusiones del alma. Tu sed y tu hambre eran tan grandes que creíste que podrías tragar la tierra entera, pero es así como les ha ocurrido a todos los hombres, vivos o muertos, durante su juventud. (…). Algunas cosas nunca cambiarán. Pega tu oído a la superficie de la tierra y recuerda que hay cosas que duran para siempre. (…). Porque éramos un amasijo de nervios y de sangre apabullado por el peso de los deseos imposibles de satisfacer; porque estábamos carcomidos por un hambre insaciable; y porque nuestras canciones más entusiastas quedaron ahogadas en el bullicio de mil voces. Aturdida, nuestra visión quedó aplastada bajo los edificios, y veíamos a los hombres como mera argamasa. Por eso perdimos la esperanza. (…). Pero sabemos que el polvo de los amantes enterrados durará más que el polvo de las ciudades. (…). Bajo las pulsaciones del pavimento, bajo los edificios que se estremecen como en un llanto, bajo los restos del tiempo, de donde el casco de la bestia se junta con los huesos rotos de las ciudades, algo está creciendo como una flor, siempre brotando de la tierra, siempre inmortal y obstinado, algo que vuelve a la vida una vez más, como abril”.

 

Andrés Cárdenas