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El candidato, a cualquier dignidad y sin distinción de filiación política, que ofrezca terminar con el sistema monárquico en que vivimos, cuenta –a ojos cerrados– con mi voto. De hecho, este debería ser un proyecto que se trate en la ONU; la Asamblea de El Ejido queda chiquita para estos fines superiores. Ojo que las ínfulas monárquico-aristócratas maquilladas de democracia no son un mal endémico ecuatoriano, qué va (nosotros solamente las importamos), son el enorme ‘pero’ que aqueja a todas las repúblicas que en el mundo han sido. Por defecto estructural, el sistema convierte en reyezuelos a quienes no son más que presidentes (o sea, servidores públicos; o sea, nuestros empleados).

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«Trono», Maureen Gubia. Tomada de Riorevuelto.net

Como si la toma de la Bastilla o las guerras independentistas al norte del río Bravo no hubiesen existido; y Simón Bolívar o San Martín fueran meros inventos plasmados en bonitos bustos de bronce; peor aún, como si todo eso que pasó entre los siglos XVIII y XIX para acabar con un mundo injusto y caduco no hubiese servido para nada, hoy seguimos atrapados en la lógica del ‘ancien régime’ y por voluntad propia rendimos pleitesía  a unos señores a los que les pagamos desde el avioncito con el que siempre soñaron, hasta el par de medias que llevan puesto, pasando por un desmesurado etcétera que me abstengo de enumerar para no restregarles en las narices el poco amor propio que nos tenemos o las pocas luces que nos iluminan.

Y aquí viene la parte tragicómica: esos señores y señoras, a cambio –con las excepciones que deben haber–, hacen un muy mal trabajo. No debe existir una institución más miope que el Estado Democrático, que se ha encargado –por efecto de alguna nostalgia reaccionaria– de elevar a categoría de dioses en la tierra a quienes no son más que asalariados. Asalariados que por lo demás tienden a ser la personificación de la ineficiencia, el incumplimiento y la arrogancia.

No estoy hablando de memoria. Y como ya dije, pasa en todos lados; que alguien nos explique cuál es la lógica que legitima que Barack Obama pueda ir y venir en un avión privado (comprado con los impuestos de los estadounidenses) a pasar vacaciones en Hawaii. Al resto de los mortales le toca vacacionar por cuenta propia y bancarse el vía crucis aeroportuario.

Y ya que entramos en el glamuroso mundo de la aviación, les pongo otro ejemplo de cómo las democracias tratan a cuerpo de rey –nunca mejor dicho– solo a algunos de sus empleados, y a los mandantes, es decir a los paganinis, que se los lleve el diablo… Cuenta Martín Caparrós, en su blog (Pamplinas), que la señora Cristina Fernández decidió ir a su reciente gira por Indonesia y Vietnam en un avión alquilado por la bicoca de un millón de dólares (no viajó en su avión propio, el Tango 01, por miedo a que los acreedores internacionales se lo embarguen). Caparrós calcula que Fernández pudo haber gastado 20 000 dólares haciendo ese mismo periplo yendo en primera clase en una aerolínea comercial. Pero la señora decidió alquilar para ella y su círculo íntimo de acompañantes, 17 personas, el avión; ah, y el resto de la comitiva (decenas de funcionarios y empresarios) tuvo que contratar un vuelo charter aparte. Manías monárquicas, pagadas con la plata de los contribuyentes o con lo que queda de la venta de los recursos naturales.

En la contracara está Pepe Mujica, pero no porque el sistema de su país lo obligue a ello, sino porque es un señor que tiene sangre en la cara, y sabe que está contratado para hacer un trabajo puntual y no para despilfarrar el dinero ajeno. Por eso, el 9 de enero viajó a Caracas en clase turista, asiento 7F, en un vuelo de TACA. Abrumadoramente práctico, lógico y decente.

Como los Mujica son escasos y los otros son como una plaga de langostas, es el sistema el que tiene que encargarse de neutralizar los apetitos monárquicos de cualquier hijo de vecino que llega a ostentar el poder político en alguna de sus escalas. Que usen sus propios autos o en su defecto se transporten en trolebús, ecovía o taxi, que viajen en vuelos comerciales, que paguen su ropa y su comida, que vivan en sus casas y no en los mal llamamos palacios, como el de Carondelet acá, el de Miraflores en Venezuela, etcétera, etcétera. Que sean verdaderos servidores públicos, con igual número de derechos y obligaciones, como nos toca a todos los demás.

Si hay algún valiente dispuesto a desprenderse de la teta y a trabajar para finalmente acabar con los vicios monárquicos que gozan de una preocupante buena salud en nuestras democracias, sepa que cuenta con mi voto y con mi admiración eterna.

 

Ivonne Guzmán