En la farmacia puedes preguntar:
¿tiene pastillas para no soñar?
– Joaquín Sabina
El primer sábado de enero de este año que acaba de desempacar, @la_chica_velcro tuiteó:
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La autora del tuit lleva, en el mundo real, los nombres de María Gabriela Moncayo, nació el 9 de septiembre de 1987 y tiene esclerósis múltiple, una compleja enfermedad que ataca el sistema nervioso central (cerebro y espina dorsal) que, en sus peores formas, puede llevar a quien la sufre a desarrollar graves lesiones.
Gabriela sufre de la variante menos lesiva de la enfermedad, la remitente recurrente. Le fue diagnosticada cuando tenía dieciocho años. Llevaba apenas ocho días estudiando comunicación en la Universidad de Las Américas, cuando amaneció ciega del ojo derecho. No veía nada. Fue donde un neurólogo que le ordenó hacerse una resonancia magnética. Cuando el médico vio los resultados de la resonancia, le dijo que «tenía muchas manchitas blancas para su edad» y que estaba casi seguro de que tenía Esclerosis Múltiple.
La envió de emergencia donde otro facultativo, el doctor Patricio Abad, quien en palabras claras y específicas confirmó el diagnóstico con un «si no te internamos te quedas ciega».
El tratamiento de la EM es a base de interferones, dependiendo de la clase de esclerosis, el paciente recibe uno específico. Los interferones son una proteínas producidas por el sistema inmunológico y se utilizan para tratar esta enfermedad porque, a pesar de que aún no hay un consenso médico sobre su etiología, está determinado que lo que sucede es que el organismo lanza un ataque defensivo contra sus propios tejidos. Es como si las células del sistema inmunológico no reconociesen a su propio dueño, como si de un dóberman ciego se tratase.
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Ese año, dos mil cinco, comenzó con el tratamiento de inyecciones en noviembre, después de que sus padres consiguieran el dinero para un año de tratamiento, que sería lo mínimo que debería utilizar si no sufría otra recaída. Una señora del laboratorio le enseñó a Gabriela inyectarse ella misma en el muslo. Que lo hiciera ella mismo le daría independencia, le dijo admonitoriamente.
Así que siguió con sus estudios de Comunicación Corporativa, carrera que le apasiona. Sin embargo, producto de la crisis que sufrió, dejó la universidad porque faltó dos semanas, justo antes de los exámenes. Gaby, que es una mujer alegre al punto de no saber bien cómo lidiar con las situaciones de tensión, no se decepcionó y regresó al semestre siguiente sin contar con que la vida es esa cosa que Lennon definió con inusual precisión como todo eso que pasa mientras uno está ocupado haciendo otros planes.
El veinticuatro de enero de dos mil seis a su papá se le reventó un aneurisma y murió el 4 de febrero. No pudo volver más a sus clases en la universidad y un mes después comenzó a trabajar en un empresa metropolitana, en Quito, cuyo nombre prefiere omitir por razones que se entenderán a continuación.
Empezó en atención al cliente, fue analista de grandes clientes y después estuvo en la Dirección de Comunicación y Transparencia (la DCT). Decidió regresar a estudiar, primero a distancia y luego en la noche, en la misma universidad en la que había iniciado su carrera. Durante seis años conoció a quienes ella define como “grandes personas”, hizo buenas amistades, tuvo “excelentes jefes” en una empresa donde siempre fue la más pequeña.
En la DCT, cuenta Gaby, tuvo sus mejores clases de comunicación estratégica. Disfrutaba lo que hacía, era feliz, sentía que tenía un gran equipo de trabajo y reconoce que tuvo una gran maestra. Llegó a estar encargada de la Jefatura de Comunicación Interna, hasta que en abril de 2012 llegó una nueva jefa.
“Fue ahí cuando todo empezó a ir mal”, advierte, algo melancólica, pero sin resignación.
La nueva directora comenzó a quitarle responsabilidades. “El último mes que estuve ahí, prácticamente no tenía nada que hacer”, afirma con una ligera indignación. A pesar de los dolores que la enfermedad le causa y la extrema fatiga que llega a sentir, la condición que padece no interfiere en su vida diaria, ni en su trabajo. Cuenta que el año en que estuvo encargada de la Jefatura de Comunicación Interna, no tuvo recaídas aunque la carga de trabajo era inmensa “Me sentía (me siento) bien, es una cuestión de ponerle ganas. Esto es algo que se controla con medicamentos”.
Nunca su condición médica afectó su capacidad de trabajo. Por el contrario, fue la decisión de quitarle responsabilidades y trabajo la que desencadenó nuevas crisis de la esclerosis múltiple. No había ningún parámetro objetivo en el que pudiese respaldarse la decisión de hacerle a un lado.
Parecería que no era otra cosa sino el mismo prejuicio de siempre: las personas con una condición médica determinada, especialmente si es una enfermedad catastrófica como la que sufre Gaby, o con alguna discapacidad, no están listas para desarrollar el trabajo de los “normales” y tienen que ser reducidas a funciones menores, destinados a cumplir apenas con los mínimos legales sobre ocupación laboral de personas con discapacidad.
Ante el hostigamiento que sufría, decidió buscar ayuda. Acudió al Ministerio de Relaciones Laborales, donde le dijeron que lo que podía iniciarse era un proceso de mediación pero que la discriminación de la que era objeto estaba considerada como una falta leve. Por ahí le dijeron que no pierda el tiempo, que nunca le iba a ganar a una empresa como aquélla.
Después de unos meses, cansada del discrimen, Gaby renunció.
Fue a terapia psicológica para tratar de entender lo que había sucedido. La psicóloga le dijo que la conducta de su ex jefa podría ser producto de la ignorancia. Otras personas les dijeron que tal vez era miedo. Para Gaby, no era ni lo uno ni lo otro sino simple falta de empatía. Siguió haciendo consultas legales pero el consenso era unánime: ni lo intentes.
Pero la impotencia de proceder de alguna forma legal contra su ex patrona era apenas uno de los problemas que Gaby enfrentaba. Se enteró por una amiga suya, Mónica, enferma de cáncer, que no podría afiliarse voluntariamente al Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social porque padecía una enfermedad catastrófica, por mandato de uno de los miles de reglamentos que conforman la enmarañada seguridad social ecuatoriana.
¿Cómo iba ella a pagar una cuenta de casi mil dólares mensuales en medicamentos? Estaba desempleada y poco era lo que podían hacer su mama –Guillermina– y su hermano menor, Daniel, cuyos esfuerzos estaban dedicados en gran medida a sostener la economía familiar.
Fue entonces que lanzó el tuit que aparece a la cabeza de este texto. En pocas horas no sólo se convirtió en un trending topic en el Ecuador, sino que se dio cuenta de que no estaba sola, algo que ella pensaba desde hacía mucho tiempo. Le sorprendió el apoyo y la solidaridad de los tuiteros.
El lunes la llamaron de la Defensoría del Pueblo y de la Vicepresidencia de la República. Le dijeron que habían enterado de lo que sucedía por el tuiter. En la Defensoría se inició un expediente sobre el caso y en la Vicepresidencia le ofrecieron ayuda para que el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social revea la normativa que le impedía afiliarse voluntariamente.
El martes ocho tuiteó a las once y diecinueve de la mañana: “Estoy entrando a la vicepresidencia chicos. Vamos con fuerza, vamos por todos” y registró la visita en Foursquare.
En esa reunión le dijo a Xavier Torres, asesor del vicepresidente, que su situación era la de muchas personas en el Ecuador y que no tenía sentido que alguien con una enfermedad tan compleja no pueda acceder a medicamentos mientras estaba desempleada por la propia condición. Torres le dijo que esa disposición era inconstitucional y que debía ser revisada.
Sesenta minutos después de su último tuit reapareció en la red social como @la_chica_velcro y escribió: “Estoy feliz. Xavier Torres nos ofreció la modificación del reglamento del IESS en 8 días laborables. No más discriminación”.
Esas breves palabras, esa tranquila alegría, tuvo cincuenta retuits y fue marcada dieciocho veces como el favorito de alguien. Se desató una jubilosa retahíla de felicitaciones y señales de admiración. La gente no escatimaba elogios y muestras de respeto para Gaby, enorgulleciéndose por lo que había logrado. Muestras de solidaridad que le han conmovido, pues confiesa que jamás se hubiese imaginado que tantos hubiesen hecho de su causa, la propia.
“Este es un gran paso ciudadano” afirma, animada y decidida. “Es el primer paso de algo más grande”, continúa “Hay otra cosa que quisiera hablar con la Vicepresidencia y es que en todos los hospitales públicos existan medicamentos para tratar las enfermedades catastróficas. Inclusive hay un acuerdo en el Ministerio sobre esto, que debe cumplirse”.
Además, para Gaby, este es también un importante gesto humano. “Durante años quien iba a buscar la medicina al IESS era mi mamá. Yo estaba metida en una oficina esperando que mi mamá pasara horas de horas esperando que pongan mis medicamentos en las listas de disponibles en el Seguro. Creo que esta es una forma de devolverle a ella y a todos lo que han hecho por mí”.
Al ser preguntada qué aspira con la acción legal que la Defensoría del Pueblo ha iniciado por su caso, deja claro que no aspira una indemnización laboral –“¡esto no es una cuestión de dinero; es una cuestión humana!” enfatiza–, ni ser reincorporada a la empresa donde, después de tantos años de trabajo, tan mal la trataron. Todo lo que busca Gaby Moncayo es visibilizar la situación de muchas personas con enfermedades catastróficas y tantas otras con discapacidades en el Ecuador para acabar con el miedo y la desinformación que son génesis del discrimen, el desprecio y el odio.
Por ahora, eso es todo lo que busca –además de sustentar su tesis de graduación en los próximos días– Gaby Moncayo, amante de la comida italiana (“¡se nota!” revela muerta de risa), liguista y sabinera empedernida que, para fortuna de muchos en el Ecuador, ha ido muchas veces a la farmacia, pero jamás ha sido para preguntar si hay pastillas para no soñar.
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José María León Cabrera