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@adeljar

Hay lugares a los que se debe llegar caminando. ¿Por qué? Pues porque a veces la velocidad le resta la belleza a las cosas. A veces me atemoriza cómo vivimos en la actualidad: todo pasa muy rápido, queremos todo ya. Yo no quería llegar así, en taxi, hasta el 247 de la calle Londres en Coyoacán y no lo hice. Llegué a pie, por el costado. Solamente me detuve cuando vi la casa esquinera de color azul, aquella a la que hoy se conoce como el Museo Frida Kalho.

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Vale empezar detallando que la casa no siempre fue azul, fueron Diego Rivera y Frida Kalho quienes mandaron a construir muros altos y a pintarlos de este color en 1937 para recibir al político ruso León Trotsky y protegerlo de la persecución de la que fue víctima por parte de José Stalin. En el 39, Rivera y Trotsky tendrían una diferencia irreconciliable que originó que este último se mude a otra casa en el mismo Coyoacán, en la que fue asesinado un año más tarde.

La casa afrancesada del padre de Frida fue reemplazada por colores vivos, por vasijas tradicionales mexicanas, por catrinas y calacas. Los artistas al ocuparla decidieron darle un aspecto más popular: «Si nosotros no somos nuestros colores, aromas, nuestro pueblo, ¿qué somos? Nada».  A la entrada hay una leyenda que reza «Frida y Diego vivieron en esta casa». Vivieron, basta una visita a su casa para no dudar aquello.

Sigo caminando.

En el interior de la casa hay una colección invaluable de cuadros, fotografías, dibujos, cartas de los dos artistas. Y entonces resulta más sencillo comprender por qué esta mujer era feliz y por qué Diego la amó tanto. Un amor a su  manera, a veces tormentoso, definitivamente uno que tal vez ninguna mujer querría vivir, pero al mismo tiempo sí.

No me sé explicar.

Afuera de la cocina está la receta del mole poblano que preparaba la pintora y entonces veo en el comedor a León Trotsky, a María Félix, a André Breton y me abstraigo del montón de gente que toma fotografías, que dibuja bocetos y que hasta toman notas por escrito. Me hubiera encantado estar ahí cuando la casa estaba más viva que hoy.

Sigo caminando.

Entro a una habitación que reserva las pinturas, caballete e instrumentos de trabajo de Frida. Frente al caballete, los óleos, las brochas y la purpurina, su silla de ruedas, la que la soportó en los intervalos de sus 32 intervenciones quirúrgicas. Al final de la habitación hay un afiche sobre la “Vida intra uterina”: una de las frustraciones que combatió a través de la pintura fue el no llegar a ser madre. A veces pienso que Diego fue para ella, más hijo que esposo.

En este punto ya estoy bastante sensible. La explosión se produce cuando entro a la recámara de día de Kalho (hay dos, una de día y una de noche) y leo la leyenda «Jamás en toda la vida, olvidaré tu presencia. Me acogiste destrozada y me devolviste íntegra, entera». Y lloro mucho y la gente me mira como si fuera loca. No sé si esta frase y mi reacción explican lo que no pude explicar antes.

¿Existen amores así?  Sí, así amó la artista a su Diego.

Este museo es visitado por 25,000 personas anualmente. La casa en sí es una obra de arte de estos dos artistas tan importantes para el  siglo XX. Diego Rivera fue uno de los artistas más relevantes del realismo social e influyó en muchos pintores de la época; y Frida, erróneamente etiquetada como surrealista por Breton, dejó un legado artístico valiosísimo, pero antes que nada, dejó su vida en cada lienzo: «Nunca pinto sueños o pesadillas. Pinto mi propia realidad».

Frida también decía «Pies para que los quiero, si tengo alas para volar», pues yo agradezco que los míos me hayan llevado hasta su casa y me sigan llevando cada oportunidad que tengo. Las mujeres aladas son pocas, pero a veces es necesario caminar.

Coyoacán, 2012.

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Adelaida Jaramillo