Los recientes premios internacionales otorgados a “Con mi corazón en Yambo” han confirmado la actualidad y protagonismo que ha tenido el documental de María Fernanda Restrepo en el cine nacional.
No hay mayores verdades que encontrar en el desgarrador documental “Con mi corazón en Yambo”, de María Fernanda Restrepo. Si hay algo que está claro, aun antes de entrar a ver la película, es la imposibilidad de negar el brutal crimen que hace veinticinco años cometieron miembros de la Policía Nacional contra los hermanos Santiago y Andrés Restrepo.
Parte de la fuerza del documental, en este sentido, está dada en no gastar mayores energías por demostrar algo de lo que nadie puede dudar con seriedad. No es el hallazgo del culpable lo que la película busca principalmente. El documental se encarga más bien de presentarnos una variopinta fauna de elementos infames, cuyo cinismo proyecta toda la bajeza y la abyección a la que puede llegar el ser humano. La galería incluye al que probablemente sea el personaje más siniestro de la historia del cine nacional: la subteniente Doris Morán.
La pregunta del documental, efectivamente, va más allá de los culpables del asesinato: la suya es, ante todo, la pregunta por los cuerpos. En esa interrogación descubrimos todo el dolor y desgarramiento de la narradora. Es el cuerpo perdido el que impide el ciclo completo de la muerte, lo que deja algo abierto, irresuelto, irreconciliable. Gran parte de la crueldad de este crimen radica justamente ahí: no solamente en el atroz asesinato de ambos hermanos, sino en haber desaparecido sus cuerpos.
En la película se observa con claridad la manera en que el cuerpo desaparecido suprime la humanidad no sólo de la víctima, sino también de los que la rodearon. Las poderosas figuras del padre y de la madre subrayan ese dolor que no puede cerrarse con nada. Son personajes que merodean sin sosiego en los juzgados, en los laberintos burocráticos, en las plazas, en las audiencias públicas. A ambos se les ha negado la necesidad humana de enterrar y se les ha condenado a una muerte en vida: almas en pena que deambulan sin descanso.
El desaparecido es una de las mayores contribuciones latinoamericanas al catálogo del horror del último siglo. El cuerpo perdido, que pertenece a los que no pueden seguir viviendo si no lo encuentran para enterrarlo, nos muestra cómo el desaparecido no es únicamente un ser humano asesinado: es, ante todo, alguien a quien se ha degradado en su propia muerte, en el sentido en que se ha dejado abierta una brecha que no puede cerrarse hasta que la persona y sus restos sean reunificados.
La cultura humana se caracteriza justamente por su capacidad de enterrar. Ser humano significa, entre otras cosas, poder enterrar. “Humanitas”, en latín, viene de “humando” (enterrar). Y enterrar no implica solamente “poner en la tierra” sino también almacenar, preservar el pasado. Uno de los mayores castigos para los griegos, como es sabido, radicaba justamente en impedir el entierro. De ahí la angustia de Antígona, personaje tan presente en esta película.
El documental de María Fernanda Restrepo presenta también algunos problemas visibles: una cámara débil, una estructura narrativa poco cuidada y en ocasiones redundante. Pero todo ello no atenta mayormente contra la profundidad de estos personajes desgarrados que deambulan sin paz debido a la quemante ausencia del cuerpo del ser querido, ese cuerpo que se vuelve indispensable a la hora de pensar y aceptar la muerte.
Hace varios años, el director chileno Silvio Caiozzi nos mostraba el estupendo “Fernando ha vuelto”, documental en el que se presentaba la recuperación del cuerpo de uno de los desaparecidos de la dictadura pinochetista. Más que en la denuncia política, la película se centraba en el cierre definitivo de la angustia que la familia de Fernando había padecido durante todos los años en que su cuerpo se encontraba desaparecido.
Este documental se centra en algo parecido: en esa necesidad de cierre, de clausura, de sosiego, que solo proporciona la presencia del cuerpo. Por ello, el desaparecido está siempre incompleto y esa condición provoca un movimiento constante. Su imagen vaga sin sosiego. Sabemos que la suya es una movilidad inquieta e incesante porque no deja de hacerse presente una y otra vez a través de medios diversos. El desaparecido, podría decirse, es un ente en busca de un cuerpo. Y, por lo regular, toma los que están a su alcance. Se ha repetido frecuentemente que nosotros hablamos usando las voces de los que nos precedieron, pues bien: el desaparecido pone en evidencia que también los que no están entre los vivos usan nuestras voces para hablar y buscar ser representados.
El desaparecido habla, desde luego, siempre que le den los medios para hacerlo: un libro, una fotografía, una película. Obras como la de María Fernanda Restrepo, o libros como el de Diego Cornejo Menacho (“Miércoles y estiércoles”), son representantes privilegiados de esos medios. Conviene no olvidarlos y darles la visibilidad que merecen.
Carlos Burgos Jara