@MonaOjedaf

Generalmente la página se usa en el sentido de su mayor dimensión. Lo mismo que la cama.—G. Perec

En la literatura, igual que en la vida, la cama juega un papel importante. No sólo el objeto, el colchón sostenido por cuatro patas de madera o de metal, las sábanas marcadas con surcos oscuros como ojeras, las almohadas con plumas —como en las caricaturas o en un cuento de Quiroga—, sino su significado, su lugar en la vida cotidiana, las posibilidades de evocación que coexisten en la palabra ‘cama’, las menos eróticas: lo que representa ese sitio de reposo, de inmovilidad, de nada, de absoluta inconsciencia.

 

En 1929 Groucho Marx escribió un pequeño ensayo titulado Camas en donde especula sobre ellas y su relevancia en la vida de los hombres.

Considerando que un tercio de nuestra vida se consume en la cama —o dos tercios si eres actor, o tres tercios si vives en Peonia— siempre me ha parecido extraño que la vida camera de cualquier persona corriente sea un libro cerrado para los amigos y conocidos.[1]

En menos de cien páginas Marx ensaya una visión particular, divertida e irónica sobre el colchón y sus historias. Como complemento de la edición en Tusquets aparecen fotos de Marx en su cama con distintos personajes de la farándula de la época como Phyllis Diller y Valerie Perrine. Lo cierto es que su agudo e irreverente humor camina por los bordes de un tema que bien podría ser el abismo de la literatura, el agujero negro por el que se caen todas las cosas que no consiguen mantener su equilibrio: ese vacío profundo, que muchos llaman ‘literatura Bartleby’, está en el centro de un colchón.

Georges Perec publicó en 1967 Un hombre que duerme. Bartleby ya había visto la luz en 1853 y Oblómov en 1859. La distancia temporal entre estos dos últimos personajes es mínima: Melville creó al inmortal escribiente que desconcierta a todos con su ‘preferiría no hacerlo’ sin saber que se convertiría en el modelo de una literatura que explora el vacío, el silencio, la inacción. Oblómov, de Goncharov, sigue esa misma línea al tener como personaje principal a un hombre que no quiere moverse de su diván. Perec, conocedor de esta tradición, escribió la historia de un joven estudiante que decide no ir a dar su examen y luego, no salir de su casa, no ver a sus amigos, no hacer nada más que dedicarse a la vida contemplativa.

¿Cuántas veces has repetido los mismos gestos mutilados, los mismos trayectos que no llevan nunca a ninguna parte? No tienes más recurso que tus refugios baratos, tu paciencia imbécil, los mil y un rodeos que cada vez te devuelven a tu punto de partida. De las plazas a los museos, de los cafés a los cines, de los muelles a los jardines, las salas de espera de las estaciones, los vestíbulos de los grandes hoteles, los supermercados, las librerías, las galerías de arte, los pasillos del metro. (…)Sólo existe la soledad, que tarde o temprano, cada vez, vuelves a encontrar frente a ti, amistosa o desastrosa; cada vez, te quedas solo, sin socorro, frente a ella, desconcertado o perdido, desesperado o impaciente.[2]

Pero, ¿qué tan profundo es el vacío por el que la literatura Bartleby navega con pasmosa facilidad?

Bartleby, Oblómov y el hombre que duerme de Perec justifican su decisión de no decidir, de no actuar, de no decir, con el pensamiento desiderativo. Preferir no hacer nada, no levantarse del diván y no salir de una buhardilla va en contra de cualquier buen juicio, es decir, de la mejor opción posible; sin embargo, estos personajes desean tanto ser lo que son, que optan por actuar contra el ‘buen juicio’. Esta rebelión tiene el nombre de akrasia.

Una acción de este tipo se produce en un contexto de conflicto; el agente acrático tiene razones, que él considera tales, tanto a favor como en contra de cierto curso de acción; sobre la base de todas esas razones, juzga que un determinado curso de acción es el mejor y, sin embargo, opta por otro distinto; con ello ha actuado ‘en contra de su mejor juicio’.[3]

La noción de akrasia se relaciona intrínsecamente a la de autoengaño y, por tanto, al concepto de ‘mala fe’ sartreana. “Se dice a una persona que da pruebas de mala fe o que se miente a sí misma”[4]. Pero el asunto es más complejo que esto: Davidson, en Engaño y división, piensa en los mecanismos psíquicos del autoengaño. Para mentir hay que conocer la verdad, de modo que para que el autoengaño tenga lugar el sujeto debe saber que está engañándose. La pregunta es si esto es posible, si aún siendo conocedores de una verdad somos capaces de hacernos creer que la desconocemos. ¿Cuáles son los motivos que nos llevaría, como individuos, a realizar este proceso?

El pensamiento desiderativo, es decir, el pensamiento que funciona por el deseo intenso (deseo más que nada creer en A, por tanto, aunque sé que A no existe, creo en A), es irracional si se es consciente de él. No es que Bartleby, Oblómov y el hombre que duerme de Perec no supieran que lo mejor era seguir con el curso normal de sus vidas, ser como los demás, funcionar bajo el sistema de convenciones, trabajar, reproducirse y morir; no es que no supieran que la decisión que tomaron no los llevaría a ninguna parte (no querían ir a ninguna parte); es que aún sabiéndolo optaron por la cama. Negaron su libertad y se cosificaron.

El autoengaño puede producirse cuando, aunque sabemos que A es verdad, eso nos causa dolor, de modo que creemos en B. Bartleby, Oblómov y el hombre que duerme pueden ser entendidos desde esta noción. Sartre justifica esta situación aparentemente inconsistente de mentirse a sí mismo con la presencia de inconsciente. Davidson, en cambio, nos plantea la paradoja de la mente humana: que dos creencias opuestas y que se contradicen mutuamente coexistan en el mismo sujeto.

La akrasia, ese irse contra el mejor juicio, esa aparente irracionalidad incomprensible, injustificable fuera del pensamiento desiderativo, es el misterio que ha mantenido a Bartleby y a otros personajes de su misma tradición más vivos que nunca dentro de la literatura. Enrique Vila-Matas, por ejemplo, publicó en el 2001 Bartleby y compañía, una novela en la que especulaba sobre los escritores que le dijeron a su oficio de escritor ‘preferiría no hacerlo’. Las obras sobre la inacción, el silencio, el negarse a hacer o a ser, despiertan inquietudes vigentes porque evocan el misterio de la akrasia, del autoengaño, de la mala fe, condiciones de angustia y conflicto del sujeto que no pertenecen sólo a la filosofía, sino al arte, y que la literatura está siempre dispuesta a indagar, en la cama o fuera de ella.


[1] Groucho Marx, Camas. Tusquets editores. Barcelona, 2007. Pág 31.

[2] Georges Perec, Un hombre que duerme. Impedimenta, Pág 31.

[3] Donald Davidson, Engaño y División. Versión digital.

[4] Jean Paul Sartre, El ser y la nada. Versión digital.

 

Mónica Ojeda