La guerra es parte de la existencia colombiana. No hay forma de guerra que no haya tenido lugar en este país, con excepción de la guerra nuclear. De ahí, todos los tipos de enfrentamiento armado sobre los que teorizaron Clausewitz, Lenin, Mao, Laqueur y tantos otros han sucedido, en un momento u otro, en este país.

Tal vez la definición que más se adecue a la forma colombiana de guerrear la dio León Valencia (ex militante del ELN, hoy articulista de varios medios nacionales y director de la ONG Nuevo Arco Iris) en una entrevista para GkillCity.com cuando explicaba la génesis –y, por ende, el futuro– del conflicto, de cara al proceso de paz:

– “Lo que pasa es que la gente no quiere aceptar una verdad evidente y esa verdad es que uno se va a la guerra por muchos motivos, pero el motor que lo hace irse, a la final, es la pasión. La guerra es una pasión”.

Una pasión que parecería compartimos, por alguna genética atroz, todos los colombianos. Porque aún no hemos podido desenredar el ovillo del enfrentamiento. Desde la colonia hasta el día de hoy, en que se iniciarán los diálogos de paz en La Habana, nuestro país se ha visto envuelto en actos de guerra y violencia.

Parecería que es parte de nuestra identidad nacional. Recuerdo que Jaime Bateman dijo en una entrevista a una cadena de televisión francesa, cuando le preguntaron cómo era el colombiano y él respondió que era un tipo al que «le gusta beber, la poesía e ir donde las putas”. Creo que Bateman tenía razón pero le faltó añadir que está dispuesto a matarse y matar por eso.

Podríamos revisar, casi didácticamente, esa historia para constatar el enunciado anterior y ver cuántos enfrentamientos ha habido en la historia reciente colombiana. Como bien apunta Rafael Pardo en su libro La Historia de las Guerras, solo en el siglo XIX hubo nueve guerra civiles de alcances nacionales, no menos de setenta revueltas, alzamientos, golpes, pronunciamientos y confrontaciones de alcance parcial. Dice Pardo que “La mitad de los años del siglo XIX se vivió en algún tipo de guerra”. Ni qué hablar del siglo XX con la violencia liberal-conservadora, especialmente con los años de “La Violencia” que le siguieron al Bogotazo en 1948 y que solo terminaría veinte años después, para dar paso a la emergencia de otra violencia, esta vez asociada a la guerra revolucionaria, dirigida desde el campo por Pedro Antonio Marín, que bajo el alias de Manuel Marulanda, Tirofijo, llegó a adquirir ribetes de leyenda hasta su muerte en marzode 2008.

Aquí seguimos con la violencia, aunque hoy en La Habana brille un diminuto rayo de esperanza. La desmovilización más esperada, porque sería también la del actor insurgente más grande, poderoso y temido del país, aunque nada asegure que la violencia se erradique. En Colombia hay muchos otros problemas de fondo, como la desigualdad, el abandono de las comunidades rurales y, por supuesto, la boyante industria del narcotráfico, como para que unas firmas en un papel basten para consolidar la paz.

La paz no es la ausencia de guerra. Tiene que ver con muchas otras cosas más difíciles de lograr: el acceso a la educación, la salud, el empleo, entre tantas otras que muchos de nosotros pensamos, en algún momento, se podían conseguir a través de la lucha armada.

Ahora que la historia nos ha probado equivocados, sería importante que determinemos  e intentemos solucionar esos otros problemas que el conflicto no nos deja ver y que, al mismo tiempo, tienen tanto que ver con él.

Decía León Valencia que uno de los graves problemas de esta sociedad es que su agenda política ha sido secuestrada por el conflicto y que eso impide ver los verdaderos problemas que aquejan al país y que lo ha llevado a un grado de militarización que hace que justifique conductas que en otros lados no se tolerarían.

Es por eso que la sociedad en la que vivimos está profundamente vinculada al conflicto. Una sociedad profundamente militarizada, con un ejército del mismo tamaño que el brasileño, con una inversión de 5,1% del PIB en defensa, cuando la media latinoamericana es el 2,2% y hasta  EEUU gasta menos que el Estado colombiano en ese rubro: 5,2%.

Una gran inversión de recursos que nos permitió comprar material bélico de última tecnología y con el que tampoco fuimos capaces de acabar con la guerrilla.

Una guerrilla que estuvo debilitada hasta el 2008, pero que desde entonces parece haberse reconstituido en los últimos cuatro años, al punto que logra causarle al ejército colombiano una media de dos mil quinientas bajas al año. Dos mil quinientas bajas militares, sin contar todas las consecuencias colaterales que se dan en la población civil, no es poco cosa y es algo que los colombianos debemos entender: es muy difícil y tomará demasiado tiempo, recursos y sobre todo vidas intentar una derrota total de las FARC en el plano militar.

Si bien la alta cúpula de la organización guerrillera se ha visto afectada por la muerte de sus principales dirigentes, también es cierto que siguen produciendo ataques pequeños pero letales y que el número de bajas que infligen en las fuerzas regulares se sostiene. Eso no trasciende tanto en los medios porque como el conflicto fue repelido de las inmediaciones de las grandes ciudades, pues, definitivamente, a ratos parece que en Bogotá, en Cali o en la propia Medellín, tan conflictiva en el pasado, la violencia es algo ajeno, distante, que no involucra a los habitantes de esos centros urbanos.

Pensar que tan solo hace unos pocos años las FARC llegaron a estar a once kilómetros de los extramuros de Bogotá, en una época donde transitar por el país era casi una ruleta rusa en su variante del secuestro y que fue esa escalada de violencia lo que permitió que un tipo como Álvaro Uribe llegue al poder, sea reelecto y haya estado a punto de lograr cambiar la Constitución para conseguirse un tercer mandato.

Todos los colombianos tenemos la suerte de que eso no sucedió. El doctor Uribe hubiese continuado con la estrategia de la aniquilación total, porque, para él, el proceso de paz “es una bofetada a la democracia del país”.

Ahora bien, las FARC saben que este proceso de paz deben abordarlo con la convicción de que el propósito de llegar al poder a través de la acción armada (derrocando, claro está, al poder constituido) es imposible. Ella mismas así lo han reconocido. Camilo González, secretario de Gobierno de Bogotá de la actual administración de Gustavo Petro lo dice claramente: “es impensable para la propia dirección de las FARC una alternativa de poder por las armas. Eso está descartado desde la octava conferencia de ellos, donde dijeron que el propósito no era tomar el poder por las armas sino lograr una negociación”.

Existen muchos elementos que indican que las condiciones para una negociación a futuro no serán mejores. Si las FARC no llegan pronto a consensos mínimos con el gobierno, el Estado va a recrudecer su ofensiva en su contra y cada día queda más clara la desproporción entre los recursos militares de los unos y de los otros.

Las FARC deberían intuir que  Santos les va a dar un tiempo determinado para la negociación y que, de no avanzar en la discusión, Santos se lavará las manos y dirá que les dio todas las oportunidades y que no le queda más que proceder militarmente.

Hay que tener claro que hay un interés económico del Estado en lograr la paz, porque la minería ha despertado un interés profundo en los mismos lugares donde están las FARC. Existe, entonces, la necesidad de crear condiciones en que el gobierno pueda lucrar de estas áreas y permitir que sus socios privados accedan a las concesiones de esos yacimientos. Es, además, la posibilidad del Estado de cortar el círculo vicioso de la economía del narcotráfico que, como afirma Antonio Navarro Wolff en la entrevista que se publica en esta edición de GkillCity, da menos de un salario mínimo vital por hectárea de cultivo de cocaína pero que eso sigue siendo todavía más de lo que otras plantaciones dan. Un proceso que amenazaría con perpetuar la brecha económica en Colombia si es que el corporativismo lobbysta triunfa (como suele hacerlo) en detrimento de las necesidades del campesinado que hoy por hoy son la base social de la guerrilla.

Esa base campesina podría ser, también, el espacio donde las FARC convertidas en un movimiento político, logre amasar un poco de capital político y, quién sabe, podría convertirse en el representante del actor político en que debería convertirse el campesinado colombiano.

Eso sólo lo comprenderá la guerrilla cuando dejen de lado una contradicción evidente: en el siglo XXI ya no se puede hacer política a través de las armas. A mediados del siglo pasado, la lucha armada iba acompañada, directamente, de una reivindicación de lo político, como si fuese un paso previo duro pero necesario. Hoy, por el contrario, el uso de las armas trae consigo un descrédito político del que es muy difícil recuperarse.

Eso lo entendieron, por ejemplo, los militantes del M-19 cuando a finales de los ochentas se pusieron a la tarea de llegar a un acuerdo de paz con el Estado para luego participar en política activamente. El M-19 continuó con el proceso de paz, a pesar de que apenas un mes y medio después de la firma del acuerdo de paz su comandante en jefe y, además, candidato presidencial, Carlos Pizarro, fue asesinado en un vuelo a Barranquilla. Cuando le preguntamos a José Miguel Sánchez, ex eme, cómo tuvo el movimiento la madurez política de no abandonar el proceso de desarme, su respuesta resultó esclarecedora: “No fue nuestra madurez política. Fue la madurez política del pueblo colombiano que convenció a muchos que, dentro del M-19, pensábamos que con la muerte del comandante Pizarro debíamos irnos de vuelta al monte a echar tiros. Pero el pueblo colombiano nos pidió que no lo hiciéramos. Por eso, cuando estábamos por salir al entierro de Carlos, Antonio Navarro nos reunió a todos y nos dijo: “Vamos a enterrar en paz al comandante Pizarro”. Nos encontramos con un país volcado sobre nosotros, eran impresionantes las filas y las filas yendo a despedir a Pizarro en la Plaza Bolívar. Cuando salimos en el cortejo fúnebre, la ciudad estaba en medio de un aguacero del hijueputa, macondiano, el cielo triste y la gente nos gritaba no se vayan no se vayan. Carlos Pizarro nos había enseñado que teníamos que leer al país”.

Esa madurez y capacidad de lectura del país fue que les permitió a los M-19 capitalizar políticamente su renuncia a la lucha armada y lograr la mayoría de asientos en la Constituyente del año 91 convocada por el presidente Carlos Gaviria es la que aún no estamos seguros que tengan las FARC, especialmente después del discurso del comandante Márquez en Oslo.

Una Constitución que a decir de González alguien definió como hecha en el “preciso instante en que los grupos de poder que dominaron Colombia se quedaron dormidos. Cuando despertaron, tenían una nueva constitución con la que han peleado y a la que han querido destruir por todos los medios posibles, con un éxito más o menos considerable”.

Es en la construcción de una política que salvaguarde los derechos consagrados en esa norma suprema, que capitalice la representación que actualmente los campesinos no tienen en nuestro país, en el reconocimiento del derecho de las víctimas de ser reparados y de mantener la memoria histórica como un elemento de paz social, mas no como uno de escarnio público; y, por sobre todo en el cambio de ciertas relaciones de poder –especialmente relacionadas con el acceso a los medios de producción– que lleven a cerrar la brecha entre ricos y pobres en Colombia lo que asegurará un paz duradera que termine con esta guerra eterna que nos consume desde que tenemos memoria.

Darío Livingstone