Diego Enrique Osorno, Lydia Cacho, Anabel Hernández, Judith Torrea y Epigmenio Ibarra son periodistas, cronistas, narradores de historias inevitablemente vinculadas con varios de los diferentes brazos del crimen organizado: tráfico de drogas, armas y migrantes, feminicidios, reclutamiento forzoso, redes internacionales de trata de niñas y mujeres, extorsión, lavado, corrupción y narco política. Entender que el negocio de las drogas es uno de los varios brazos del crimen organizado es una tarea compleja cuando no has vivido alguna experiencia, cualquiera, que te empuje a dudar si de verdad el negocio de las drogas es esa ficción espectacularizada en la TV.
Mi “alguna experiencia” fue trabajar como asistente humanitaria durante dos años en la Frontera Norte ecuatoriana. Ahí conoces lo que con los colegas empezamos a llamar el Ecuador de la vida real: ese que existe lejos de los dilemas de las urbes de Quito y Guayaquil. En la frontera norte uno no tarda mucho en darse cuenta que cada historia esta conectada con alguno de todos los negocios del crimen organizado. Se comprende rápidamente, por ejemplo, historias como las de Carmen, cuya hija de dieciséis años desapareció en 2003.
Cuando puso la denuncia el personal de la fiscalía le dijo “con los guapa que es su niña, ¿cómo no la ha cuidado mejor?”. Pasó el tiempo, meses ya, y cada vez que Carmen iba a preguntar por los avances del caso, la respuesta es siempre la misma: nada. Tres años después, desapareció su segunda hija, de 14 años. Entonces, con la experiencia previa, supo de inmediato que presentar denuncia de nuevo, no serviría de nada. Hace un año, amigos y ex colegas me contaron que se supo de su primera hija. Había sido seducida y raptada por un tratante, enviada a Centro América a un centro clandestino de entrenamiento de niñas (entrenadas para agradar) y enviada a Tailandia, al mercado internacional de explotación sexual.
Recordé mucho por aquéllos días a Soledad, una investigadora que trabajó durante meses en la frontera sur de México recogiendo historias de casos de tráfico de personas y cómo el negocio del coyoterismo clasificaba a sus víctimas según necesidades: reclutamiento de mujeres para servicio doméstico de bandas criminales, de hombres para entrenamiento militar especializado al servicio de bandas de sicarios y extorsionadores y el desecho: grupos de migrantes que en las largas travesías cruzando Centroamérica y México para llegar a Estados Unidos son exprimidos hasta dejarlos sin un centavo. La suerte de estos migrantes está echada. Si sus familias desde sus países de origen pueden pagar el rescate, correrán mejor suerte; aquéllos que no, serán empujados desde un tren en movimiento o torturados para terminar en fosas comunes como en Tamaulipas en agosto de 2010.
Soledad me explicó que los traficantes tienen una mercancía que siempre es entregada a cambio de dinero: armas y drogas. Pero las niñas y las mujeres son una mercancía que se vende, reciben una paga, son utilizadas y vuelven al comerciante, son un producto del que los tratantes nunca se deshacen.
Varios analistas sostienen que en la debacle del imperio de Pablo Escobar y durante los últimos meses de su aislamiento, estuvo planificando cómo sobreviviría la industria en su ausencia, y volteó la mirada a México, donde se encontraban sus socios para el transporte e ingreso de las drogas a Estados Unidos. Ésta hipótesis guarda sentido, si se tiene en cuenta que iniciada la década de 2000, México ya estaba repartida entre 6 carteles, cada uno de ellos al mando de territorios y especializados en estas diferentes ramas del crimen organizado. Unos cárteles de la droga con poder político, dominio de la economía y comercio local a través de la extorsión, presencia en los mercados nacionales mediante el lavado de dinero y con una capacidad de generación de ingresos y reclutamiento de jóvenes a una velocidad jamás soñada por los carteles colombianos de los años 80 y 90. Un perfeccionamiento eficiente de las industrias del crimen organizado.
En la cuestionada guerra contra las drogas, la gran mayoría de los Cárteles han sido aniquilados por la administración de Felipe Calderón en el último sexenio, al menos en su capacidad militar, aniquilación que le ha costado a México nada menos que la macabra cifra de noventa mil víctimas civiles, contabilizadas hasta el último día de los fieles difuntos. El único cártel que curiosamente ha sobrevivido es el Cartel de Sinaloa. El mismo del que hemos escuchado tanto en el Ecuador, por los casos de las pistas y avionetas encontradas en Manabí y los laboratorios subterráneos en Chimborazo.
¿Qué tendría que ver el proceso de Paz en Colombia, la guerra contra el narco en México y el Ecuador? ¿Por qué una oportunidad tan llena de esperanza como el proceso de paz en Colombia tendría que llevar nuestra mirada al contexto regional, a sacar la cabeza por fuera de la ventana?
Ensayando mis respuestas pienso en las soluciones de seguridad que están dando los gobiernos a problemas de violencia claramente vinculados con el crimen organizado. Pienso en la necesidad de sacar la cabeza por la ventana, entender lo que le pasa a la región, cómo operan las bandas criminales, analizando de la escena más pequeña y local hasta entender las dinámicas regionales y, sobre todo, a preguntarnos cómo las sociedades estamos reflexionando los problemas de violencia, cómo nos estamos posicionando los ciudadanos antes estos problemas y las salidas que ofrecen los gobiernos.
¿Pacificar o guerrear? ¿Pacificar insistiendo en la paz? O buscar la paz ¿haciendo la guerra?
Una demanda ciudadana de mayor y mejor seguridad puede significar un estado policíaco, unas fronteras donde se desplace a las poblaciones para militarlizarlas hasta su último metro cuadrado; o puede significar la reconstitución y fortalecimiento del tejido social, las cadenas de solidaridad y seguridad, reinvindicar la necesidad de la convivencia ciudadana, de apuesta por el otro porque su existencia y su vida es importante porque contamos con ella para pacificar la ciudad, la vida, el mundo.
Pensar y volver a Diego Enrique Osorno, Lydia Cacho, Anabel Hernández, Judith Torrea y Epigmenio Ibarra es pensar y volver a las historias y crónicas que no quieres vivir. Ellos, todos periodistas y cronistas mexicanos, que viven en un Estado que reivindicó el uso “legítimo” de la fuerza como estrategia única de combate al crimen organizado, han tomado el miedo como detonador de una discusión necesaria, especialmente en la coyuntura actual: demandar justicia por las 90 mil víctimas y sus familias, organizar para cuidar de la seguridad de las niñas y las mujeres, fortalecer las relaciones de los vecinos para cuidar que los niños y jóvenes no sean reclutados forzosamente. Comprometerse con una generación de jóvenes que al 2050 serán el 60% de la población en el continente y que hoy todo lo que tenemos para ofrecerles es muerte.
Desde la orilla de esta isla de paz que se supone es el Ecuador, es indispensable desterrar la vocación innata que tenemos para trivializar las historias más duras, acaso contagiados de la espectacularización de la violencia y el crimen en la TV. No creo en el consejo de la abuela de no hablar de las cosas malas porque las atraes. Creo que cuanto menos hablas de la violencia y su capacidad de escalada en una sociedad como la nuestra -donde el tejido social y la desafección por la convivencia entre ciudadanos se fracciona progresivamente- no estas más seguro sino más vulnerable.
Cosas que ver y leer:
Diego Enrique Osorno: (libros) Oaxaca sitiada, Guardería ABC, El cartel de los Zetas
Lydia Cacho: Esclavas del poder
Anabel Hernández: Los señores del narco
Judith Torrea: https://juarezenlasombra.blogspot.com/
Epigmenio Ibarra: (series) El octavo mandamiento, Infames y Capadocia. También su columna semanal en milenio.com
María Alexandra Benalcázar