Llevamos años ya estancados en el mismo debate: ¿Son los medios actores políticos? Llevamos años diciéndonos los mismo: Sí, sí lo son. Recuerdo que a finales de 1997, sin que haya pasado un año de la caída de Abdalá Bucaram, cuando tenía 9 años, radio La Luna distribuía a través del diario Hoy un disco llamado ‘Y se fue’, que incluía canciones como ‘La Macarena de Abdalá’, con la música precisamente de la Macarena, y que hablaba de la presidencia del Loco en Barcelona; ‘Arteaga’ (Ingrata, de Café Tacuba), referida al vire de Rosalía para quedarse con la presidencia que, irónicamente, le correspondía; La Mochila Azul, con la historia de Sandra Correa, entre otras. La figura de Álvaro Noboa empezaba a aparecer como candidato del PRE (decía Abdalá, en la popular propagando de los ‘Bucaram Adams’: “usté tiene tanta plata que parece que a usté la plata lo persigue, Alvarito”), y productos como ése, más publicaciones como ‘Tocata, robata y fuga’ del Pájaro Febres Cordero le hacían el asco a un candidato -o un partido, mejor dicho- que, pese a todo, tenía las de ganar.
La misma radio La Luna se convirtió siete años después en la radio forajida, con un papel estelar en la caída de Lucio Gutiérrez y la iniciativa de los cacerolazos de aquel 20 de abril de 2005. Seis años más tarde, poco después del #30S, La Luna desaparecía como tal, pues pasaba a formar parte de una serie de radios deportivas.
Eso sí, de su personal o colaboradores habían salido algunas figuras que entre 2007 y 2010 habían resultado de peso en el gobierno de la Revolución Ciudadana: Alberto Acosta, Diego Landázuri, Paco Velasco, Galo Chiriboga, Manuela Gallegos, María Paula Romo, Norman Wray. Y lo digo ahora, antes de seguir con la perorata que usted, querido lector, ni siquiera ha empezado a leer: Si eso no es ser un actor político, no sé qué es.
Y vamos, no me malentiendan. Me pregunto -en serio, lo juro- qué tiene de malo ser un actor político, incluso si se trata de un medio de comunicación.
Y fue aquello lo que discutieron el pasado martes algunos de los actores de peso de los medios en los últimos años. La Universidad Casa Grande recibía, en su Edificio Blanco, a Carlos Jijón, ex director de noticias de Teleamazonas, y actual editor de la tribuna digital La República; Carlos Vera, ex entrevistador estrella de Ecuavisa, actual activista político; Mauro Cerbino, catedrático de la FLACSO; Aparicio Caicedo, profesor de Derecho Internacional en la anfitriona UCG, y, por supuesto, Orlando Pérez, director de el diario público El Telégrafo.
Digo de Orlando aquel “por supuesto” no porque sea mi jefe, sino porque El Telégrafo se encuentra bajo el escrutinio popular por su carácter público, que la gente confunde con “del gobierno”. Confusión que, en ocasiones, se produce también puertas adentro.
Ese escrutinio se me antoja fastidioso, no por escrutinio, sino por ligero. En una época en que los periódicos deben o adaptarse o desaparecer, son pocas las propuestas que se lanzan a, por ejemplo, crear páginas destinadas a la crónica, el análisis o la crítica que vengan a acabar con la nota seca, inútil y horroroso instrumento que sirve para no decir nada que no haya estado ya en televisión el día anterior. Y claro, es eso lo que alegan algunos de los pesos pesados de la comunicación en Latinoamérica como -así, por encima, porque los he visto en talleres en la UCSG- el colombiano Omar Rincón y el chileno Juan Pablo Meneses, que curiosamente estuvo en Guayaquil el #30S (decía en twitter ese día: “En ocho meses de gira por América Latina, era probable toparme con un golpe de estado”).
Y anclando ya en la conversación de este último martes, que es la que nos reúne aquí: es delicioso ver estas mesas de debate con personajes como estos, atacándose entre sí. Lástima que el tema siga siendo el mismo.
Pero para ejercer un chance de periodismo por acá (favor de no esperar gran cosa, que este feriado he tenido guardia en el diario), haremos un recuento de las cosas que ahí se dijeron, o mejor: va el link del texto de Óscar Pineda, editor de Cultura de El Telégrafo.
Y aquello me hace aterrizar un poco en el trabajo que desarrollamos al interior de este medio público. Sí, el trabajo que hacemos con su dinero, maese lector, como apunta Aparicio Caicedo (aunque no del todo, si eso a alguien hace sentir mejor).
Pero antes no está de más notar ciertos aspectos que, sin dejar de ser serios, vuelven divertidos de estos debates: Carlos Vera, dueño de un evidente histrionismo, ha dicho un par de cosas memorables, como que “el CNE no es capaz de desarrollar un software para controlar la falsificación de firmas y nos quieren enseñar a nosotros a llevar un exit poll”, o “cuando apoyé a Correa no decía nada, y luego me empezó a calificar de corrupto, y cuando me tuvo al frente no me lo dijo, cobarde”. Orlando Pérez fue quien dijo que los medios deben “dejar de llamarse libres e independientes”, pues aunque no sean de carácter estatal, siempre se ajustan a los intereses de alguien, casi asumiendo de esta forma la alineación de su propio medio con el gobierno. Al final fue un poco más allá y, ante el reclamo de Caicedo sobre lo que se hace con el dinero de los impuestos, dijo también Pérez que la regulación de los medios públicos era necesaria, y que eso estaba en la Ley de Comunicación, “que los medios privados no quieren que salga”, lo que dejo a la interpretación del lector. Finalmente, el tono de voz de Carlos Jijón tiene una capacidad asombrosa para provocar un sueño tenaz.
Saltada la parte en que ustedes conocen de qué se habló en el conversatorio -en el que todos los presentes admiten que los medios son actores políticos, pese a que por ello el Rafa se arranque los pocos pelos que le quedan y aconseje utilizar los diarios privados para madurar aguacates o los rompa en las sabatinas-, vamos a lo importante: Cerbino, como siempre, ha sido quien ha dicho lo más, al plantearse por qué ya no hay medios de tendencia en Ecuador. O, al menos, por qué los medios ya no se reconocen.
Efectivamente, es ése el meollo del asunto: por qué no somos capaces de reconocernos como lo que somos. Por qué esa satanización de las posturas. Y sucede que ello plantea otras aristas importantes (que se diluyen en estériles argumentos como “son medio del gobierno y por eso no les creo”, o peor: “no los consumo”).
Las secciones de Cultura y Sociedad de El Telégrafo llevan ya un buen tiempo con un intento de plantear ese periodismo del que hablé párrafos atrás: el de la crónica, la crítica y el análisis, no el del mero reporte de cuánta gente asiste a los eventos, cuánto cuesta la entrada al concierto, qué precio ha tenido la puesta en escena…
En el marco de ese intento, del que han salido entrevistas que abordan temas que alguien tenía que decir, críticas que generan debate, y crónicas hermosas -como ésta de Diana Romero-, el trabajo ha ido atado al ejercicio de la libertad de adoptar una postura frente a los hechos, pero ya no por parte del medio, sino del periodista.
Durante semanas he pensado sobre cómo levantar una crítica fuerte sobre el teatro que proponen las instituciones públicas en la ciudad, y en el país. Tanto desde el Muy Ilustre Municipio de Guayaquil, como desde los Ministerios y otros órganos por el estilo. Y es que así, tenemos una Feria Internacional del Libro que nos mete a Eloy Alfaro por los ojos. Y nos llenamos de obras que vuelven al teatro no sólo aburrido, sino estéril, que cuentan historias de la Independencia de Guayaquil con personajes (próceres, claro) planos, sin dilemas morales, sin crisis ni conflicto; inhumanos, digamos. Y claro, no faltan las personalidades que salen del teatro diciendo, para parecer cultos, “que ha sido todo maravilloso”. Y soy incapaz de pensar en censura alguna cuando el momento de la desmitificación llegue.
Evidente es que esa apreciación no se la puede extender a toda la labor del diario. Sin embargo, en Ecuador llevamos años hablando de prensa libre e independiente, cuando los intereses existen en todos lados. Aquello tiene matices, claro, y ahí se vuelve imperioso tomarle la palabra a Jijón: “Tener una tendencia no implica mentir”. Es que ese privilegio académico de levantar análisis de los discursos ha sido sólo eso: un privilegio académico, que nadie se preocupa de extrapolar a los lectores.
Sentarse a esperar objetividades es desperdiciar el trabajo del periodista y el tiempo dedicado a leer diarios. Necesario es abandonar ese debate sobre si somos o no actores políticos. Cinco años de decir que sí son suficientes. Necesario es reconocernos como somos. Acaso haga falta asumir que cuando leemos el periódico, ha sido una persona quien ha escrito el texto. Y yo me quedo con eso. Aunque claro, puedo estar más que equivocado, Al fin y al cabo, cada individuo tiene el derecho de engañarse a sí mismo como mejor le parezca.
José Miguel Cabrera Kozisek