Somos una sociedad bipolar que rinde pleitesía a sus héroes con fervor desmesurado, los enaltece más allá de su condición humana y luego los deja caer al abismo más profundo de su desprecio cuando se salen del libreto. El caso de Lance Armstrong nos pinta de cuerpo entero. Corrimos a comprar su historia de héroe ciclista, vencedor de un grave cáncer testicular con metástasis y pocas posibilidades de supervivencia, director de una fundación para luchar contra ese mal, promotor de las famosas pulseras Livestrong que nos hacían sentir casi invencibles, y ganador de siete “Tour de France”, la competencia más prestigiosa del ciclismo. Durante años adulamos tanto al personaje, le pusimos la vara tan alta, que lo convertimos en drogadicto. Sí, nosotros. Porque cuando la sociedad le asigna tanto poder a una persona, este se convierte en su principal droga. La verdadera adicción de Armstrong no era a los cocteles de dopaje, sino a la admiración de la gente, a ese “high” que le daba el hecho de saberse influyente y todopoderoso. La eritropoyetina (EPO), los esteroides y las hormonas de crecimiento eran simples sustancias que le permitían mantener su estatus de infalible “para poder seguir inspirando y motivando a sus fanáticos”.
Es muy difícil dejar de ser adicto a la idolatría de las masas. Tendrías que aceptar que eres un ser humano, un mortal sin superpoderes y ¿a quién le gustaría perder sus superpoderes? No pretendo justificar las mentiras del otrora rey del ciclismo; quiero simplemente analizar las condiciones que lo llevaron a perpetrar el caso de dopaje sistematizado más exitoso y a la vez dramático en la historia del deporte. Pero ¿cuántos otros habrán construido sus carreras con “ayuda” sin ser nunca descubiertos?
Es un secreto a voces que en el ciclismo hay índices astronómicos de dopaje; mucho mayores que en otras disciplinas deportivas. Durante años, la prensa ha hecho públicas las sospechas de que instituciones del “establishment”, como la Unión Ciclista Internacional (UCI) y la USADA (Agencia Anti Dopaje de Estados Unidos), están perfectamente conscientes del problema y se hacen de la vista gorda, sobre todo en casos que elevan el perfil del ciclismo, como el de Armstrong, a quien se especula dejaron de proteger sólo cuando ya no podían tapar el engaño. La presión para investigarlo fue tal, que finalmente tuvieron que ceder ante la insistencia de enemigos poderosos.
En su teoría de los simulacros, el filósofo francés Jean Baudrillard propone que, ante una crisis, la sociedad protege la integridad y funcionalidad del sistema entregando la cabeza de una sola persona que purgue los pecados colectivos. En vez de poner en peligro al sistema en su conjunto y revelar la fragilidad de los valores fundamentales sobre los que se apoya (ideales como la honestidad y la verdad), la sociedad castiga a un chivo expiatorio. Ese individuo es un simulacro o símbolo que sirve para ocultar pecados institucionalizados que corroen el tejido mismo que sostiene a la sociedad, pero sobre todo, para satisfacer nuestra necesidad de sentirnos virtuosos. La caída de Armstrong no solo sirve para ocultar a otros miles de deportistas que siguen y seguirán dopándose, sino para hacernos sentir a salvo. Una combinación de alivio y miedo hace que con cada auspiciador que lo abandona, con cada titular que lo condena y cada rueda de prensa que lo fulmina, nos sintamos más y más satisfechos de haberlo desenmascarado. Decepcionados también; pero sobre todo tranquilos de que sea otro el que está en el banquillo.
Susana Pareja