Para ahora, todos han visto Ciudad del Río. Es imposible no haberlo hecho, porque los lazos blancos y azules de los condominios Riverfront y la forma de tornillo de “The Point” son lo primero que uno ve cuando llega a Guayaquil, ya sea por el puente o en avión. Algunos deben estar emocionados con la idea de traer algo del estilo y glamour de Miami a lo que fue alguna vez una franja abandonada de la ría. Otros tal vez estén descontentos con el hybris de Nobis de bloquear el referente geográfico más visible y simbólico de la ciudad, el lugar de nacimiento de Guayaquil, con toneladas de vidrio, hierro y concreto. Mientras el debate del impacto visual de Ciudad del Río puede ser el más obvio y urgente, otra historia, menos visible, se desenvuelve detrás de la pantalla de lujo en la cara norte de Cerro Santa Ana.
Esta historia tal vez parezca familiar, pues es una historia de invasión, de lucha, de especulación, de legalidad incierta, de engaño, de posible desplazamiento, de pérdida y de lucro. Tal narrativa ha jugado un lugar en la periferia de la ciudad, usualmente lejos del ojo público, cuyos detalles llegan a los periódicos solo cuando los buldóceres entran en escena. Es la misma historia, con los mismos caracteres de siempre, pero esta vez tiene lugar a plena luz del día, en el centro de la ciudad.
Mucha gente supone que la iniciativa del Municipio de regenerar el Cerro Santa Ana ha beneficiado a los habitantes del cerro, pero este no es el caso. Existe una marcada segregación entre quienes viven en el lado sur y aquéllos que viven en la falda norte. Más allá de pequeñas mejoras infraestructurales, tales como la construcción de una escalera de cemento y la instalación de sistemas de agua potable y alcantarillado, varios cientos de familias que viven en las espaldas del cerro aún no tienen el acceso a las mismas oportunidades para turismo, mejoras de vivienda y legalización de la propiedad que sí han tenido quienes viven en el frente del cerro. De acuerdo a los términos de las ordenanzas de regeneración que gobiernan la cara sur del Cerro Santa Ana, sus residentes han podido legalizar su propiedad al precio gubernamental (algo entre $1 y $2 por metro cuadrado). Haciendo a un lado la provisión de la ordenanza que prohíbe a los Cerreños vender su propia propiedad privada (i.e. beneficiarse del incremento de la plusvalía logrado por la regeneración), por lo menos el Municipio ha asegurado la permanencia de esos hogares y la residencia en el cerro.
Los habitantes de la falda norte enfrenta un futuro mucho más ominoso e incierto. Durante décadas han estado trabajando, como una comunidad, para legalizar su propiedad ante el gobierno de la ciudad de Guayaquil; y, en los últimos diez años han enfrentado una creciente hostilidad, complicación e intimidación tanto del Municipio como de la Junta de Beneficiencia. A primera vista, la cuestión de la legalidad parecería sencilla: o bien algo es legal o no lo es. Pero en Guayaquil, la legalidad del uso de suelo es siempre complicado. El caso de Ciudad del Río y de la falda norte del Cerro Santa Ana es un excelente ejemplo de esto. Podríamos pensar en este pedazo de tierra como una aporía legal, una tierra de nadie, que al día de hoy no aparece en los mapas de planeamiento urbano del Municipio. Cuando los primeros colonos llegaron al cerro Santa Ana en los 1970s, encontraron poca resistencia tanto del Muncipio como de la Junta, la supuesta dueña de los terrenos en ese entonces. Wilson Pacheco, un hombre cuya familia ha vivido durante 40 años en el cerro, me dijo que la Junta de Beneficencia prácticamente los retaba a construir sus casas ahí, diciéndoles “¡Qué construyan nomás! ¿Quién va a querer botarles de ese barranco?”
La espalda del Cerro Santa Ana era un pedazo de tierra inútil, proclive a deslizamientos durante la temporada de lluvias, enclavada justo encima de un parque industrial y carente de servicios básicos como alcantarillado, electricidad o agua potable. La Junta de Beneficencia estaba convencida de que solo los pobres, acostumbrados a esas precarias condiciones, poblarían la inestable falda; y, con el permiso tácito de la junta, se desarrolló una pequeña comunidad de inmigrantes y migrantes –ancianos italianos residentes, cholos de la Península, montubios de Manabí, serranos de Tungurahua, incluyendo familias de apellidos quichuas–. La vida era dura. El lodo en las calles les daba a la cadera cuando caminaban desde la calle Sargento Buitrón hasta sus casas. Las mujeres se levantaban a las cuatro de la mañana todos los días para recoger en la Cervecería debajo, grandes envases plásticos para llenarlas de agua para cocinar y lavar. La electricidad era pirateada de líneas cercanas en conexiones improvisadas que tornaban vulnerables a los incendios a las casas de cañas. No había pavimento ni escaleras. La gente subía al cerro utilizando empinados y angostos senderos.
Los años 1980s marcaron el inicio de un esfuerzo a nivel nacional para legalizar las vastas invasiones en el Guasmo de Guayaquil. Como parte de esta iniciativa, un Decreto Legislativo declaraba que los cerros de Guayaquil: Santa Ana, del Carmen, El Mirador de Mapasingue y de las Cabras (que hoy pertenece a Durán) debían estar también incluidos entre las tierras que debían ser entregadas al Municipio, que estaría a cargo de procesar la papelería legal y entregar títulos de propiedad. En algunos lugares, tales como el Guasmo, Bastión Popular y otras cooperativas bien organizadas de la periferia, este proyecto de legalización masiva fue exitoso. Pero el Cerro Santa Ana nunca tuvo un Cacique, un traficante de tierra, para que repartiese la tierra de una manera organizada. El Cerro Santa Ana fue repartido de forma poco sistemática, básicamente a través de la boca a boca de los terrenos disponibles entre amigos y familiares.
A mediados de los 1980s sólo una docena, más o menos, de las personas en la cara norte aprovecharon la oportunidad de legalizar sus propiedad. Otros tantos les siguieron a través de acciones legales en los 1900s y los tempranos 2000s. Esto quiere decir que hay varias docenas de familias que sí son legalmente dueños de sus propiedades y pagan sus impuestos prediales.
Doña Elena Vergara es una de las que legalizó su propiedad en 1985. Lo hizo para beneficiarse de un programa de la ciudad que llevaba agua de tanqueros hasta las casas en el Cerro. Desde ese entonces, la señora Vergara ha participado activamente de la asociación de la comunidad y las subsecuentes campañas para legalizar los terrenos en el barrio. En 2004, cunado el Municipio del alcalde Jaime Nebot inició tomar medidas drásticas contra las peticiones individuales para la legalización, el Comité Pro-Mejoras inició una campaña para que se legalizasen las propiedades de todos los habitantes de la falda norte. Preocupados por su posición legal endeble a las puertas de cambios masivos de regeneración urbana y la construcción de la primera fase de Puerto Santa Ana, solicitaron al Municipio se clarifique la situación legal de su comunidad para saber si habría algún desalojo a la fuerza o si la falda norte estaría incluida en la iniciativa de legalización de la propiedad iniciada justo a la vuelta, al otro lado del Cerro. Para ese momento, el Municipio confirmó que no tenía planes de desalojar a nadie de la cara norte del cerro.
Sin embargo, desde 2003 ningún individuo o familia ha podido legalizar su terreno, ni tampoco le fueron dadas explicaciones a la comunidad. De hecho, el Municipio de Guayaquil solamente ha dado las más confusos y evasivas respuestas a todos los pedidos de aclaración y resolución. En 2005, funcionarios de la DUAR visitaron la falda norte del cerro, prometiendo que se iniciaría el papeleo legal para la legalización y actualización de los mapas catastrales de la zona.
Se llenaron unos cuantos formularios, se pagaron unas cuantas tasas, pero nada resultó de la promesa de la DUAR de resolver la situación legal de la mayoría de los residentes. En 2006, funcionarios municipales regresaron. Esta vez, realizaron un censo del barrio, que incluyó la toma de fotografías. No se mencionó nada sobre legalización, pero el Municipio empezó a multar a cualquier que realizase cualquier tipo de mejora o ampliación a su vivienda.
Fue durante este tiempo que la señora Vergara decidió que ella quería ampliar su humilde casa de cemento. Siendo la legítima dueña de su propiedad, la señora Vergara sintió que las sanciones en contra de mejoras y ampliación de la vivienda no aplicarían a ella. Y siendo una ciudadana, por lo general, responsable y respetuosa de la ley , fue al Municipio para solicitar permiso para construir. En la ventanilla le dijeron que el Municipio no le podía dar el permiso y que ella tenía que, primero, legalizar su terreno con la Junta de Beneficiencia antes de que el Municipio pudiese autorizarle cualquier cosa. En 2008, el Municipio informó a la comunidad que había vendido la falda norte del cerro, manzanas 40 y 1 de vuelta a la Junta de Beneficencia y que todas las preguntas futuras respecto de propiedad y legalización debían dirigirse a la Junta. Doña Elena se preguntaba por qué tendría que re-legalizar su propiedad o por qué tendría que pedirle permiso a la Junta para realizar mejoras a su propiedad privada. Ela también se preguntaba cómo podía el gobierno municipal hacer caso omiso, de forma tan flagrante, de las docenas de legítimos propietarios y vender las manzanas 1 y 40 de vuelta a la Junta, como si fuesen sus tierras y sobre las cuales pudiese disponer a su antojo.
La señora Vergara y otros propietarios lucharon por obtener información precisa del Municipio y la Junta durante años, hasta que en 2010 aparecieron en las puertas de todos los residentes unos volantes ominosos. La Boleta de Citación estaba impresa en el encabezado de la Junta y firmado por el abogado de la Junta, Francisco Phillips Jurado:
“Por la presente queda Usted citado a comparecer al área de legalización, en la hora y fecha señalada para tratar sobre la legalización del solar material de esta citación. Adjuntando todos los documentos que justifiquen la posesión del solar. Caso de no comparecer la institución se reserve el derecho de proceder por la vía legal correspondiente…”
La Junta exigía que todos los residentes de la falda norte se presentasen a la Junta, llevando consigo la documentación de su derecho de posesión, bajo amenaza de acciones legales. Muchas personas, desconociendo la ley o la historia de la lucha por la legalización, simplemente obedecieron a la volante, llevando todos los papeles necesarios para la revisión de la Junta. Cuando se enteraron que la Junta cobraría $12,72 por metro cuadrado (alrededor de nueve veces el total previsto por la ley para la legalización de tierras municipales, por cierto), algunos residentes juntaron cada centavo posible, tomaron créditos informales y rogaron ayuda de sus familias para pagar por sus propiedades. Cuando le preguntaron a la Junta si se les otorgaría legalización total, la Junta respondió que no tenía el poder para hacer eso, pero que sí otorgaría la posesión, una afirmación extraña, considerando que la mayoría de los residentes pueden demostrar posesión sin la ayuda de una tercera institución. En última instancia, la Junta admitió que sólo el Municipio tenía el poder de adjudicar títulos de propiedad. Otros residentes más escépticos, como la señora Vergara, cuestionaron por qué tendrían que pagarle a la Junta, viendo que los terrenos, por ley, pertenecían al Municipio. ¿Es que una institución privada puede eludir la ley y cobrar un precio más alto? También se preguntaban por qué la Junta nunca mencionaba el otorgamiento de títulos de propiedad y sólo se refería a consolidar el estatus de los residentes como “posesionarios” y nunca como «propietarios». Y, ¿por qué la junta insiste en tener la cooperación, documentos y pago de TODOS los residentes de los bloques 1 y 40 antes de que pueda otorgar CUALQUIER legalización? ¿Es acaso sólo para tener acceso a toda la información y documentación del barrio? Desde que la Junta repartió la volante, la tensión en el barrio es palpable.
Todos viven en un estado de resentimiento (porque pagaron), de negación (porque creen que todo amainará), o de indignación (porque se niegan a pagar hasta que el estatus de propietario de los terrenos esté satisfactoriamente aclarado). Los residentes del cerro viven una constante y frustrante sensación de incertidumbre porque ni el Municipio, ni la Junta han abordado estas preguntas adecuadamente.
Finalmente, después de cientos de visitas y cartas tanto al Municipio como a la Junta, el alcalde Nebot invitó a la comunidad al Salón de Sesiones para discutir el desacuerdo. Cuando los abogados representantes de la comunidad se refirieron al Decreto Legislativo #591 de 1983, que ordena que el Cerro Santa Ana sea expropiado por el Municipio para ser legalizados a favor de los posesionarios, Jaime Nebot interrumpió diciendo “¡Guayaquil es autónomo, carajo! ¡Los terrenos pertenecen a la Junta! ¡No los hemos expropiado y no lo vamos a hacer!”. Es una afirmación notable a muchas niveles. Primero, comunica que, sencillamente, Guayaquil puede imponer su propio criterio sobre la ley, cuando así se ajuste a los intereses de la ciudad (o aquellos de instituciones privadas cercanas al Municipio, como la Junta y Nobis). En segundo lugar, sugiere que el Municipio ha estado mintiéndole a la comunidad y realmente nunca le “vendió” de vuelta los terrenos a la Junta, sino que simplemente está pretendiendo que los terrenos nunca se expropiaron por el Municipio en primer lugar. Una demanda que es difícil de acatar cuando se considera que varias docenas de personas lograron obtener un título legal de propiedad bajo los alcaldes: Perrone, Norero, Bucaram (Elsa), Bucaram (Abdalá), Febres-Cordero y el propio Nebot. Nebot también ha exigido que la Junta de Beneficiencia reduzca los costos de legalización de $12,72 a $7 por metro cuadrado. Ha afirmado que una vez que la Junta recabe todo el material necesario para la legalización de los lotes, así como los pagos, el Municipio estará gustoso de procesar cada solicitud y legalizar formalmente a todos en el cerro. También prometió que todos quienes ya sean propietarios de su terreno no se verán afectados y declaro que el Municipio no tiene intenciones de desalojar a nadie del cerro.
Todas estas promesas son tranquilizadoras, pero ninguna brinda el sentido de real protección y claridad que la ley y el Estado se supone deben brindar a sus ciudadanos. En el recuento de esta reunión, los líderes comunitarios presionaron al Municipio para que les muestra los códigos catastrales para las manzanas 1 y 40 y probar que los terrenos, real y legalmente, pertenecen a la Junta (que es, después de todo, la razón por la que pueden cobrar un precio superior en la falda norte al que cobraron en el otro lado del cerro). Después de que el Municipio ha denegado las repetidas solicitudes de información, la comunidad se volcó a la Defensoría del Pueblo. Ha habido tres audiencias públicas. En las primeras dos, el representante del Municipio o no se presentó, o mandó a decir que no han tenido tiempo de preparar la información solicitada (los códigos catastrales para los bloques 1 y 40). En la tercera y más reciente junta, tanto los representantes del Municipio y la Junta protestaron, diciendo que se negaban a proveer la información y exigieron que la próxima audiencia tuviese lugar en el Municipio y no en la Defensoría. Los códigos catastrales que confirman la propiedad de los terrenos aún no se han emitido, pero la Junta y el Municipio están trabajando con la Defensoría para firmar un acuerdo para no desalojar a nadie de la falda norte del cerro y comprometerse a avanzar con la legalización con el precio modificado de $7.
Si bien ese acuerdo es bienvenido por muchos en la comunidad, es importante anotar que el Municipio y la Junta se siguen negando a proveer claridad sobre quién, legalmente, es dueño de los terrenos. Tampoco explica ese acuerdo el por qué están pidiendo un precio tan elevado para las parcelas; ni da razones por las cuales la Junta continúa intermediando un proceso de legalización que debería ser manejado directamente por el gobierno municipal. Y, más importante, un acuerdo con la Defensoría no crea una protección legal permanente para la comunidad. La ironía es que si muchos de los cerreños resultan culpables de ocupar terrenos ilegalmente, entonces el Municipio y la Junta también son culpables.
Comprensiblemente disgustados, la gente de la comunidad siente que se están quedando sin opciones. ¿Cómo obliga uno al Municipio y a la Junta de Beneficencia a ser transparentes y responsables? Con los limitados recursos financieros y legales cómo podría uno comenzar a entender o planificar desarrollos urbanos que son gestados a puerta cerrada? ¿Cómo se “legaliza” uno cuando todos los mecanismos para ese fin están resguardados y manipulados por aquéllos que en ulterior instancia se beneficiarán de la “ilegalidad” de uno? ¿Cómo puede la gente que vive en la pobreza de la falda del cerro confiar en la promesa de Nebot de que no habrán desalojos si al ver por la ventana todo lo que ven ahora son los vidrios azules de los condominios Riverfront? Se preguntan ellos, ¿cuánto tiempo más querrán los nuevos y ricos propietarios de estos condominios asomarse y ver una telenovela de pobreza al otro lado del vidrio reflectado? ¿Cómo pueden confiar en Nebot cuando hasta los planes para la primera fase de Puerto Santa Ana incluían una falda despoblada, en la que las casas eran reemplazadas por un letrero al estilo de Hollywood? Finalmente, ¿por qué deben vivir en la “confianza” de que el Municipio hará lo “correcto”? Si el Municipio no tuviese nada que esconder, si todo lo que ellos están haciendo en el Cerro fuese perfectamente legal, ¿por qué no entregaron los códigos catastrales y fin del asunto? Si el Municipio no tiene ninguna intención de sacar a la comunidad de su tierra, ¿por qué no expeditan el proceso de legalización? Y si van a respetar los títulos de propiedad de los actuales dueños, como la señora Vergara, por qué no logra ella todavía obtener el permiso para empezar la construcción en su casa?
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¿Por qué debe importarle a usted lo que está pasando en el lado norte del Cerro Santa Ana? Pienso que no sólo porque La Culata es la cuna de Guayaquil; o porque el cerro es una vieja comunidad de gente que ha vivido ahí por generaciones y tiene una cultura rica y estrecha vinculación con el cerro; o porque es el lugar de misticismos y leyendas urbanas; o porque es el lugar donde muchos guayaquileños han ido en busca de placeres nocturnos que durante el día degradan y niegan; o porque muchos de los que viven en el cerro, contrario a cierta creencia popular, no son ladrones, asesinos, vendedores de drogas, adictos, prostitutas, violadores, sino personas inteligentes, buenas y trabajadoras con mucho que ofrecerle al mundo. Esas son buenas razones, pero en su centro, esta es una pregunta de la relación de los ciudadanos urbanos con su gobierno. La ciudadanía significa trato justo e igualitario de la ley y de aquéllos que la hacen cumplir. No debería importar si el gobierno de la ciudad está lidiando con usted o conmigo, o con un grupo de degenerados o de ciudadanos ejemplares. En el cerro hay gente que quiere ser dueña de su propiedad, pagar sus impuestos, solicitar permisos y pagar tasas al Municipio; gente que quiere participar en el nuevo gobierno ciudadano creado por el PSC, pero se les está negando esa participación sin ninguna otra razón que el lugar donde viven: un lugar que alguna vez fue un hueco en el mapa municipal pero que, por cambios en las geopolíticas de la ciudad, recientemente se ha convertido en un polo de lujoso desarrollo.
Definitivamente, el PSC ha traído a la administración y al paisaje urbano de Guayaquil muchos cambios que eran necesarios, pero la regeneración debe desarrollarse de tal manera que tome en cuenta las voces y preocupaciones de todos involucrados y no solamente de un puñado de inversores, empresarios y fundaciones privadas. A medida que la transformación de Guayaquil se privatiza progresivamente (hay que considerar el hecho de que la participación de Nobis en Ciudad del Río llegó como un medio para salvar el desastroso proyecto municipal de Puerto Santa Ana), el rol del gobierno de la ciudad de garantizar el diálogo y la participación públicos en las decisiones sobre el futuro de la ciudad se torna mucho más importante. Todos los guayaquileños tienen su parte en esta lucha. Tal vez Ciudad del Río no lo afecte a usted, pero quizá el próximo mega proyecto sí.
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La Colorada