Ariel y Chicho. Once y trece años. Camino en fila india con ellos sobre una vereda. Intentamos pasar por debajo de los techos para no mojarnos. Llueve y hace frío. Son las tres de la tarde y el cielo de Quito es gris. “Ese es el bus” me dice Ariel, me despido y me subo. “Llévela a San Bartolo”, le dice Ariel al cobrador del transporte y Chicho agrega “avísele dónde bajarse para que no se pierda”. El bus se aleja y ellos permanecen en la parada como esperando que “me vaya bien”. Su preocupación me conmueve y transforma mi día.
Los dos están en séptimo de básica de una escuela fiscal de la capital. Me los presentan y sé que tienen vergüenza. La grabadora de voz frente a ellos los intimida pero también los divierte, no dejan de observar el foquito naranja y los números que cambian.
Ariel es el mayor de 4 hermanos. Casi todos los días se encarga de cuidarlos. Muy temprano en la mañana lleva a la menor, de 5 años, al jardín de infantes. Luego regresa a casa y junto con sus otras dos ñañas va a clases. Aunque el almuerzo se lo dan en la escuela, cuando llega a casa él mismo prepara la cena: “huevo, arroz y agua de manzanilla”. No vive solo, su madre es ama de casa aunque él no la menciona tanto, solo cuenta que cuando sale, él se queda a cargo. Su padre no vive en Quito pero tiene un padrastro a quien le dice papá. Juntos juegan fútbol los fines de semana y la manera de contarlo demuestra que no es solamente el esposo de su madre.
Ella es de Esmeraldas y hasta el acento de Ariel tiene vestigios de esas raíces. Bembón, de nariz ancha, ojos profundos y pelo pequeño rizado. Mientras conversa juega con una cruz de madera que cuelga de su cuello. No sé, me dice cuando comienzo a preguntar más detalles sobre determinado tema. Pero no lo hace en tono incómodo sino que ríe. Siente vergüenza, su risa es de timidez.
Ahora que hable él me dice mientras señala a Chicho. Él es de Chone y su acento tampoco es de la sierra. Les hago caer en cuenta que somos tres costeños en Quito y ríen. Me preguntan mi edad, mi profesión, sobre mi familia. Ahora soy yo la entrevistada. Chicho narra más fluida su historia. Su mamá murió hace un par de años, vive con su padre y la nueva esposa. En la casa son ocho miembros, tiene tres hermanos mayores y dos menores. Con voz acelerada y jugando con su collar de Barcelona me confiesa que quiere ser futbolista, que ese es su sueño, que juega muy bien, que le gana a Ariel y que un amigo le ha prometido que lo ayudará para que juegue en algún equipo.
“¿En cuál quisieras?” Barcelona pues, pero si no se puede al que sea, El Nacional o Deportivo Quito…igual ya cuando me conozcan y juegue mejor me puedo cambiar al que quiera. Todos los días se toma dos minutos para peinarse. Lleva el pelo como “gallito”, algunos amigos le dicen así. En su nuca cae una pequeña trenza rubia, un tono cinco veces más claro que el resto de su pelo castaño. Sus ojos también son castaños y saltarines. Se expresa con ellos y sus manos. Se emociona contando historias.
Chicho y Ariel viven cerca. A veces llegan juntos a la escuela y también regresan a casa. Toman bus y caminan por la ciudad solos. “A veces hay unos que tienen cara de malosos y nos dicen cosas cuando estamos caminando por calles medio peligrosas pero nosotros no les hacemos caso”, dice Chicho. Él y su amigo conocen la calle. Chicho lustra botas y Ariel hace malabares en los semáforos. Lo que ganan lo llevan a sus casas. No hablan casi nada de su trabajo sino de lo que hacen los fines de semana, eso los alegra porque sonríen mientras lo comparten.
Desde hace un año que los fines de semana de Ariel son diferentes. Casi todos los sábados ve a Stalin, un quiteño de 25 años que se ha convertido en “su hermano mayor”. Los dos son parte de la Fundación Hermanos Menores que justamente busca que niños en situaciones familiares y socioeconómicas difíciles tengan momentos de diversión y aprendizaje.
“Cuando salgo de mi casa respiro aire nuevo, me encanta ir a pasear porque me distraigo”, expresa Ariel. Por sus palabras por instantes me olvido que converso con un niño de once años. “Mis hermanos a veces me sacan de quicio, se pelean mucho”, continúa. Sin duda es un niño que ha crecido y madurado a la fuerza. Habla con seriedad de ciertos temas, como de su familia. Pero es más suelto cuando menciona otros, como sus salidas con Stalin.
Han ido al cine juntos, a museos, parques e incluso lo ha invitado a comer a la casa de la novia. Me conmueve cómo cuenta con emoción sus anécdotas con su hermano mayor. Chicho ya no es hermano menor, lo fue hace dos años pero sigue hablando con quien fue su mentor un año.
Los dos dicen que quisieran tener a ese hermano para siempre porque es “una persona buena que me enseña”. ¿Ustedes creen que yo podría ser hermana mayor? “¡Sí, te encantaría!” me responden en coro mientras caminamos bajo la lluvia. Ya debo irme y para que no me pierda me acompañan hasta la parada del bus. El apretón de manos que me regalaron en nuestra presentación se transforma en un abrazo de despedida. Desde la ventana del bus los veo de pie donde me dejaron. Sonríen. Yo también, sonrío más.
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Isabela Ponce