Tengo lodo en los zapatos, arcilla en el jean y petróleo en las uñas. La curiosidad de niña me llevó a jugar con un pedazo de crudo pegajoso que no logro quitar de mis manos. Aplastarlo, amasarlo, darle forma de salchicha, de pelota, de plato…olerlo. Estaba atónita y supongo que mi instinto infantil surgió en el momento más impactante del día. Como si se tratase de plastilina, estaba ahí, jugando con un trozo de petróleo que yo misma había sacado de una piscina del Campo Yuca, en la parroquia Taracoa, en la provincia de Orellana. Exactamente ahí la petrolera Texaco (ahora C hevron) operó en los años 80.
Esa piscina, de 70 x 20 metros según los cálculos de Vicente Aguinda –miembro del Frente de Defensa de la Amazonía-, estuvo cubierta por vegetación hasta el 2010. “Nosotros no sabíamos que existía esto, estaba tapada y siempre que caminábamos por aquí pasaba desapercibida”, expresa Vicente, de 60 años. De pantalón de tela azul oscuro y camisa celeste a cuadros, cuenta que nació aquí, cuando esto era la provincia de Napo, casi 30 años antes de que Texaco llegue a este territorio.
Cuando Vicente, con sus dedos delgados, señala la superficie aceitosa de la piscina y el petróleo solidificado que está en las esquinas, su rostro denota indignación. Él y su comunidad -El Pantanal- solo conocían la piscina de enfrente, una de 15 x 20 metros que Texaco nunca remedió. Él vivía a unos 200 metros donde operó la petrolera hace tres décadas, pero nunca supo de la contaminación, sino hasta hace apenas dos años.
Hace dos años Petroecuador llegó al Campo Yuca, conversó con la comunidad sobre posibles acuerdos y prometió que les daría sistema de agua a cambio de la explotación, según Vicente. Hace 10 meses fue contratado para trabajos de remediación. En ese momento fue que descubrió que bajo la vegetación, donde él creía que había un pantano, en realidad estaba una piscina que utilizó Texaco para pruebas y para depositar las aguas de formación y otros residuos.
Durante los últimos 10 meses y medio Vicente se ha encargado de limpiar la piscina más pequeña de este campo. Confiesa que es un trabajo dedicado, que con unas bombas de presión debe remover el agua para que el petróleo que está sedimentado en el fondo emerja, a manera de aceite. Luego debe recolectar todas las ramas, hojas y demás residuos que están mezclados con el crudo, retirarlas del agua, colocarlas en contenedores y entregarlas a la petrolera.
Hoy es uno de sus días libres, trabaja 14 seguidos y descansa 7. Con su esposa, Rosa Loor, y otros vecinos conversa sobre las dudas que tienen sobre esta nueva operación. “Nos dijeron que perforarían allá, en Pacasuce, a 200 metros de aquí y que a cambio nos darían agua. Pero vemos que están trabajando acá y es otra petrolera ahora, Petroamazonas… sospechamos que no nos van a dar nada. En realidad no entendemos nada”, se queja, un poco confundido, Vicente mientras camina por el espacio que separa a una piscina de otra.
Lo que más le preocupa a él y sus compañeros es que la petrolera vaya a operar ahí, donde era el pozo 9 del Campo Yuca de Texaco, donde hay dos piscinas con petróleo y residuos, donde nunca hubo remediación, donde yo metí la mano y saqué una masa pegajosa que aplasté y moldeé durante casi treinta minutos.
Vicente dice que está seguro que la petrolera –insiste que no sabe si es Petroecuador o Petroamazonas porque una hizo la socialización y la otra es la que dizque opera- no cuenta con licencia ambiental. Duda enseguida y dice que quisiera estar seguro de su afirmación, que “es imposible que el Ministerio de Ambiente otorgue una licencia para explotar petróleo sobre piscinas que nunca fueron remediadas, que sería absurdo que las cubran y luego vuelvan a extraer crudo de esa área contaminada”. Sería absurdo, insiste.
Él sabe que el trabajo de remediación que realiza no es suficiente, sabe que puede durar hasta cuatro años más para limpiar las dos piscinas, sabe que si terminan de remediar esas, serían dos piscinas menos para Texaco al momento que paguen la sentencia y las limpien; lo que no sabe es si la petrolera le renovará el contrato para seguir haciendo su trabajo.
Ese mismo contrato lo mantiene Ramiro Aguinda. Como Vicente, él también es Kichwa, también vive cerca a un campo petrolero donde operó Texaco, también es empleado de Petroecuador ahora. Su situación es casi igual, lo que los diferencia es el territorio. Viven a 45 km de distancia, o una hora en camioneta. Sentado sobre un tronco viejo, vestido con un traje azul eléctrico y un casco del mismo color, Ramiro comenta sobre su trabajo de remediación. Es básicamente el mismo que hace Vicente: usar la bomba de presión, recoger ramas y hojas, esperar que el petróleo emerja a la superficie, recoger ambas sustancia en diferentes etapas, limpiarlas…
Él, de 40 años, lleva dos en estas labores. Con él son 12 personas de la comunidad Rumipamba que remedian dos lagunas donde Texaco derramó petróleo hace treinta años. Este derrame fue desde el Pozo Auca Sur 1, en el Campo Auca, el que ahora está siendo operado por Petroecuador, funciona como estación de separación y se encuentra a menos de 200 metros de la casa de Ramiro. Desde la ventana de Ramiro se ve el mechero, esa llama incandescente que parece que nunca se va a apagar.
“Esa es la relación de las petroleras con las comunidades, a cambio de perforar más pozos, limpian los errores que las mismas petroleras han hecho y les dan trabajo a las comunidades para que remedien. Lo hacen como compensación social pero es una contradicción, hasta parece un chantaje”, se queja Donald Moncayo, activista de la Asamblea de Afectados por Texaco.
Donald escucha a Ramiro con atención y le pregunta cuánto tiempo más calcula que les tomará remediar esas dos lagunas. Él dice que de cinco a seis años, que no avanzan rápido porque aunque son 12 trabajadores nunca están completos porque siempre la mitad tiene sus días libres. Como Vicente, Ramiro trabaja 14 y descansa 7.
En una de las lagunas que Ramiro intenta remediar, Donald introduce un palo hasta el fondo y remueve. La superficie que está café empieza a cambiar de color y se vuelve brillante, aceitosa. El palo que saca tiene arcilla con una sustancia negra, pegajosa: petróleo.
A simple vista parece una laguna sucia como las que se forman en los suelos terrosos después de un aguacero o esas de agua caqui que emanan un olor a baño. De cerca la laguna no tiene olor y ese color café claro es solo la superficie que cubre el sedimento negro que está pegado al fondo.
“Hay muchas formas cómo se cubre el petróleo que está regado en el fondo del agua o en la tierra. Pero cuando llueve por ejemplo, el crudo sube y la superficie brilla, está negra”, explica Donald quien al llegar a la otra laguna que debe remediar Ramiro, saca de una de las esquinas, un pedazo de roca negra, brillante. Es petróleo solidificado, dice mientras me entrega un trozo, está en ese estado por el sol que recibe.
Donald, de 39 años, conoce todos los estados del petróleo que quedó de la contaminación de Texaco. Cuando está como piedra, cuando está mezclado con arcilla o tierra y parece plastilina, cuando está más líquido y tiene un brillante hasta elegante.
Desde el 2003 que se dedica a recorrer los pozos donde operó Texaco, las piscinas que dejó abiertas, las que tapó y las que -supuestamente- remedió. Cuando realiza los recorridos lleva una pala, un machete y un hoguer (o penetrómetro). Dependiendo de qué tipo de piscina sea, Donald utiliza su herramienta.
Frente a la Estación Sacha Sur, donde operó Texaco y ahora Petroecuador separa el crudo del agua de los gases y otros residuos del Campo Sacha, hay un sembrío de palmitos. Es una plantación que parece impenetrable por su frondosidad pero Donald demuestra que para su machete afilado, nada lo es. Entra con el machete en una mano y el penetrador en la otra. Por tres minutos corta ramas y plantas para abrir camino. Ahí adentro de la plantación la temperatura y humedad aumentan, el sudor cae, la respiración decrece.
De pie sobre una superficie plana que él recién creó, Donald hunde el penetrómetro –la herramienta en forma de T- en la tierra y gira las manijas del aparato en círculos. El palo se va hundiendo unos 50cm; cuando lo saca, al final de la herramienta hay un cilindro que está lleno de la tierra que salió debajo de la plantación. Lo que debería de ser tierra o abono es, una vez más, petróleo. El olor es fuerte y el color también, negro y brillante.
El cultivo de palmito es extenso pero Donald calcula que la piscina en la que se sembraron estas plantas, no debe superar los 50 x 30 metros. Vuelve a introducir el penetrómetro que esta vez se hunde unos 50cm más. El resultado es más impresionante que el primero. El petróleo ya no está mezclado con tierra, es solo crudo “limpio”, negro y brillante.
A 20 minutos del sembrío de palmitos está el Pozo 56 del Campo Sacha. Ahí la situación es igual. Lo que varía es el sembrío: cacao y café. Debajo de estas plantaciones el penetrómetro revela, de nuevo, el petróleo que está mezclado con la tierra. Lo toco, esta vez con guante, y es la misma sensación de alteración, asco e incredulidad.
“Aquí abajo habían piscinas”, insiste Donald luego de sacar otro pedazo duro de crudo justo debajo de la raíz del cafetal. Al caminar por las plantaciones todo parece normal. Sin el penetrómetro fuera imposible saber que ahí Texaco regaba barriles de petróleo para probar la producción de cada pozo. Al comienzo, cuando empezaban a extraer el crudo –a mediados de los años 70-, realizaban testeos para saber la capacidad de producción de los pozos. “Como llave abierta vertían todo el petróleo a estas piscinas, como si fuese agua. Era parte del trabajo de ellos. Luego empezaron a depositar otras aguas de formación, todo el material que no servía venía a parar acá”, detalla Donald.
No todas las piscinas de agua de formación fueron cubiertas por plantaciones de alimentos. Algunas quedaron descubiertas y nunca fueron mezcladas con tierra o arcilla o plantas, como la del Pozo 61 del Campo Shushufindi. Para acercarme más a esta piscina, camino –esta vez con botas de caucho- sobre plantas que han crecido alrededor y encima de la piscina; alzando los brazos para mantener el equilibrio en un suelo movedizo me aproximo hasta la superficie negra y brillante. Donald recomienda que no me quede de pie en un solo punto porque me puedo hundir más; la mitad de mis botas ya están bajo el fango de crudo. Introduzco mi mano –con guante- a la piscina pero no logro que penetre con facilidad, la superficie es muy chiclosa.
El guante sale negro, brillante y apestoso. Donald, desde más lejos, lanza una piedra encima de la piscina. Esta golpea la superficie pero no se hunde, tarda más de cinco minutos en hacerlo. El panorama es impactante: en medio de tupida vegetación, verde y variada, está la masa densa y negra.
A Segundo Ojeda, sexagenario, este tipo de panoramas ya no lo sorprenden. Hace 36 años llegó de Loja para trabajar en Lago Agrio y su primera vivienda estaba ubicada a 200 metros del pozo 31 del Campo Lago Agrio, donde también dejó su huella la petrolera estadounidense. Cerca a este campo él recuerda que había dos piscinas donde depositaban las aguas residuales. “Una allá junto a mi nueva casa y la otra sí está más alejada, por una plantación que tengo”, cuenta mientras señala con su índice las dos ubicaciones. ´
Segundo trabajó durante tres años para Texaco. Su labor consistía en limpiar maquinaria y herramientas pero confiesa que vio desde cerca cómo eran los procesos. “Las piscinas eran como basureros, ahí se botaba todo lo que no servía”. Él no puede asegurar cuánto afectó a sus hijos el hecho de que nacieron, vivieron y algunos aún viven junto a estas piscinas. Una de sus seis hijos, la de 34 años, sufre de epilepsia. La de 23, en cambio, nació con una falla en el ombligo que tuvo que ser operada al nacer y también tuvo labio leporino. A pesar de esto él mantiene una piscina con agua donde cría tilapias, esta piscina está justo a lado de la que usó Texaco para depositar desechos.
“No puedo echarle la culpa a nadie de las enfermedades de mis hijos, no sé de dónde provinieron pero lo que sé es que en esa época yo no tenía idea de lo malo que era el petróleo, al contrario, creía que era hasta beneficioso para la salud”, comenta pero dice que su piscina de tilapias no debería estar contaminada porque está a lado de la otra piscina y según él, no se mezclan.
Como Segundo, Mercedes Jiménez tampoco supo de la nocividad del petróleo sino hasta hace siete años. Ella, asegura, no se siente avergonzada por su ignorancia sino un tanto enfadada por el engaño que dice que sufrió. Está indignada porque recuerda que cuando llegó de Loja y se asentó en una casa justo frente a uno de los pozos del campo Lago Agrio, los empleados de la petrolera le regalaban los almuerzos para ella, su esposo y sus 11 hijos. También les donaban arroz. “Manteníamos una buena relación”.
“Me acuerdo de la piscina que estaba ahí, justo abajo donde construimos una casa para mi hijo hace ocho años. Ahí se me ahogaron como seis cabezas de ganado fue imposible sacarlas porque se hundían en esa laguna espesa y sucia. Con el material de la piscina mis hijos jugaban hasta carnaval, ahora que miro atrás me arrepiento de haberlos dejado jugar con el crudo”.
La muerte de las vacas no es lo que más le angustia a Mercedes. Porque eso ya pasó, dice. Lo que le preocupa es la infección que tienen tres de sus 11 hijos. “Son unos granos grandes, como llagas que no se curan, mi hija las tiene en el pecho, mi hijo en los brazos. Han ido a centros de salud pero no les dicen qué es…a veces usan pomadas pero no siempre se pueden comprar, una vez les pusieron unas inyecciones…ya llevan años así”, comenta con una mezcla de preocupación y resignación.
Aunque aún vive junto a la piscina, la casa de su hijo la cubre. Si Donald no usara el penetrómetro y demostrara que ahí también hay petróleo, su hogar fuese de ensueño: una casa turquesa, en medio de selva frondosa y cercada de flores que ella mismo sembró y cuida.
Los paisajes naturales no son difíciles de encontrar en esta mágica región del país. Las especies de árboles parecen infinitas pero esa magia se va perdiendo cuando delante de toda esa vegetación se impone un oxidado, grueso –y artificial- oleoducto. También se pierde cuando se “examina” un poco más. Frente a la plantación de palmitos –sembrada sobre una piscina- en Sacha, por ejemplo, hay un riachuelo por el que corre agua -a simple vista limpia- y está rodeado de árboles, hongos, flores, hormigas y otros insectos raros que no llegan hasta la ciudad. Pero Donald, con su pala metálica, remueve un trozo de tierra de los costados del riachuelo e interrumpe con esa falsa armonía del hábitat.
Lo que debería de ser solo tierra es, nuevamente, petróleo. Los restos de tierra que se desprenden de los lados caen en el agua y enseguida se forma en la superficie esa capa brillante, negra y aceitosa.
Ese mismo aspecto lo tiene un estero justo detrás de la casa de María Briceño que está frente al pozo 2 del Campo Lago Agrio. Esta fuente de agua servía para depositar las aguas de formación, incluso mantiene el tubo cuello de ganso por donde llegaban estas aguas. Este pozo fue uno de los que supuestamente Texaco remedió a mediados de los 90. Allí los propietarios de las tierras no plantaron nada específico sino dejaron que la vegetación crezca.
Igual que en las locaciones anteriores, el paisaje que rodea al pozo 2 luce casi perfecto. Casi porque el penetrómetro rompe con ese equilibrio. Donald no lo introduce una o dos veces sino cinco. A la quinta ocasión, la herramienta demuestra que en ese suelo hay petróleo mezclado con la arcilla. La única diferencia es que se encuentra más abajo y es más difícil de detectar.
El penetrómetro, la pala y el machete sirven para revelar las consecuencias de la operación de una petrolera que se fue del país hace más de dos décadas. En seis pozos petroleros ubicados en seis localidades separadas entre sí por una, dos, hasta tres horas de distancia y un número de piscinas que ya no puedo recordar con exactitud es posible palpar las secuelas de esa operación. Algunas de las piscinas nunca fueron tapadas y siguen a cielo abierto, otras fueron cubiertas con arcilla, otras tienen una superficie de plantaciones de cacao, palmito, café.
Impactante para mí, cotidianeidad para Donald. Él está seguro que existen muchas más que no han sido descubiertas todavía.
Así como el contenido de las piscinas –descubiertas, escondidas, supuestamente remediadas- las historias de las comunidades y los colonos comparten una misma esencia: el petróleo. Encima o a lado de él, no importa, ellos se han acostumbrado o resignado a convivir con él.
De repente también comparto esa resignación que se acerca más a la impotencia. Mientras intento calmar esa ansiedad, escribo y observo solo la pantalla del computador mientras estas letras van formando palabras, frases, párrafos. Me equivoco al tipiar y bajo la mirada para borrar. Noto que mi uña del índice derecho sigue negra. No importa cuánto tarde en limpiarla, la verdad, quizás no quiera hacerlo ahora. Quizás eso me recuerde más lo que fue la contaminación de Texaco. Tengo petróleo en una uña y me gusta.