Conozco esta ciudad no es como en los diarios desde allá.
—Charly García
Silvia se quedó con varios muebles de sala y plantas de sus amigos italianos. Pablo con la bicicleta de Andrés. Eduardo con la funda del móvil de Damián. Lida con libros y ropa de sus amigos colombianos. Gabriela heredó muebles, plantas, lámparas de Micaela (aquí lo cuenta). Yo me quedé con el wok y dos farolitos que eran de Sory y Edu, los que, en nuestras cenas de todos los viernes en el pisito de la calle Concepción Jerónima de Madrid, encendían.
Eso y recuerdos. Nos hemos quedado con maletas enteras de recuerdos.
Las casas de los que vivimos en España poco a poco se van convirtiendo en extrañas recreaciones de las casas de los que se van o se regresan.
—¿Remodelaste?, le preguntas a tu amiga al ver que su sala tiene alfombras, cortinas y estanterías nuevas.
—No, es que se me fue otra pareja amiga.
Sí, otros que abandonaron este perro semi hundido llamado España. Nosotros, los que seguimos con la cabeza afuera, nos vamos quedando solos, las casas lindas, pero solos, con bicicleta, pero solos, con libros interesantísimos, pero solos. Los directorios del teléfono lleno de números que ya no pertenecen a nadie, los viernes mirándote las manos.
Todos los emigrantes coincidimos en esto: cuando vives fuera (no cuando estudias o cuando pasas una temporada, cuando vives fuera) la gente a la que frecuentas, tus amigos de aquí, se convierten en tu familia.
Cumpleaños, Navidad, Año Nuevo, renovación de la tarjeta de residencia, ascenso, despido, feriado, fin de semana, estoy deprimida, Día de Reyes, mi mamá está enferma, conocí a alguien, Semana Santa, le tiré los platos por la cabeza, mudanzas, manifestaciones, el Festival de Eurovisión: no hay fecha especial —o ridícula— en la que no estén y su presencia, más enorme por única, es un abrazo al desarraigo, cotidianidad frente a las novedades bestias de la extranjería, razón para seguir viviendo a diez mil kilómetros de todo sin llorar.
Ellos son lo que te pertenece (tanto) en una tierra que no te pertenece.
Y se van, se están yendo. Todos los días, en incontables vuelos a Latinoamérica, a Estados Unidos, a Europa, se nos van los hermanos.
Hace poco escribí un artículo muy largo sobre la crisis española que me llevó meses de investigación y de entrevistas con gente que lo ha perdido todo, de gente tan sumergida en deudas que ya ni llora, de gente indignada manifestándose, de gente que coge comida de la basura. Sí, esa es la crisis española… También.
Pero la nuestra, pequeñita, casi ridícula al lado de las riadas de desahucios y los comedores sociales sin aforo, es la nuestra y nos duele.
—Mi teléfono ya casi no suena, le decía el otro día, por Skype, a un amigo ido.
Sólo llaman las telefonías, Vodafone o Jazztel. Antes llamaban ellos, hacían planes, invitaban a su casa, proponían salir a tomar chocolate o cerveza o cerveza y luego, al final de la noche, chocolate.
Eran ellos en los que sostenías tu borrachera por la Gran Vía o la Plaza Mayor.
Pero eso no es lo peor. Lo peor es que sientes cómo flota en la gente joven un casi corpóreo deseo de irse de aquí. Verónica, amiga periodista y de los pocos que nos quedan, está aprendiendo a dar español para extranjeros. Río de Janeiro, Copenhague, Dallas, cualquier lugar le sirve: lleva en el paro desde el año pasado.
Zeitgeist llaman los alemanes a ese espíritu de los tiempos, a ese clima que sacude o mece a una generación, al ánimo que se respira en un determinado momento histórico. El zeitgeist de estos días, en España, es largarse. Meter en la maleta los títulos, los másters, la experiencia laboral y probar suerte en otro lado donde no se hable –todavía- de crisis. En España, se piensa, ya no hay nada.