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Pleno medio día en Nueva York, un sol canicular me parte la cabeza. Camino de Brooklyn a Manhattan, vía el Brooklyn Bridge, símbolo de la isla a nivel mundial, cuya historia sugiere una maldición sobre quienes lo construyeron. A lo largo de los 20 años que tomó construirlo, dos de sus arquitectos murieron y el tercero tuvo un accidente que lo dejó postrado por el resto de su vida. Su mujer iba a supervisar la construcción a diario y luego le compartía los detalles, sobre los cuales él tomaba decisiones. Construyó un puente desde su cama, en pocas palabras.
Crucé este puente con el auto varias veces ya, y en metro también. No recordaba que fuera tan largo. Me muevo como alguien de la tercera edad, parando cada tanto, tomando agua.
Llevo conmigo, un poco inevitablemente, la guía “lonely planet” de la ciudad, que se toma 54 páginas para prometer:“Cruzar el puente a pie te garantiza una de las mejores vistas de Manhattan”. Está bien, le creo. Y allá voy, converse en los pies, cámara en mano, los Stones en en el ipod. Voy tranquila, pensando en la inmortalidad del cangrejo y de vez en cuando disparando la cámara, tratando de fingir que soy capaz de distinguir el Empire State del Chrysler Building. Otros turistas siguen mis pasos, otros pasan volando a mi lado, pedaleando sus bicis. Uno que otro local avanza, algo desesperado, entre la horda de extranjeros.
Veo a una mujer que se acerca a mí en la dirección contraria. Una afro americana de 2 metros de alto a la que le cuelga una serpiente gigante del cuello, para ser más exactos. Muy tranquila, caminando por el Brooklyn Bridge como quien pasea a su perro. Solo que no es un perro, es una Pitón burmés de enormes escamas verdes cuya piel brilla en plena luz del día, en el medio del puente. Posando sobre el cuello de su dueña. Y nadie se detiene frente a este escenario: los italianos que iban en frente mío pasan de largo, un grupo grande de chinos se detiene a sacar fotos con el skyline de Manhttan, pero no regresan ni a ver a esa mujer y su serpiente. Me pregunto si esto es acaso normal en otro países, si tener una pitón como mascota es algo normal en el primer mundo.
Porque, personalmente, tengo pánico. Paro, en seco, en medio del puente. Instintivamente, me muevo hacia un lado, y empiezo a caminar, sin darme cuenta, por el carril de las bicicletas. En la guía decía claramente que esa era la forma ideal para ganarse las puteadas de los new yorkinos: invadir sus fuckin bicisendas.
La mujer detecta mi susto y me mira con una enorme sonrisa de perfectos y blanquísimos dientes. Su enorme afro hace que parezca aún más amable. Es joven y muy flaquita, está vestida de amarillo, es como salida de un libro. Me pide que me acerque, que la pitón es un amor, que si quiero sostenerla por un rato. Me niego rotundamente, segura de que mi cara, pálida de susto, habla por mí. “Her name is Amy”, me cuenta. Hace seis meses que viven juntas, la rescató de un vivarium de la calle 52 que estaba por cerrar y dos veces por semana la alimenta con ratones pequeños “porque no está lista para los grandes todavía”. Amy es una niña. Es decir, va a seguir creciendo. Va a ser una enorme pitón. Y vivirá y dormirá con esta chica de blanquísimos dientes y vestido amarillo, cosa que me parece asombrosa y repugnante, en igual medida.
Las miro alejarse. Avanzo a paso de tortuga. “Welcome to Manhattan”, reza el asfalto bajo mis pies.»
Nessa Terán Iturralde