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@Carlos_Silvak

Entre todos los descaros,

el de ver la hora, es el menos raro.

Un miriápodo de colores imperceptibles para la vista mortal, vaga inciertamente por el espacio. Algunos creen que es una máquina metálica que pasa por las noches comiéndose la vida de la gente. Entra en sus cabezas, produce una serie de imágenes y al salir, deteriora el cuerpo que ha visitado. Otros dicen que son bestias vampirescas que aparecen de diferentes formas en los ratos menos pensados. Creen que el mejor repelente para no ser consumidos por este insaciable, es el artilugio suizo con manecillas que usan las personas en las muñecas. También tienen formas siniestras que no se ven. Su mecánica, al parecer, se basa en ruedas dentadas mordiéndose entre sí, mareándose sin parar; un macho sobre una hembra, produciendo los llamados segundos. El hecho de poseer dientes, ya lo convierten en una forma de apología al crono.

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Crédito: Clock, Christian Marckley.

Patas, dientes, escurridizo, camina por el cuerpo, entra a las mentes y se come los recuerdos. En el mundo animal ese tipo de perversiones están justificadas por la supervivencia, por eso los animales se comen entre sí. Hay un código y por supuesto, una jerarquía. Sin embargo, no hay predador alguno para la bestia mitológica de la que hablamos aquí. La descripción es un poco ambiciosa, es decir, parecería que nos referimos a un monstruo aparatoso, sin saber bien de qué se trata ciertamente. A fin de cuentas el tiempo, puede ser una puerca cucaracha de las alcantarillas de ustedes, que se mueve, baila, camina y anda sin una pata o con miles… pero que come la carne.

En múltiples sentidos, el miedo es proporcional al avance del tiempo. Como ya es sabido, el temor es una reacción de todos los seres vivos, por lo menos de los que poseen alguna forma de sistema nervioso. Pero los animales no son conscientes de que ellos también son carcomidos por el tiempo. Su miedo los obliga a defenderse: morder, huir, esconderse o atrincherarse. Con el reino animal el tiempo es más cruel, hay que reconocerlo. A su paso, los obliga a activar sus instintos, cíclicos de por sí. Se reproducen y se cazan entre ellos. Por lo tanto, aquí sí podemos estar seguros de la forma que toma este monstruo inmaterial en cuanto a su relación con los animales: es un demonio. Los animales no tienen espíritu, su cuerpo es fácil de poseer. La mano del tiempo hace su trabajo, los posee y los hace vivir por instinto hasta su muerte. Así se funda el principio de la vida salvaje.

Para mala suerte del hombre el tiempo no le es indiferente. Los humanos quieren como las lombrices, hundirse hacia las capas más espesas de la tierra, con tal de huir del maldito insecto voraz este. Evidentemente le es imposible escapar. La especie humana tiene espíritu, aunque débil. Los tiempos no toman aquí forma de ningún demonio, sino de insectos onicofágicos que se introducen entre las hendiduras de las uñas, se escabullen hasta llegar al torrente sanguíneo y comerse todo a su paso desde adentro. El hombre lo sabe y siente dolor, por eso enferma, por eso envejece. Muchos entran en razón y como lo hacen los escorpiones cuando están acorralados, se clavan una daga en sí, muriendo, preservando el honor de la existencia. Eso en el caso del valiente, el cobarde por su parte, sufrirá con su vida enganchada a las manecillas del reloj; intentará vivir largamente, como le dicen los creyentes de algo, “a plenitud”. Un perro vive y muere mejor que cualquiera de estos hombres; hasta un insecto lo hace.

Qué ser para más complicado: el animal, pero lo es más el animal humano. Tan llenos de patas, de pies. Que gustan de andar moviéndose por el mundo, ávidos por recorrer y por ver. Esa curiosidad de querer tocar y transformar todo a su paso, en la tragedia del apuro. Caminantes y corredores, compitiendo contra el tiempo en una carrera que desde el principio de la humanidad, está perdida. De todas las especies que he visto, el hombre es la más prepotente y terca. Tres millones de años y no aprende a vivir; no ha hecho nada, solo espantarse con su propia muerte.

9Desde que fui nada, ya sabía a lo que debía de renunciar: al tiempo. Es difícil en el comienzo, porque claramente existe una afectación muy agresiva, pero que en un momento cesa. En el momento que se afianzan fuertemente las raíces en la tierra. Permanecer inmóvil, estar al margen, pero estar dentro también. Ser del bosque, de la selva o de una ciudad. El ver se transforma en observar. Las cosas pasan por sí solas, las aves vienen y las nubes cambian. Hay una correntada que tiene sus rumbos, que desconoce noción de tiempo alguna. Zigzaguean los ríos, pero no se acaban. Dejar que pasen las cosas por delante.

El cuerpo se endurece, comienza como roble y termina como hierro. En el detenimiento habita la vida y no entra el tiempo. Está el gasto de energía, no se trata de un ahorro de esta. Más bien, la energía se convierte en sabiduría. Lo sabemos todos en la flora. Así el corazón se hace fuerte y las ramas sirven para golpear al viento. Sin embargo el tiempo, también es nuestra polilla… nunca hablé de inmortalidad.

 

Carlos Silva