El miércoles 26 de septiembre tuvo lugar, en las instalaciones de la Universidad Casa Grande, un foro bajo el título: “La Educación Superior, un bien público: Rol del Estado y del Sector Privado”; en el cual, en teoría, iban a asistir René Ramírez, Presidente del Consejo de Educación Superior (CES); Gloria Vidal, Ministra de Educación; Cecilia Loor, Vicerrectora Académica de la UCSG; Nuria Cunill, experta internacional en Gestión Pública; y, por supuesto, Marcia Gilbert, rectora de la universidad patrocinadora. Al menos así constaba en la invitación que me llegó; y, a decir verdad, estaba entusiasmado por un debate entre tantos actores y sectores en una temática con tanto peso y con tan poco debate.
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Crédito: UCG
Mi entusiasmo no duró mucho: poco antes de que empezara el foro, me enteré de la ausencia de Ramírez. En su lugar, habían enviado a una funcionaria del Consejo de Evaluación, Acreditación y Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior (CEAAES), María Luisa Granda. Fuerte desilusión: “ese es el espacio” -me había dicho-, “para tener al fin una discusión sobre la reforma universitaria con las autoridades competentes”. Incluso llegué a dudar de viñetas que me había trazado en torno a una intencionalidad en la clausura y negación de espacios de diálogo.
Pero, una vez más, pequé de iluso. Pequé de iluso y me enojé y pensé que quizá ya es hora de una lectura literal (y nada optimista) de las declaraciones de esta tríada CES-CEAACES-SENESCYT que se ha construido. Quizá sea hora –me dije- de leer en serio las declaraciones de Ramírez, que en paráfrasis sentencia –desde su cargo- que puede haber diálogo y debate, lo cual no traduce consenso. Cuestión que, a la luz de los hechos, es un completo sinsentido: una persona sensata puede estar de acuerdo con la complejidad (e incluso, afirmemos, imposibilidad) de lograr consensos, pero puede muy bien proponérselo como meta, aun sabiéndola ilusoria. Pero lo que ocurre es que ni siquiera existe un diálogo y un debate, motivo por el cual es un absurdo y un sinsentido pensar en objetivos del orden del consenso.
De todos modos, inclusive con su ausencia, el foro en la Universidad Casa Grande fue, sin duda, de mucho provecho: fueron varias las perspectivas y las aproximaciones: desde consideraciones sobre lo público hasta las propias leyes aprobadas sobre Educación Superior: como el hecho de que la Ley Orgánica de Educación Superior casi no menciona las palabras “estudiante”, “docente” o “pedagogía”; pero sí que resalta aristas tanto sobre sanciones como sobre la autoridad de órganos estatales como planificadores (recuérdese -para no ceder ante la fugacidad de la memoria en tiempos de la revolución ciudadana- que aquellos que salimos a protestar por la LOES fuimos, en su momento, señalados como estudiantes mediocres).
En el foro, Carlos Tutivén mencionó dos puntos que me parecieron en extremo interesantes: por un lado, las paradojas de la sociedad del conocimiento y la problemática en torno a la búsqueda de la excelencia (por ejemplo, el caso de Japón: la aparente correlación entre la exigencia burocrática de excelencia académica y los índices de depresión y de consumo de prozac); por otro, lo que ocurre cuando un gobierno deja de lado el pensamiento y las perspectivas contemporáneas a la hora de elaborar políticas públicas.
En similar trazo, Cecilia Loor señaló –y de manera igualmente interesante- que existe un “desencuentro entre las universidades y los organismos reguladores de le educación superior”; lo cual ha llevado –mencionó- a que la comunidad se encuentre en un régimen de sospecha y de neurosis colectiva.
En definitiva, se expusieron varias consideraciones interesantes e importantes. Y ojalá hubiesen estado allí los planificadores. Ojalá hubiesen estado allí, dialogando y debatiendo; escuchando las quejas y los enojos; porque, como señaló muy acertadamente Tutivén en el foro, una parte sustancial del diálogo es dejar sobre la mesa incluso (¿especialmente?) el malestar: en este caso, el malestar en la revolución.
Pero si se quiere excluir eso; si lo que se quiere es una suerte de diálogo aséptico, cargado de pulcritud, pues lo mejor es que lo realicen en esos “proyectos emblemáticos a los que se destinan ingentes recursos y que se preparan al margen de la comunidad académica, con el supuesto fin de crear centros de excelencia aislados de la realidad nacional”, como ha señalado la Escuela Politécnica Nacional en una carta pública frente a todo el proceso que se ha “realizado sin la participación de la comunidad universitaria”. O, en sincronía con ello, como dijo alguien en el foro en lo que quizá fue un exabrupto: “mejor es que se encierren todos ellos en Yachay”.
¿Seguiré pecando de iluso si menciono que aún guardo esperanzas de que se consiga abrir el diálogo? ¿O tendré que resignarme a verlos, con su fatal arrogancia, formulando políticas públicas desde alguna noción de excelencia que no admite debate; desde nociones pulcras, inmaculadas, límpidas como sábanas blancas?
Arduino Tomasi Adams