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@IvonneGuzmn

Intenté dos veces entrar en el ascensor, sin éxito. Lo única opción que me parecía posible era que estuviese dañado. Pero no, en ese lugar nada estaba dañado ni era anormal; es más, ahí la única desubicada, la ‘rara’, era yo.

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Crédito: Discapacidad

La experiencia con el ascensor ya era la tercera del mismo tipo, en un lapso de 10 minutos. La primera ocurrió apenas llegué. Al preguntar por la persona con la que tenía una cita, me encontré en la guardianía con un señor que muy amablemente me hizo entender, con señas, que no me escuchaba y que debía buscar ayuda en otro lado.

Llegué al segundo piso y al entrar a una oficina, una señora de actitud solícita y eficiente me pidió que esperase unos minutos, pues la persona en cuestión estaba en una reunión. Los muñones en que terminaban sus dos brazos captaron inmediatamente mi mirada por un rato perturbadoramente largo; haciéndome sentir incómoda, por impertinente. Ella tuvo la gentileza de hacer como que no se dio cuenta.

Mientras esperaba a que me reciban, decidí echar un vistazo a ese elevador que yo creía que no se abría; también presencié la conversación que dos mujeres (¿madre e hija?) mantuvieron en absoluto silencio; además tuve tiempo para advertir la armonía particular que desarrollan al caminar juntas dos piernas que no son del mismo tamaño; y me quedé boquiabierta ante la habilidad de quienes se movían por los pasillos con la ayuda de un bastón en la más absoluta oscuridad…

Finalmente el señor con quien tenía la cita salió a recibirme y me invitó a seguirlo al primer piso. Como él estaba en su silla de ruedas tomó el ascensor (que –para mi sorpresa y vergüenza– sí se abría, pero no automáticamente sino manualmente) y yo bajé por las gradas. Me contó que se había demorado porque estaba en una reunión con personas con deficiencia auditiva, con las cuales debía conversar a través de un intérprete.

Cada paso y cada interacción con los otros me confirmaban que yo era la ‘distinta’, la que no manejaba los códigos, la que en su absoluta autosuficiencia y ‘normalidad’ no estaba capacitada para comprender ni moverse con soltura –sin meter las patas– en ese mundo…

Y así transcurrió la media hora que permanecí en las oficinas del Conadis (Consejo Nacional de Discapacidades): una especie de viaje a otro planeta, que me inyectó una dosis indispensable de comprensión y de empatía con esos casi 340 000 ecuatorianos cuyas capacidades diferentes y especiales los hacen distintos al resto de nosotros. Solo distintos, ni mejores ni peores. Distintos, pero con iguales derechos y anhelos.

Ivonne Guzmán