Es martes a la noche y he intercalado viajes en taxi con bares de nombre rebuscado y banditas pésimas tocando en vivo.
Ayer estuve en Queens, en un desfile patrio por la independencia de Ecuador. Aproximadamente 90.000 compatriotas viven en este barrio newyorkino que por un día se transformó en Sangolquí. Trajeron a las reinitas de Cuenca, Quito y Guayaquil para el desfile. Camisetas de la Tri inundaban las calles. Hasta comí hornado comprado en la calle, acompañado con cola Manzana. ¡Qué chuchaqui!
Este es el tercer taxi al que me subo, rumbo al cuarto bar de la noche, un lugar enano que se llama KGB y está decorado de pared a pared con pósters de la revolución rusa. Todo acompañado con shots de vodka y un micrófono abierto frente al cual un hombre vestido de mujer recita poemas en portugués. La globalización debe estar sentada en una de estas mesas.
https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/66_teran/ny%20taxi%20a2.jpg
Pero esta historia no es sobre el bar sino sobre el taxi que hasta acá me trajo.
En Manhattan, los taxistas son mayoría. Hay más taxis que buses, más taxis que autos comunes, más taxis que nada. El taxi como símbolo de una ciudad que está en constante movimiento de punto A a punto B. Y aunque hay muchos taxis, nunca hay taxis vacíos. Levantar un taxi en Nueva York es casi un deporte extremo. No existen los taxistas nativos, de eso estoy segura. Hace días que llegué y jamás viajé con un taxista yankee. Tampoco viajé con una taxista mujer. Hasta hoy, ahora, cuando finalmente logro que uno pare sin que algún otro avivado se me adelante. Y para mi sorpresa, detrás del volante está una mujer.
Mi emoción es quizá algo exagerada, pero le comunico con toda la euforia del caso mi admiración por ser mujer y manejar un taxi en esta isla en donde el tráfico no es una pesadilla porque las pesadillas duran menos. Se lo digo en inglés, pero su tímido “thank you” delata su acento latino. ¿De dónde eres?- pregunto. –De Ecuador. Una ciudad chiquita que se llama Manta-.
No puedo creer el séquito de coincidencias que tuvieron que darse para que yo, ecuatoriana radicada en Buenos Aires, de paso por Nueva York, esté sentada en el asiento trasero de un taxi, manejado por María Elizabeth, ecuatoriana de nacimiento y taxista desde hace 20 años. Maneja concentrada por la Quinta Avenida, le pregunto si le gusta vivir acá. “Ya sabe, mija, que los gringos están locos.Pero una se acostumbra. Siempre extrañando la patria, eso sí”, y sonríe con una sonrisa a la que le faltan dientes, que le atraviesa la cara y le quita años de encima. Me fijo en su mano derecha, lleva puesta un guante de cuero con los dedos cortados, que posa sobre el volante, una imagen que es en igual medida elegante y trash.
Le pregunto qué es lo peor que ha visto pasar en su asiento trasero. Dice que muchas cosas, que “recién no más llevé una pareja que decidió divorciarse aquí mismo, sentados en ese asiento en donde está usté sentada, niña, y a mi lo que más me llamó la atención fue que era ella la que decía que no lo quería más. Él era bien feo y viejo, yo sí pensaba para mis adentros que ella podía conseguirse algo mejor”. Nos reímos. Me cuenta que uno de sus hijos es militar y que hace mucho que no lo ve por que lo enviaron a Afganistán en 2003. “Tengo un pánico terrible de no volverlo a ver, pero yo a Diosito le tengo fe”, asegura y señala al relicario con la imagen de la virgen que cuelga, balanceándose de un lado a otro, en su espejo retrovisor. Confía plenamente en su condición de protectora.
Llego a destino después de intercambiar mails con mi compatriota y besarle la mano, la del guante, porque los espejos que separan conductor con pasajero no me permiten dárselo en la mejilla. Me mira fijo y me dice “Dios me la bendiga”. Le agradezco y le vuelvo a repetir mi profunda admiración. Pienso que en cada uno de esos taxis viaja una parte del sueño americano, ya sin brillo, ya resquebrajado por su choque con la realidad.
Nessa Teran