Quien dice de su enemigo: “No entiende más lenguaje que el de la violencia” nos está descubriendo sin querer lo que, a su vez, de sí mismo se afana en ignorar: que él tampoco conoce otro lenguaje que ése. De lo contrario, no llamaría lenguaje al de las armas.
R. S. Ferlosio
No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie.
Walter Benjamin
Narrar es contar; y de todos los temas contados el de la violencia es el más recurrente dentro de la Historia y dentro de las historias construidas por la humanidad.
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Los relatos[1] predominantes de la contemporaneidad —el cine, la literatura, las series de televisión y el cómic— manejan con gran habilidad la narratología de la violencia y, sin pretenderlo, nos han enseñado a manejarla también.
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El cine se puede —se debe— pensar desde la terminología narratológica: fábula, flash-back, focalización, actante, in medias res, isotopía, metanarración, montaje, peripecia, polifonía, personaje plano, personaje redondo, personaje rectilíneo, caricatura, prolepsis, ralentí, bildungsroman, ritmo, secuencia, pastiche, etc.
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Quentin Tarantino trabaja con la violencia como una caricatura y un pastiche. En Reservoir Dogs, así como a lo largo de su filmografía, plasma la influencia del cómic de los sesenta, del cine negro de los cincuenta, del cine de Kung Fu, del anime[2] y del manga[3]. En estas influencias el tratamiento de la violencia es, casi siempre, caricaturizado (no muestran la violencia en su dimensión trágica y social, sino en su dimensión heroica, “epopéyica”, y la llevan al extremo de esa única faceta, creando héroes, villanos y, en el caso de Tarantino, antihéroes cuyo encanto reside en su amoralidad). Lo mismo sucede con sus películas Pulp Fiction, , Kill Bill vol. 1 y 2, Death Proof e Inglorious Basterds que además son relatos heterológicos, es decir, que se construyen con la alternancia voluntaria de discursos (relatos) dentro de su misma condición discursiva.
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Se podría pensar la violencia en la filmografía de Tarantino de la siguiente manera:
Reservoir Dogs: pastiche.
Pulp Fiction: pastiche.
Jackie Brown: pastiche.
Kill Bill Vol.1 y 2: pastiche y caricatura.
Death Proof: pastiche y caricatura.
Inglourious Basterds: pastiche y caricatura.
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Lo pulp entiende la violencia como un fin narrativo en sí mismo y no como un medio para contar algo más. En sus filmes hay un vacío en cuanto al discurso de la piedad; no hay reflexión, ni dolor psicológico, ni un intento de ahondar en la profundidad del alma humana, ni en la bondad ni en la maldad. Tarantino no pretende entender la violencia y en eso radica, precisamente, lo interesante de su narrativa cinematográfica: la violencia, en sus películas, se presenta en su estado más puro y benjaminiano: ilógica, irracional, inexplicable, incomprensible, inabordable. He ahí la profundidad de su superficialidad.
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Inglorius Basterds narra la violencia desde la ucronía: en el filme Hitler es asesinado por una judía en el interior de un cine. Un crimen responde con otro crimen. La fórmula de la venganza dentro del cine funciona como una catarsis para el espectador, quien no sólo la desea, sino que también la disfruta. Como escribe R. S. Ferlosio: “Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también violencia.”[4]
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La violencia contada desde una faceta netamente física —corpórea y no psicológica— puede ser concebida como superficial, pero en realidad es una de las formas más contemporáneas de narrarla porque, en esa narración, no busca entenderse a sí misma ni justificar su existencia. La violencia por la violencia es quizás el discurso más utilizado dentro del relato cinematográfico del siglo XX y de lo que llevamos del XXI.
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La pregunta es: ¿por qué en el cine, las series, los cómics —es decir, en la imagen— hay espacio para la caricatura y el pastiche de la violencia y no en la literatura —es decir, en la palabra—? Parece que en la historia literaria hay escasos ejemplos en los que la violencia es caricaturizada (Lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha…) , en cambio, los relatos de la imagen son los espacios en los que más se ha trabajado la violencia, no desde su seriedad y ‘tragicidad’, sino desde su comicidad. Tal vez se debe a la tradicional concepción de “la palabra” como una herramienta de denuncia social, de reflejo de realidades, de filosofía; tal vez se debe a la presencia de la ley no escrita, pero comúnmente aplicada, que dicta que la palabra no puede darse el lujo de tratar un tema como el de la violencia desde una faceta banal. La literatura no puede ser banal: ese es el discurso literario. Por eso a los escritores las caricaturas los atemorizan.
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Stanley Kubrick narró la violencia desde sus rasgos más filosóficos. A Space Odissey es, en el fondo, un filme sobre la violencia como instauradora de derecho; la violencia como poder regentor y creador de un nuevo orden. El filme comienza con los monos, el hombre primitivo y el primer paso a la evolución: el golpe. En una de las primeras escenas un mono observa un hueso grande y descubre que puede destruir con él, que puede vencer, someter, con la fuerza. Esa alegoría de la violencia pensada, de la violencia dejando de ser divina para ser mítica[5], abre la película y nos introduce a un futuro donde la máquina, para instaurar un nuevo derecho, debe ejercer la violencia. Hal 9000 es la máquina primitiva: debe tomar el poder de la violencia para que haya un paso a la evolución de la máquina. A Space Odissey es, en realidad, un bildungsroman donde el personaje es la humanidad y el tema central la violencia como carácter intrínseco de un orden jerarquizante.
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Alex, de A Clockwork Orange, es sometido al tratamiento Ludovico en contra de su voluntad. El tratamiento está en fase experimental y busca eliminar la violencia en jóvenes criminales para su inmediata reintegración a la sociedad. La víctima “enferma de violencia” es forzada a ver imágenes cruentas durante horas con el objetivo de que desarrolle las “naturales” náuseas y repugnancia ante todo tipo de acto delictivo. Poco después, cuando se ve físicamente impedido de ejercer violencia sobre otros, Alex es puesto en libertad. Pero Kubrick no tiene intención alguna de hacer un bildungsroman: en el fondo Alex nunca cambia. Su transformación dura pocos días y, tras un nuevo accidente, regresa a la normalidad para ser el mismo personaje que conocimos al inicio de la película. Y con ello entendemos que la violencia es irradicable, pero sobre todo, que sólo puede detenerse con más violencia.
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En Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, el coronel Kurtz dice en su famoso monólogo sobre el horror: “Es imposible para las palabras describir lo que es necesario para aquellos que no saben lo que el horror significa. El horror. El horror tiene una cara… y uno debe hacerse amigo del horror. El horror y el terror moral son tus amigos. Si no lo son, son enemigos a los que hay que temer. Son enemigos de verdad.”
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El coronel Kurtz, de entre tantos personajes del cine bélico, es inolvidable y único. Es él quien hace, probablemente, que Apocalypse Now sea la mejor película de guerra jamás filmada. Kurtz ha comprendido que los que ejercen la violencia en sus formas más crueles no la piensan, no la entienden, no son monstruos ni genios: son “hombres morales”, con familia y sin mayor inteligencia que la normal. Ha comprendido que la violencia es inevitable e ineludible: que no es un medio, sino un fin en sí misma. Por eso se separa del ejército estadounidense y forma uno propio en la selva de Vietnam con nativos que le rinden culto. Allí es asesinado por el capitán Willard, un enviado de las tropas americanas. Kurtz es eliminado porque se convierte en un peligro; porque la violencia sólo puede ejercerla el Estado y quienes se mueven bajo sus órdenes. Toda violencia que se separa, que funciona de forma independiente de los órganos de poder es considerada un cáncer. La única solución en estos casos es extraer el tumor, nos enseña Coppola.
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Películas como A Space Odissey, A Clockwork Orange y Apocalypse Now narran la violencia de forma benjaminiana, tal y como la entendía el pensador alemán en Para una crítica de la violencia; es decir, como un elemento intrínseco de las sociedades, un elemento que las sostiene —nuestra civilización está edificada sobre el derecho y el derecho surge como regularizador de la violencia— que otorga poder y, por tanto, que sólo puede ser manejado por aquellos quienes lo poseen. Tomar la violencia por mano propia es desafiar a quienes detentan el poder. De ese desafío surgen las revoluciones.
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Es ingenuo, por no decir ridículo, pensar —ya nos lo dicen los relatos que narran la violencia hoy en día— que las sociedades viven en una constante lucha en contra de la violencia; que buscan erradicarla, que la repugnan. La realidad es que toda sociedad está fundada en el derecho y la violencia es la instauradora de todo derecho. Lo que los ejes de poder de nuestra civilización buscan no es eliminarla, sino detentarla. Ése es el principio de todo orden: alguien en cada grupo, en cada familia, en cada comunidad, tiene permiso para dar el golpe: y ese golpe es legal.
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Es curioso cómo la simbología se transforma y siempre comunica algo diferente dependiendo de la zona geográfica en donde se la ubique. En Hana Bi, de Takeshi Kitano, la escena final se compone de la siguiente manera: marido y mujer se abrazan con ternura en una playa mientras que, algunos metros atrás, los esperan sus ejecutores. La cámara hace un paneo hasta sacar a la pareja y a los sicarios de encuadre y muestra el horizonte, esa línea perfecta que separa al cielo del mar.
Se escuchan dos disparos.
Fundido a negro: fin de la película.
Para los orientales, el horizonte —ese que en el western norteamericano significa el inicio de nuevas aventuras y en el cine europeo la nostalgia de un pasado inasible— significa la muerte. El único fin posible de la violencia es la muerte.
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De todos los directores contemporáneos quizás sea M. Haneke el que con más acierto ha narrado la violencia inscrita en la cotidianeidad. Su narrativa visual está llena de escenas largas, silenciosas, sin mayores elipsis. En algunas de sus películas la violencia dura poco y produce un quiebre dentro de lo cotidiano. Ese quiebre es el eje central, como sucede en Benny’s video, Funny Games y Caché. En otros de sus filmes, por el contrario, la violencia no produce un quiebre en lo cotidiano, sino que más bien es parte de ello; reposa debajo de la piel de los personajes, de sus escasas palabras y bajo la piel de la misma historia, como en Le temps du loup, La pianiste y Das Weiße Band. La violencia en Haneke es el corazón del filme: un órgano que late y que permanece oculto.
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Benny, un adolescente de 15 años, está obsesionado con un video que muestra la ejecución de un cerdo. Lo ha visto en loop todos los días durante años. Un día decide ejecutar a una chica de la misma forma en la que el cerdo del video fue asesinado. Esa es la trama de Benny’s video, de Haneke. ¿Está la violencia anidada en la posibilidad contemporánea de ver en loop los actos más cruentos y crueles? ¿Qué es el loop sino la regularización de los horrores de la cotidianeidad? Las repeticiones en las narrativas de la violencia, ¿nos hacen pensar o nos acostumbran a ellas?
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Una representación de la violencia repetida mil veces se convierte en violencia.
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En películas como Elephant y Paranoid Park, Gus Van Sant explora la violencia desde la visión adolescente como consecuencia del abandono, de la globalización, de la pérdida de valores y de la rudeza de un mundo que resulta ilógico e incomprensible. La violencia en estos filmes está en el ambiente, normativizada (videojuegos, internet, revistas, cine…), pero es perpetuada sólo por los actantes, quienes no la comprenden ni la piensan, sino que más bien parecen perdidos en ella y, de cierta forma, predestinados a caer en ese círculo de irrefrenable barbarie, como si fueran víctimas de una cadena trágica de sucesos coherentes —narratológicamente conocida como acción narrativa— y no pudiesen hacer más que rendirse a ella.
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La violencia en el cine es entretenimiento. A diario manejamos la narratología del cine y pensamos y contamos la violencia a través de una pantalla plagada de imágenes o de palabras que evocan imágenes. Bolaño dijo alguna vez: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”[6]. Eso es, queramos o no admitirlo, la violencia para nosotros: un árbol en el desierto.
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Crédito: Jacques Louis Davis
Problema lingüístico
Y un buen día la palabra se mordió la lengua, pero aún así tuvo fuerzas para sacarla y mostrarla en toda su obscenidad.
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“Donde pone el ojo, pone la palabra”, Edelmira Thompson de Mendiluce acerca de Carlos Weider.
“La violencia de las calles, la de las pandillas, la de la pobreza, es la violencia que menos me interesa; la que me atrae, la que realmente me obsesiona, es la de la poesía”, Carlos Weider durante su exposición fotográfica en Chile, 1974.
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Roberto Bolaño hizo un importante y revelador giro a la narrativa de la violencia que Latinoamérica venía cultivando décadas atrás. Sus cuentos y novelas comienzan en espacios de intelectualidad —talleres literarios, universidades, estudios de arte— y acaban sumidas en la violencia más atroz, más inaprensible. En su literatura la violencia surge en medios y con personajes de “la alta cultura”, y son ellos los que se inscriben a una poética de la barbarie.
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La violencia en un personaje suele anular todas sus otras características; es tal su fuerza dentro de los relatos que tiende a convertir a los personajes que la ejercen en arquetipos. Automáticamente se produce en nuestra mente una metonimia en donde se reduce al sujeto a su acción criminal; éste deja de ser padre, artista, bondadoso, mentiroso, lento o reflexivo y se convierte únicamente en criminal. Bolaño pelea dentro de su narrativa contra ese reduccionismo, contra esa metonimia implícita en la narratología de la violencia. En Estrella distante, Romero contacta al narrador y le pide ayuda para encontrar a Wieder:
Romero: …para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro poeta.
Narrador: Para mí Carlos Wieder es un criminal, no un poeta.
Romero: Bueno, bueno, no nos pongamos intolerantes, tal vez para Wieder o para cualquier otro usted no sea un poeta o sea un mal poeta y él o ellos sí, todo depende del cristal con que se mira, como decía Lope de Vega, ¿no cree?
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Bolaño trabaja la narratología de la violencia desde su esteticidad. En su obra, la representación de la violencia sigue su curso artístico y nunca se convierte en panfleto. El problema moral que nos plantea está en la posibilidad de que la representación de la violencia pueda ser estética, intelectual, artística; atribuirle esas características sería encontrarle un valor, y eso, en cualquier discurso de la violencia, es grotesco.
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David Lurie, personaje de Disgrace, vive en el mundo abstracto de lo intelectual (no es ninguna casualidad que sea profesor de literatura romántica ni que trate de escribir una ópera sobre Lord Byron). Coetzee escoge a este personaje de la academia para hacer su propia exploración en la narrativa de la violencia. El discurso de la razón resulta insuficiente para entender la violencia en Sudáfrica y David se ve, por primera vez, inutilizado, acabado, aplastado por una realidad que le resulta inaprensible. Petrus es un personaje valioso de Coetzee en esta novela. A pesar de ser un agresor, su construcción no parte de la monstruosidad de uno; se trata de un personaje complejo, poco violento —todo el tiempo trata de evitar confrontaciones— y padre de familia. Es, probablemente, el personaje más complejo que Coetzee haya escrito jamás.
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La narratología de la violencia en literatura ha echado mano varias veces sobre la construcción de un narrador inocente, ingenuo, puro: es decir, un narrador niño, y lo ha hecho así porque desde la infancia la incomprensión de la violencia parece más absoluta y terrible. Desde una visión infantil, la violencia es el monstruo debajo la cama.
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En La presa, de Kenzaburo Oé, los niños de una aldea incomunicada con la ciudad conviven con la violencia de la guerra y la entienden —dentro de sus capacidades— por medio del juego. Walter Benjamin, en Juguetes y juego, dice que no hay nada que haga más feliz a los niños que la repetición; lo lúdico, entonces, se convierte en un acto de constante retorno, en un aprendizaje de situaciones —porque jugar es, en esencia, crear situaciones, suponerlas—. El lugar que ocupa la violencia en la etapa de la infancia está íntimamente relacionada con el juego. Lo lúdico se convierte en el catalizador de las experiencias infantiles, en su método de asimilación y superación de traumas. Benjamin entiende estas repeticiones como hábitos que son en realidad “formas irreconocibles, petrificadas, de nuestra primera dicha, de nuestro primer horror”. El peligro, la presencia de un “bando enemigo”, los rastros de una guerra que parece más una leyenda que una realidad dentro de la aldea, significa para ellos una ruptura con la monotonía. El horror, dentro de la repetición del juego, se convierte en una aventura casi épica. Es así como la llegada del soldado negro, capturado por los adultos tras un accidente aéreo en las cercanías de la aldea, produce en los niños tanto temor como interés, pero en cuanto empiezan a habituarse a él, lo incluyen dentro de sus juegos con entusiasmo. En lo lúdico se produce el acto purificador de la violencia; en la repetición está la pérdida del miedo, la superación de los traumas y el acercamiento con lo extraño y lo peligroso.
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Los niños de La presa viven la violencia de la misma manera que los de Lord of the Flies, de William Golding: a través del juego. Las dos novelas establecen un mundo no-civilizado donde la violencia no está dominada por un Estado. La violencia es natural, pura; expresa la vida en sí misma. En ninguno de los dos casos la civilización existe: en la primera novela, la aldea en donde viven los niños está incomunicada con la ciudad, y en la segunda, los niños están abandonados en una isla, solos. La violencia que rodea a los niños de La presa no es la mítica[7] de Benjamin, sino la divina, la ideal; aquella que es porque es, y no tiene ningún otro fin en sí misma más que el de ser. Por el contrario, la violencia en Lord of the Flies es diferente: no es el ambiente el que contiene la barbarie, no hay adultos, no hay guerra, sólo la naturaleza y los niños, y son ellos quienes ejercen la violencia para instaurar un orden, para crear su propia civilización. Kenzaburo Oé narra la violencia desde la visión infantil como pérdida de la inocencia por agentes externos; William Golding la narra desde la visión infantil como pérdida de la inocencia por agentes internos.
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Juan Rulfo, en su cuentario El llano en llamas, crea personajes que narran la violencia desde su torpeza y su ignorancia; son personajes sin educación —a veces, incluso, retrasados mentales— que cuentan sus propias historias y tratan de justificar sus crímenes. “Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos”, abre La cuesta de las comadres. Diecinueve párrafos más adelante el narrador confiesa: “A Remigio Torrico yo lo maté”. Y en esa transición de la amistad al asesinato, la amistad nunca pereció.
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1984, de George Orwell, trata sobre la violencia institucionalizada; sobre un sistema que oprime, que agrede y que normativiza esa opresión y esa agresión. «Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente». La narrativa de la violencia en 1984 es política y es una de las grandes distopías en literatura del siglo XX. Lo más perturbador de la novela es que no parece ubicarse en un plano de irrealidad: su cercanía con el mundo y con nuestras sociedades es grande. Por eso su narrativa política es, hasta el día de hoy, análoga a la de muchos regímenes.
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“Lo más característico de la violencia en la vida moderna no es su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido»,
Winston, personaje de 1984.
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“Es interesante que gran parte del voyeurismo clásico requiera instrumentos con pantallas de cristal ventanas, telescopios, etc. Pero ver la televisión es distinto a la actividad de los mirones genuinos. Porque a la gente que estamos viendo a través de la pantalla de cristal de la tele no ignora el hecho de que alguien los está viendo.”
David Foster Wallace, E unibus pluram: television and U.S. fiction.
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En las series de televisión —y en el cine y en los cómics— la violencia no es violencia: es acción.
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Desde su origen hasta la actualidad la mayoría de series televisivas se mueven bajo una línea de violencia que desencadena toda la acción narrativa: Twin Peaks, Evangelion, The Soprano, 24, Lost, Dexter, Breaking Bad, Game of Thrones, The Walking Dead, por mencionar algunas.
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Twin Peaks, de David Lynch, comienza con el asesinato de Laura Palmer. El resto de la primera y mitad de la segunda temporada consiste en encontrar al asesino. Más tarde se revela lo verdaderamente terrible de la serie: el asesino es Bob, pero Bob no existe. Bob —un ente incorpóreo que puede poseer a cualquier personaje—, es la representación de la violencia y su capacidad de coexistir con nosotros. Bob no es visible, pero es real; y su presencia es indestructible.
Bob es el mal.
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“La última misión: roja como la sangre”, dice Ryoji Kaji, un personaje de la teleserie anime Neon Genesis Evangelion —basada en un manga del mismo nombre—. El mundo se ubica en un futuro impreciso en donde Dios ha tomado la decisión de destruir a la raza humana y, por lo tanto, envía a sus ángeles —que son monstruos gigantes que no siguen el patrón icónico angelical— a acabar con la tierra. En esta serie se narra la violencia desde distintas líneas: la violencia de origen divino y la violencia de origen humano. Por un lado se plantea la ira de Dios —un dios inalterablemente bárbaro y cruel— y por otro la reacción del hombre a esa ira divina con actos naturales de supervivencia. Evangelion habla de eso: de naturaleza. Y esa naturaleza —ya sea humana o divina— es agresiva.
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Una de las grandes aportaciones de Charles Darwin fue la noción de “la supervivencia del más apto”. En su obra El origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas preferidas en la lucha por la vida, explicita que el mono es el padre del hombre, que sus instintos de lucha por la vida le permitieron seleccionar lo mejor de la especie y sobreponerse a la naturaleza salvaje y que esa misma naturaleza, en su constante lucha por la vida, no sólo refrena la expansión genética de las especies, sino que a través de ella sobreviven los más aptos. La selección natural es, por lo tanto, una guerra genética constante; un conjunto irrefrenable de batallas en donde algunos rasgos fisonómicos permanecen y otros no, en donde algunas especies se multiplican y otras se extinguen. Girard dice en La violencia y lo sagrado lo siguiente: “Siempre posee el kidos aquel que acaba de asestar el golpe mayor, el vencedor del momento, el que hace creer a los demás y puede él mismo imaginarse que su violencia ha triunfado definitivamente.” Para Homero, el kidos es “la fascinación que ejerce la violencia”, la pulsión de devolver el golpe recibido, ese ímpetu agresivo que provoca una cadena interminable de golpes. Sin quererlo, Darwin nos habla del kidos en sus estudios de la evolución, pero del kidos primigenio: ése que surgió paralelo a la vida en la tierra, ése del que estamos hechos y que nos narra la violencia como virtud de la naturaleza.
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Girard piensa que para los griegos la divinidad no es otra cosa que la violencia llevada al absoluto. Ser dios es, entonces, poseer el kidos de forma permanente.
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The Walking Dead plantea el mismo tema de Lord of the Flies pero a una escala mayor. La serie muestra el declive de la civilización debido a un apocalipsis zombie. Todos los órganos y entidades reguladoras de la sociedad desaparecen y las ciudades se transforman en selvas en donde la única ley es la que impone el más fuerte. Los personajes se ven frente a constantes disyuntivas morales: matar o ser asesinados, abandonar a otros o correr el riesgo de ser traicionados. La violencia no sólo es narrada en la serie desde la desaparición progresiva de la civilización y de la moral, sino desde la transformación ética y psicológica de los personajes. Dale, poco antes de morir, dice: “El mundo que conocemos se ha ido, pero ¿mantener nuestra humanidad? Ésa es una decisión.” Rick, líder del grupo, en el último capítulo de la segunda temporada lanza la sentencia que define la transformación de su propio personaje: “Que les quede claro: ¿se quieren quedar conmigo? Entonces acepten que ésta ya no es más una democracia.”
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Lost sigue una línea narrativa de la violencia similar a The Walking Dead y está claramente inspirada en Lord of the Flies y La invención de Morel. La acción gira en torno a la supervivencia de un grupo perdido en una isla incomunicada con la sociedad y llena de peligros y misterios insolubles. Dentro de la isla el grupo trata de mantener una vida civilizada, pero esos intentos son constantemente defraudados por las situaciones a las que se ven expuestos. Otra vez vemos la violencia como disyuntiva moral; la violencia como ley natural de supervivencia. Hay que entenderlo: Rousseau y su discurso del hombre primitivo —siempre bueno y pervertido sólo por la sociedad— no existe dentro de los relatos contemporáneos.
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En Dexter el protagonista es un asesino. La teleserie nos hace empatizar con él y apoyarlo hasta las últimas consecuencias: deseamos que no lo atrapen, que no descubran su secreto aunque eso signifique que siga libre y lastime a otras personas. La empatía hacia su ejercicio de la violencia proviene de la justificación que la serie le da a sus crímenes: Dexter sólo mata a otros asesinos para, de ese modo, enfocar su psicopatía hacia aquellos que lo “merecen”. Su violencia, por lo tanto, es similar —pero más eficaz— que la judicial.
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La noción de “superhéroe” se construyó a través del cómic estadounidense. Con la creación del primer superhéroe de la historia (Superman) vinieron otros como Flash, The Human Torch, Green Lantern, Batman, Wonderwoman, Captain America, Spiderman, etc. La narración de la violencia a través de estos personajes es maniqueísta: el bien (representado por los superhéroes) está en una lucha eterna contra el mal (representado por los villanos) y, sin importar los obstáculos, siempre prevalece el bien. La acción narrativa en este tipo de estructura de relato es sencilla: Superman usa la violencia para castigar a aquellos que merecen ser castigados. El castigo no es sólo necesario, sino placentero y purificador —limpia el mal del mundo—; Superman es un personaje que tiene el kidos de forma permanente —como las divinidades griegas— y es, por lo tanto, quien puede detener la violencia “mala” con violencia “buena”.
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Pero el discurso del superhéroe de cualidades intachables y grandes virtudes no pudo mantener su monopolio en el cómic: con el paso del tiempo y la necesidad de dotar de subtramas a las historias, se empezaron a narrar los pasados de los villanos y, de ese modo, empezó el proceso de dotarlos de cierta humanidad. Esa humanización de la maldad parte de la noción de “antihéroe”. La figura del antihéroe es esencial porque rompió con la narrativa maniquea de la violencia del cómic americano: personajes como Wolverine o Magneto, de X-men, le quitaron protagonismo a los superhéroes de total integridad moral como Wonderwoman o Captain America y se volvieron tan populares que hoy en día la narrativa de la violencia en los cómics está dominada por personajes con estructura antiheroica, como por ejemplo: Dr. Manhatan de Watchmen —quien intenta destruir el mundo—, o V de V for Vendetta —un terrorista de ideas anarquistas—, ambos escritos por Alan Moore.
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Rorschach, uno de los más aclamados personajes de Watchmen, representa la figura del antihéroe por antonomasia. La violencia que se narra a través de él es amoral; Rorschach es un personaje agresivo, que tortura a otros con tal de obtener la información que necesita y, en ciertas ocasiones, hasta parece disfrutar de esa tortura, sin embargo, los lectores del cómic se sienten atraídos hacia él, entienden sus razones e incluso llegan a justificarlo. Rorschach nace como personaje antiheroico tras descubrir el crimen sanguinario de una niña que fue cortada en pedazos por su captor y lanzada a los perros. Desde entonces, sus ideas se vuelven sólidas: para él, a un criminal sólo se lo puede tratar a través del crimen. En otras palabras: para acabar con la monstruosidad hay que ser también un poco monstruoso.
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From Hell, de Allan Moore, tiene un capítulo en el que a través de las viñetas vemos a “Jack el destripador” recorrer la ciudad de Londres mientras le explica a su chofer la historia de la desaparición del matriarcado, de la simbología arquitectónica eminentemente masculina y de la necesidad de mantener lo femenino a raya por medio del feminicidio. Se trata de un discurso intelectual, machista y masónico de la violencia. El destripador, en un monólogo que dura todo un capítulo del cómic, dice refiriéndose al asesinato de una familia: “Acusaron a un hombre para calmar a la masa (…) Esa atrocidad alimentó peticiones para que se creara una fuerza policial. ¿Había sido siempre ése el motivo de los asesinatos? ¿Un acto ritual para darle forma a la sociedad? ¿Una pauta de control dibujada con un dedo empapado en la sangre de un niño?”
[1] El relato, según Barthes en Análisis estructural de los relatos, “puede ser soportado por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen, fija o móvil, por el gesto y por la combinación ordenada de todas estas sustancias.”
[2] Dibujos animados japoneses.
[3] Cómic japonés.
[4] Rafael Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Ediciones Destino, 2008. Barcelona. Pág. 18.
[5] Walter Benjamin, en su ensayo Para una crítica de la violencia, habla de la violencia divina y la violencia mítica como opuestos. La primera es aquella que es un fin en sí misma, que no busca nada más que ser lo que es, mientras que la segunda es la violencia que instaura el derecho, aquella que es medio y no fin. En estos dos conceptos se encuentra la idea más interesante de Benjamin, quien cree que vivimos en una violencia mítica y que deberíamos regresar a la divina.
[6] Se trata de una traducción libre de un verso de Baudelaire, pero que contiene transformaciones esenciales que hacen que el verso, a mi parecer, le pertenezca a Bolaño.
[7] Walter Benjamin, en su ensayo Para una crítica de la violencia, define violencia divina y violencia mítica como dos opuestos. La mítica es fundadora y preservadora del derecho y es medialidad, mientras que la divina es violencia pura “emblema y sello, nunca medio de ejecución sagrada”.
Mónica Ojeda