Sus manos son sus ojos. La izquierda tantea el aire hasta encontrar un tubo, una pared o un poste que le permita guiarse. El semáforo está en verde y emite un sonido similar al de un grupo de pollitos. Pasan los minutos, los buses, los taxis, los aviones… Pasan tres personas, pero ninguna lo ayuda a cruzar la calle.
Los ojos de Paúl Narváez están cubiertos con gasa y unas gafas negras. Tiene un bastón blanco, una mochila con copias de libros y 23 años. Lleva una hora y media como no vidente.
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Es mediodía en Quito y las noticias de los periódicos empiezan a envejecer. Un hombre con barba oscura y cabello corto llega a la esquina de la 6 de diciembre y Orellana y se ofrece para ayudarlo. Es un ejercicio de confianza: Paúl confía en el desconocido y el desconocido, en cambio, no tiene por qué desconfiar de Paúl. El desconocido no sabe que Paúl utiliza lentes y que lo único que no puede ver son las cosas lejanas, a causa de su miopía. El transeúnte no sospecha que, después de 27 horas, Paúl se quitará las gafas y mirará lo que sus dos compañeros de universidad han estado filmando para hacer un documental sobre la ceguera.
Es hora de almorzar. Paúl se encuentra con Mauricio, una de las cinco personas que protagonizan el documental.
Entran a un restaurante y la mesera no les pasa la carta. Ella les consulta qué van comer, ¿una ensalada con filete de pollo o una hamburguesa con papas fritas y cola? Salen dos ensaladas para la mesa cualquiera; los muebles no tienen número.
Mauricio estudia Psicología en la Universidad Politécnica Salesiana. También juega fútbol y escucha radionovelas. Su preferida es la del superhéroe Kalimán. Dice que siempre se imagina cómo será físicamente, que eso le sucede siempre que conoce a alguien. Hasta ahora no le ha pedido a Paúl que se describa. Prefiero ya no hacerlo. Mauricio recuerda que una vez una chica le contó que tenía los ojos celestes y el cabello rubio, cuando en realidad su melena era negra y sus ojos cafés. Intentaron ser novios, pero… Aquí están sus ensaladas, interrumpe la mesera.
Paúl encuentra los cubiertos junto a su plato, pero no sabe dónde está su bebida. Su mano confunde un florero con la botella. Lo deja. Busca de nuevo y mete los dedos en el frasco con ají. Paúl se ríe, se desespera. Comenta con Mauricio que no mirar lo que come es incómodo. Mauricio asiente con la cabeza mientras toma cola. Le sugiere a Paúl:
– Es mejor que dejes las inhibiciones a un lado. Coge la comida con las manos, si quieres, nadie te está viendo. O al menos yo no estoy viendo.
Dos risas en la mesa cualquiera.
Batería baja
Los minutos del casete de video corren su propia maratón. A ratos, Paúl frunce el ceño y toma agua de una botella. Dos cámaras lo han acompañado durante estas cuatro primeras horas. Andrea Reinoso lleva uno de los equipos. Ella también tiene gafas. Y un pulso estable.
Stop. Fin de la cinta. Mientras Andrea cambia de casete, Paúl bromea. La otra cámara sigue grabando. Él levanta el bastón del suelo, lo acerca a su pecho y le añade unas cuerdas de guitarra imaginarias.
Rec. Paúl va al baño. Se para frente al espejo, lo toca y suspira: “Sería terrible no verse envejecer”. Pausa de nuevo. Pantalla y cielo oscuros.
El equipo se moviliza a la casa de Paúl, en Cumbayá. Parada. Bus. Parada. Guardia. Puerta. Beso. Cecilia, su madre, abre la puerta, lo abraza y le pregunta con angustia:
-¿Cuándo se acaba esto, mijito, por Dios?
– Mañana a las once.
Pausa, cambio de ángulo y de escenario.
Rec.
-¿Qué le pasa a éste?, pregunta Alberto, hermano mayor de Paúl.
-Se está haciendo pasar por no vidente para un documental, responde Andrea.
La familia de Paúl está reunida alrededor de una mesa con un centro de frutas plásticas. Alberto dice:
-Ven, yo les dije. Si le hubiesen hecho caso de chiquito, no estaría con complejos y buscando formas de llamar la atención. ¿Qué quieres probar, Paúl?
– Las dificultades y las sensaciones que experimentan los no videntes.
-Ya, pero lo que nunca vas a poder experimentar es la sensación de desesperanza que tienen los no videntes porque nunca van a poder ver. Tú mañana vas a volver a ver. Tu propósito está falseado.
Alberto se queda con los ojos y la boca a medio abrir. Su imagen está congelada en la pantalla. Paúl pausó el video que me muestra en su Mac. La mitad del documental está editada. Él fuma y mueve la pierna cruzada con rapidez. En la pantalla de su televisor mira las entrevistas que todavía no edita. Las escucha desde hace tres semanas y por eso conoce de memoria cuáles son las partes importantes y adelanta la cinta.
Play. Wilmer, de 22 años, perdió la vista desde su nacimiento. Se crió en el campo, en una casa con techo de zinc. Cuando llovía, las gotas ametrallaban la cubierta y sus hermanos, asustados, se tapaban los oídos. Wilmer se acostaba y escuchaba complacido. El sonido de la lluvia me recuerda a mi niñez, dice Wilmer frente a la cámara.
Paúl vuelve a adelantar la cinta. La frente de Wilmer se pierde en la pantalla. El acercamiento de cámara se hace cuando él cuenta cómo se enamoró de una chica. Cita la novela El Perfume, de Patrick Suskind. Wilmer relata que la mujer que conoció se lavaba el pelo pasando un día, por lo cual su cabellera olía a grasa.
-No era feo, pero se notaba que era grasa. Eso, combinado con un perfume de jazmín que se ponía detrás de los oídos, formaba una fragancia única.
Hasta aquí llega el adelanto. Paúl no quiere que vea el resto, prefiero mostrarlo cuando esté terminado. Él indica que el largometraje se llama Apaguen las luces y que se estrenará el 19 de septiembre, en la Sala Alfredo Pareja de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Estará en cartelera hasta el 22 de septiembre.
El cabello castaño de Paúl está corto, a diferencia del video donde luce largo y recogido en una cola. Sus ojos verdes están rojos por el tiempo prologando frente a las pantallas del televisor y de la laptop. Enciende otro cigarrillo y le quita la pausa al video.
-Tu propósito está falseado, ya te digo, repite su hermano Alberto.
Paúl aplasta la X en el extremo derecho de la pantalla y cierra la máquina. Toma el control remoto y apaga el televisor. Las pantallas oscurecen. No se ve nada.
Óscar Molina