«La forza che non sa formarsi in tempo, bisonte o uomo o condor»
Italo Calvino, Il castello dei destini incrociati
A RAÍZ DE mi visita a la tumba del poeta José Joaquín Olmedo en el Cementerio General de Guayaquil, he tenido que remitir a algunos amigos a mi álbum Necrijón, para que les conste que mi curiosidad funeraria no es necrófila sino literaria. Sin embargo, mentiría si no admitiera que los cementerios atesoran historias tan persuasivas y conmovedoras como la del Cóndor de Père-Lachaise, el mayor de los cementerios de París.
En Père-Lachaise están sepultados Molière, Balzac, Proust y Óscar Wilde, cuya tumba está barnizada de besos de carmín y de furiosas declaraciones de amor garrapateadas con barras de labios.
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Oscar Wilde fue enterrado por el dueño de la pensión Alsacia (hoy, Hotel «L’Hotel» en la rue de Beaux Arts) en una tumba para indigentes del cementerio de Bagneux, de donde fue traslado a Père-Lachaise gracias a la generosa donación de una lectora. Sin embargo, ante las constantes profanaciones de la tumba de Wilde, en 1914 sus admiradores colocaron sobre la fosa un gigantesco monolito del escultor Jacob Epstein, que representa una esfinge andrógina. Por desgracia, una mañana de 1922 la esfinge amaneció castrada y gracias a una anónima denuncia la policía recuperó la reliquia de la casa de una pareja de homosexuales. Desde entonces aquel aderezo genital sirve de pisapapeles en la mesa del director del cementerio de Père-Lachaise.
Personalmente no le hallo la gracia al manflorita que protege los escombros de Wilde, ya que en Père-Lachaise hay monumentos funerarios bellísimos y hasta de un provocador sentido del humor, como el busto del actor, cantautor y dibujante André Gill, a quien nunca le falta una flor en el ojal desde que falleció en 1885.https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/65_varias/iwasaki%202%20.jpg
Así fue como descubrí al Cóndor de Père-Lachaise, mientras contemplaba la figura yacente del periodista Víctor Noir (1848-1870), asesinado por Pierre Bonaparte la víspera de su boda; es decir, en ardor de castidad. Sin duda que al escultor Jules Dalou no se le escapó aquel detalle, porque inmortalizó a Víctor Noir con una erección tan majestuosa, que su tumba se ha convertido en lugar de peregrinación del mujerío más variopinto, desde curiosas y calentorras hasta frígidas y estériles, pasando por mitómanas y performers. Las leyendas urbanas aseguran que besos, tocaciones y arrenalgamientos conllevan distintas prestaciones, y por eso la entrepierna de Víctor Noir luce un bronce bruñido, mientras el resto de la escultura sufre la gonorrea del verdín.
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Sin embargo, junto a la tumba de Víctor Noir se levanta un solemne mausoleo consagrado a la memoria de un muchacho de dieciséis años fallecido en 1890, quien por entonces ya sería todo un jovencito aunque hoy habría sido un niño grande y pasmarote, de esos que todavía reclaman los besos de los padres, porque los dieciséis es la edad de las últimas ternezas y de los primeros desvaríos pavícolas.
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No le habría prestado mayor atención a dicho mausoleo –¡uno más entre miles!-, de no haber reconocido sobre la cancela de la entrada un escudo que vi por primera vez en el monedero que me dio mi abuela guayaquileña el día que cumplí ocho años: «Guárdalo –me dijo-, porque este monedero me lo regalaron a mí cuando era chica y éste es el escudo de Ecuador. Acuérdate siempre». Sí, repujado en hierro reconocí el escudo de Ecuador y más arriba leí el nombre de la familia: YCAZA.
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Cuando era alumno universitario e incluso cuando impartía mis remotas clases de historia en la Facultad de Letras, aquel mausoleo me habría servido para escribir un ensayo sobre las oligarquías exportadoras de cacao, para publicar un estudio acerca de las burguesías latinoamericanas en París o para reflexionar muy campanudamente sobre la identidad y el estado-nación. Sin embargo, la tumba de Juan Martín de Ycaza (1874-1890) me conmovió porque ahora soy un latinoamericano transterrado en Europa y porque también soy padre de un chico de dieciséis años, la misma edad en la que murió Juan Martín.
En el muro frontero a las rijosas reliquias de Víctor Noir, podemos leer que Juan Martín de Ycaza fue reclamado por Dios el 25 de mayo de 1890 y, sobre tres lágrimas buriladas en el granito -como una metáfora de infinito dolor- leemos sa mère inconsolable, su madre desconsolada.
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Me gustaría saber si Juan Martín de Ycaza habría muerto víctima de alguna de las epidemias de la época, carcomido por una feroz enfermedad de nacimiento, como consecuencia de algún accidente fatal o quizá en el campo de batalla, peleando bajo el pabellón de un país que no era el suyo, porque su verdadero país -el de sus padres y el de las míticas historias de la primera infancia- era el del escudo del monedero de mi abuela: Ecuador.
En el cementerio de Père-Lachaise hay muchos muertos ilustres que me atraen como latinoamericano, pero nadie me había conmovido tanto como el joven Juan Martín. Ni los guatemaltecos Miguel Angel Asturias ni Enrique Gómez Carrillo, ni mi paisano José Ignacio Merino ni el colombiano Rufino José Cuervo.
Aunque los padres de Juan Martín acudieron a los artistas y arquitectos parisinos más prestigiosos de su tiempo, el mausoleo de su niño ha envejecido y languidece en el olvido, a pesar de los bronces finos, los preciosos vitrales y los hierros forjados. Juan Martín murió como un señorito, pero cien años después se ha convertido en un proletario más entre las tumbas sin flores de Père-Lachaise.
En el Cementerio General de Guayaquil vi el mausoleo de la familia Ycaza-Gaínza y me acordé del Cóndor de Père-Lachaise. ¿Sería guayaquileña -como mi abuela- la familia de Juan Martín? Manuela Franco me regaló el monedero cuyo escudo reconocí en un cementerio de París para narrar así esta historia que por fin puedo devolver a mis paisanos de Guayaquil, aunque uno haya nacido en Lima y viva en Sevilla.
La próxima vez que vaya a París, sembraré semillas de Guayacán a la vera de Juan Martín y le leeré unos versos de Alfredo Gangotena que no pudo conocer, pero que habría entendido de maravilla:
Accourez, vous tous ceux du bocage,
avec cristaux et palmiers,
avec la fièvre des yeux et autant d’autres clartés.
Me pregunto si algún descendiente de la familia de Juan Martín se reconocerá como deudo suyo después de leer esta crónica, pues a mí el Cóndor de Père-Lachaise me concierne porque es una suerte de consulado fantasma para nosotros los desterrados, porque mi abuela me pidió que jamás olvidara aquel escudo y porque todos los niños muertos son mis hijos, como en los desolados versos de Rimbaud.
Sevilla, septiembre de 2012
Fernando Iwasaki